Latinoamérica en su laberinto
La acción política de la derecha y del imperialismo en Latinoamérica y el Caribe se desarrolla en varias dimensiones. Sin pretender abarcarlas todas y asumiendo la complejidad que entraña la variedad de matices en cada país, apuntaremos algunas generalidades.

Una de esas dimensiones es la cultural. Diversos especialistas sostienen la tesis que desde el Norte existen desde hace décadas esfuerzos por posicionar y enraizar en nuestra región –hasta ahora con éxito- el correlato cultural del modelo capitalista de corte neoliberal que nos llega empaquetado con el celofán de los valores liberales que el propio sistema en su práctica cotidiana y por su naturaleza irrespeta.
La complicidad de las oligarquías locales “globalizadas” en esta “siembra” es un hecho. Desde las estructuras del poder institucional y mediático colaboran en la tarea de borrar la historia y las tradiciones de nuestros pueblos, conscientes de que en ellas se encuentran claves culturales para la resistencia a la dominación.
Con el desarrollo tecnológico, la reducción de los costos y la extensión de las audiencias, las acciones comunicacionales han adquirido un mayor relieve, apoyándose, además, en dos consecuencias del propio capitalismo: por un lado la concentración de la propiedad sobre los medios ideologizadores (prensa, televisoras, cadenas radiales, productoras, cadenas de distribución, circuitos editoriales, planes educacionales de pre y postgrados, etc); y por el otro la ignorancia, hija del matrimonio exclusión-pensamiento único.

Una segunda dimensión es la económica, con efectos también en las conductas y expresiones sociales.
El neoliberalismo trajo a América Latina la ilusión de la prosperidad con avances superficiales en las principales urbes debido a la apertura indiscriminada al capital extranjero, la entrega de los recursos naturales, a la absorción de la dependiente burguesía nativa por el capital trasnacional, y a la reprimarización de nuestras economías. Esta realidad generó un espejismo y a la par inoculó un infundado temor a los cambios políticos arguyendo que traerían efectos fulminantes a la economía y el “crecimiento”.
Lo anterior se combinó con una creciente informalización del empleo y el atropello a los derechos laborales, obligando a la mayoría del pueblo a la supervivencia. La conocida enajenación económica, descrita por autores clásicos, esta vez exponencialmente más injusta, se conjuga entonces con la enajenación cultural logrando que amplios sectores sociales se deslinden de toda actividad política.
Una de las consecuencias más visibles de esta realidad se aprecia en la timidez y la cautela de una parte de la denominada clase media urbana, hija del propio neoliberalismo. Clase que se debate entre el imperativo moral que despierta la punzante situación social de sus países, y el miedo al supuesto “salto al vacío” de los cambios “radicales”.
La exclusión descrita, superficialmente llamada “indiferencia”, unido a este egoísmo “clasista”, facturado e inducido, explican en parte lo que sucede en sociedades como la chilena, la peruana, la colombiana y la argentina, aunque todas con sus respectivas singularidades.
El resultado del No en el plebiscito en Colombia, la elección de un neoliberal como Macri en Argentina, la de un corrupto con nacionalidad extranjera en Perú o la reelección de un defensor de Pinochet en Chile, son evidencias palpables del fenómeno en cuestión.

