El fantasma de la integración
La integración política y económica es para Latinoamérica y el Caribe una necesidad histórica. Bolívar, San Martín, Sucre, Hidalgo, Artigas, José Martí y muchos otros, dedicaron su vida a ese empeño como única solución frente a los peligros heredados del coloniaje español y a los que acechaban desde el Norte.

La historia de esta región es conocida, y transitó –y lo hace aún- marcada por la disyuntiva soberanía o dominación. La soberanía se ha asomado en varios momentos de estos últimos 200 años. Asomos desgarradores que han dejado sus huellas en las playas del Caribe, en los parajes inhóspitos de nuestras cordilleras y selvas, en nuestras calles, anunciando que es posible, que se puede.
Ha habido partos de dignidad que aún florecen y se rejuvenecen. Ha habido también, casi como una máxima inquietante pero no incuestionable, abortos que desaniman a muchos, pero no a todos.
Y en ese bregar siempre ha flotado, como una tozuda verdad, la necesidad de la unidad. La certeza de que sin integración nada será posible, ni siquiera la ilusión vanidosa de una clase entregada y que esclaviza aún.
Los héroes de la modernidad

Ese ideal decimonónico tiene héroes en la modernidad. Vibran aún las martianas y bolivarianas palabras de Fidel Castro, expuestas con inusitada radicalidad conceptual en la primera Declaración de La Habana, donde el compromiso latinoamericanista, siempre presente en el anhelo libertario cubano, abrió una senda que sigue viva gracias a la creatividad revolucionaria de esa Isla.
En Venezuela nació otro integracionista: Hugo Chávez, quien tomó, como un designio histórico inconcluso, el camino trazado por Bolívar, siempre reacio a la fragmentación y la subordinación.
Y desde Bolivia le llegó a la América Nuestra un indio forjado en la injusticia y la resistencia originaria para abonarle la savia más auténtica a lo que ya germinaba.
En Brasil, un obrero que soñó con justicia y conciliación, Lula da Silva, no solo multiplicó los panes y los peces, sino que aportó el peso de su gran nación al sueño unitario, sin importar las barreras que la globalización imponía.
Hermoso resultó que la nación más meridional del hemisferio fuera escenario para que colapsara el plan que venía del Norte cual colofón de un proceso centenario de despojo. Fue la Argentina de Néstor Kirchner el campo donde sucumbió el Acuerdo de Libre Comercio para las Américas (ALCA), bandera izada en el horcón del destino manifiesto de una Nación llamada a “plagar la América de miserias en nombre de la libertad”.
Vivimos “un cambio de época”, como lo subrayó Rafael Correa, otro que le nació a la América en la tierra de Eloy Alfaro.
Y en ese fulgor de emociones y dolores, de dignidad y libertad, de asomo certero de otro futuro para nuestros pueblos, emergieron experiencias unitarias que desafiaron y desfasaron viejas cadenas panamericanas.
La Alianza Bolivariana para los Pueblos de Nuestra América (ALBA); la Comunidad de Estados Latinoamericanos y Caribeños (CELAC); y la Unión de Naciones Suramericanas (UNASUR), fueron expresiones de un espíritu integracionista sin precedentes.
La venganza

Hoy, los que siempre se avergonzaron del pasado indio, los reacios al sacrificio, los que buscan las respuestas en el Norte que nos desprecia y lo acompañan en la expoliación, los que no tienen fe en su tierra –sietemesinos los llamó Martí-, intentan, afincados en circunstanciales victorias, retrotraer la soberanía alcanzada y redireccionar el rumbo hacia la subordinación.
A Kirchner, cuya decencia lo motivó a ser también latinoamericano e impulsar el sueño unitario, la tierra de Oswaldo Guayasamín, el indio pintor, le rindió homenaje con dos estatuas, una en el centro de Quito, otra en la sede de UNASUR.
La primera ya ha sido removida por las fuerzas de la división y del pasado. La segunda corre igual destino. Les acechan los fantasmas, y el pavor los lleva a la venganza fascista. Si necesitáramos un símbolo del miedo, la mediocridad, la traición y la genuflexión encontraríamos uno en el centro del mundo y sobre ruedas.
Martí lo recalcó: “lo que quede de aldea en América ha de despertar”. Y tras el sueño volverá encabritado el corcel de la integración conducido por los pueblos. Y ya no será un fantasma que asuste hasta el delirio. Será una ola, como la que pronosticó Fidel, que repondrá las estatuas derribadas y salvará nuestra patria grande.