Cuando el mundo vio cómo el actual presidente de la Asamblea Nacional (parlamento) de Venezuela, enardecido por la victoria electoral de diciembre pasado, ordenaba sacar del recinto legislativo los cuadros de Simón Bolívar y Hugo Chávez, se comprobaba, una vez más, la veracidad de un planteamiento de Carlos Marx en su obra “El 18 Brumario de Luis Bonaparte”: los grandes hechos históricos se repiten primero como tragedia y después como farsa.
Los grandes hechos históricos se repiten primero como tragedia y después como farsa
La tragedia fue la traición a Bolívar y a su proyecto independentista e integracionista por aquellos que a la postre se convirtieron en los ancestros de las actuales oligarquías latinoamericanas. Los mismos que han intentado durante siglos ocultar en pedestales las ideas de El Libertador. La farsa, que más que risible se anuncia cruenta, es la que vive hoy la región con una oligarquía camuflada empeñada en reconquistar el terreno perdido. Pero no fue el parlamentario venezolano el único que montó en cólera ante dos retratos. Lo mismo sucedió en Bogotá, donde al tomar posesión, el nuevo alcalde hizo sustituir la imagen de Simón Bolívar por la del conquistador español, Gonzalo Jiménez de Quesada, en el Palacio Liévano de la Alcaldía Mayor. Y en Argentina hubo un pavor mayor. Pues además de exiliar de las paredes de la Casa Rosada los cuadros de Néstor Kirchner y Hugo Chávez, el presidente de derecha mandó a retirar de los billetes argentinos el rostro de Eva Perón y poner en su lugar imágenes de animales endémicos. Una verdadera tragicomedia. Pero la cosa es más seria que esta necrofobia derechista. La ofensiva del imperialismo y las oligarquías criollas rebasa los esfuerzos por desmontar retratos y símbolos. Se trata de una estrategia dirigida a frenar los procesos de cambios y la integración regional que pusieron en crisis el modelo neoliberal y deshizo el consenso de Washington.
La ola ¿imparable?
La ola prevista en 1992 por Fidel Castro parecía incontenible. Muchas fuerzas aspirantes al cambio demostraron que era posible alcanzar el Gobierno por la vía electoral, aceptando las reglas del juego diseñadas, impuestas y defendidas por la oligarquía. Así sucedió en Venezuela, país que se convirtió en la proa de las transformaciones y la integración regional, seguida de los triunfos de
Luis Inácio Lula Da Silva en Brasil (2002), de Néstor Kirchner en Argentina (2003), de Tabaré Vázquez en Uruguay (2004), de Evo Morales en Bolivia (2005), de Rafael Correa en Ecuador (2006), de Daniel Ortega en Nicaragua (2006) de Fernando Lugo en Paraguay (2008), y del Frente Farabundo Martí en El Salvador (2009). Además, se debe sumar el giro político del gobierno hondureño encabezado por Manuel Zelaya, quien en el 2008 decidió ingresar al ALBA.
Fidel Castro en la Universidad de La Habana
Con distintas velocidades y metas, los nuevos gobiernos implementaron medidas dirigidas a rescatar el papel del Estado, defender la soberanía, redistribuir con equidad la renta nacional, reducir la desigualdad y la injusticia social y emprender pasos concretos hacia la integración regional con un discurso nacionalista, integracionista y en muchos casos antimperialista. Todo en un contexto económico favorable. La ola parecía imparable. Sin embargo, muy pronto se comprobó que cualquier esfuerzo por llevar a delante un proceso de cambio revolucionario o progresista por la vía pacífica en los marcos de la institucionalidad burguesa, se hará en medio de una lucha tenaz contra fuerzas internas y externas negadas a la transformación, más si se aspira a trascender la mera posesión del gobierno. Esto no significa que la vía “pacífica” para alcanzar una sociedad post-capitalista o socialista esté cerrada. De lo que se trata es de comprender que el enemigo no está dispuesto a ceder un milímetro y que las transformaciones, en consecuencia, tendrán que rebasar determinados límites objetivos y subjetivos y evitar caer en errores que faciliten el contragolpe. En este sentido, el propio Fidel Castro alertaba en noviembre de 2005 en la Universidad de La Habana, que la Revolución cubana podría autodestruirse a sí misma y la culpa sería de los revolucionarios cubanos y de sus errores, no del imperialismo. Las recientes derrotas en América Latina lo confirman. Más allá de las renovadas, constantes y coordinadas acciones de la derecha y el imperialismo contra los gobiernos revolucionarios, progresistas y nacionalistas, se deben analizar algunas falencias generales, todas superables.