Una tercera dimensión de la acción política imperial y derechista se desarrolla en los ámbitos institucionales. La extensión de la corrupción y el clientelismo político constituyen otro colchón que ayuda a la “apatía”.
Sin embargo, en esta dimensión el asunto es mucho más profundo. Por décadas, EE.UU. ha logrado un elevado grado de influencia en importantes instituciones de nuestra región, especialmente en los organismos de seguridad, en los estamentos militares y en los últimos años en las áreas jurídicas y en la llevada y traída “sociedad civil”.
En los dos primeros, las vías son conocidas. Después de la Segunda Guerra Mundial y durante la Guerra Fría, Washington reforzó sus niveles de penetración en la región, esfuerzos que se multiplicaron tras la victoriosa Revolución Cubana, mucho más radical que las derrocadas revoluciones de Guatemala (1951) y Bolivia (1952).
Las dictaduras militares instaladas en América Latina y el Caribe y respaldadas por Estados Unidos dejaron, además de una estela de muertes y desaparecidos, un entramado de conexiones que muy pocos gobiernos “democráticos” pudieron o quisieron desmontar. Esta red de compromisos e influencia se convirtió hoy en pilares fundamentales de los planes de recomposición hegemónica de Washington.
En las sectores jurídico-institucionales y al interior de la “sociedad civil”, las acciones están dirigidas a desarrollar un prolongado trabajo de “formación” y captación que trasciende lo que en términos de espionaje se conoce como “reclutamiento”, para convertirse en un trabajo de colaboración natural, afectiva y comprometida.
Becas, recursos, viajes, investigaciones conjuntas, congresos especializados, auspicios, publicaciones en circuitos renombrados y otras muchas formas de relacionamiento, financiadas todas con dinero público estadounidense canalizado a través de fundaciones y organizaciones no gubernamentales “prestigiosas”, alimentan los expedientes, los egos y por ende la subordinación de muchos de los beneficiados. Incluso gobiernos de la Vieja Europa, aliados otanistas de Washington, también ayudan en esta generosa tarea de dividir nuestras sociedades.
Estas acciones se acrecentaron, con resultados positivos palpables, cuando las invasiones armadas y los golpes de Estado militares pasaron de moda. Salió a escena entonces lo que Rafael Correa ha llamado la judicialización de la política.
Redes de leguleyos intrigantes, parapetados en la “independencia” de la justicia, sembrados en las estructuras burocráticas de los respectivos poderes judiciales, y en conexión con los esquemas mediáticos concentrados y articulados nacional y regionalmente, comenzaron una ofensiva de desprestigio, hostigamiento y enjuiciamiento “legal” contra importantes líderes regionales.

Lula Da Silva, Dilma Roussef, Cristina Fernández, Rafael Correa, Jorge Glass, y otros dirigentes de base de movimientos sociales y fuerzas políticas que luchan por cambios, sufren hoy la arremetida sistémica, en un momento en que las capacidades movilizativas de los sectores afines y beneficiados por sus políticas se muestran menguadas.
El impacto de la combinación de estas acciones al interior de los estados latinoamericanos ha sido devastador. Además del retroceso que en términos políticos ha significado para la izquierda regional, se aprecia una institucionalidad incapaz –más allá de la voluntad política que pueda existir - de responder a los desafíos del siglo XXI: cambio climático, desigualdad, justicia social, pandemias, gobernabilidad, crimen organizado, desarrollo tecnológico, soberanía.
Esta situación augura, sin dudas, una nueva ola de reacciones e indignación, de conflictos y transformaciones, aun cuando el pesimismo abunda en importantes sectores de izquierda.
Una parte de la oligarquía latinoamericana es consciente de la tensión que existe al interior de nuestras sociedades, y en su afán por no retroceder ni ceder lo reconquistado, recurren ya a “nuevas” formas de mantener el control. La experiencia del Plan Cóndor en la segunda mitad del siglo XX, se caracterizó, no solo por su desprecio a los derechos humanos y prácticas criminales, sino también por una pauta de acción regional coordinada; la misma que está imponiendo el enemigo hoy en términos culturales-mediáticos, económicos e institucionales. En este último caso la revitalización de la OEA, el impulso a la Alianza del Pacífico y la creación del “Grupo de Lima” son claros ejemplos de la expresión regional de la dimensión institucional apuntada.
Estos son algunos puntos neurálgicos que deben estar en el centro del debate político regional de las izquierdas, que tendrán que trascender el cálculo frío de los intereses puntuales y poner sus miras en el logro de la unidad, en la formación permanente, en un programa político que trascienda las reivindicaciones sectoriales y apunte a las causas de los problemas, y en la integración de las luchas. El momento histórico que vive el hemisferio lo exige.