Los flancos débiles
Más allá de lo que haga el enemigo, las claves de la solución son propias
La imposibilidad de realizar cambios estructurales profundos al interior de los países, en algunos casos por convicción, en otros por obligación debido a la correlación de fuerzas y a los ataques constantes del enemigo, permitió que la oligarquía mantuviera importantes cuotas de poder, las que pudo reencausar para desarrollar su contraofensiva, apoyada y asesorada por EE.UU. Obviamente, hay procesos como los de Venezuela, Ecuador y Bolivia que realizaron cambios con un visible carácter transformador y anticapitalista pero no han alcanzado a desarticular los pilares: económico y mediático de las oligarquías. Otros alucinaron con una eventual conciliación de clases, algo imposible por la naturaleza conservadora de la élite económica y política latinoamericana y por sus vínculos con el capital trasnacionalizado y la subordinación a los intereses de EE.UU. En este contexto, las fuerzas del cambio dejaron algunos frentes vulnerables que explican, en parte, el retroceso actual. Uno de ellos ha sido la división que persiste entre las fuerzas de izquierda. Personalismos, egos desmedidos, sectarismos e intereses mezquinos, son características comunes. En algunos casos, la ausencia de un programa político concreto, que trascienda los fines electorales, también obstaculiza la convergencia y la unidad. A esto se suma la habitual actividad divisionista del enemigo que siempre estará listo para hacer su tarea allí donde haya condiciones. Hoy esa actividad se ha camuflado en organizaciones de corte medioambientalista, cultural, social, en organizaciones no gubernamentales, fundaciones, que con financiamiento público estadounidense y en coordinación con los servicios de inteligencia de ese país, alientan la sectorialización de las luchas, distraen al pueblo en demandas puntuales, lo desvían con dádivas de las causas estratégicas y dividen sus liderazgos. Por otro lado, muchos de los gobiernos izquierdistas desmovilizaron sus bases sociales y políticas, instrumentalizando y burocratizaron una relación que debía ser orgánica y natural que canalizara el empuje de importantes sectores ideologizados y comprometidos con las luchas. También se dieron casos contrarios, donde la desmedida –y sospechosa- defensa de demandas muy puntuales y no estratégicas, minaron la unidad, desgajaron fuerzas del movimiento social y resintieron gobiernos. Un problema casi general es el deficiente trabajo ideológico y organizativo con las bases, incluso en aquellas organizaciones con más experiencia. Esta situación, conjugada con la imposibilidad de crear un sistema de comunicación e información que posicionará el discurso de izquierda, dejó el camino abierto a la acción derechista y a sus matrices de opinión amplificadas por los medios de comunicación. En consecuencia, se retardó la formación de un sujeto transformador, marcado aún por la pseudo-cultura neoliberal, valladar casi infranqueable alimentado, paradójicamente, por el consumismo que estimularon las políticas de inclusión. El deterioro de la ejemplaridad de algunos dirigentes y líderes, tanto de base como en las direcciones nacionales, constituye también otro costado débil que el enemigo ha sabido explotar y que genera división, falta de credibilidad, desmotivación y desmovilización, más cuando sirven de argumento en las campañas mediáticas. Los éxitos de la derecha en los últimos meses y sus paquetes de medidas destinados a restituir el neoliberalismo, confirman que vienen con todo. En el campo de la izquierda se amerita una profunda revisión y una reorganización de las fuerzas. El escenario, a pesar del retroceso, sigue siendo favorable para impedir que la ola baje su cresta. Más allá de lo que haga el enemigo, las claves de la solución son propias.