Latinoamérica: Dos momentos, dos lecciones
El triunfo de la Revolución cubana en enero de 1959 significó un viraje en la historia del hemisferio occidental y pronto impactaría también en el resto del mundo. La política estadounidense hacia la región se vio seriamente cuestionada por tres elementos fundamentales:

- La demostración de que un ejército guerrillero apoyado por el pueblo era capaz de derrocar a una dictadura respaldada por Washington, socavar las bases de la dominación y la hegemonía e iniciar un proceso transformador de justicia social.
- El ejemplo que significó la resistencia de la joven Revolución gracias a su habilidad política, respeto a los principios, coherencia ideológica y ejemplaridad de su liderazgo.
- La decisión de la Revolución de apoyar a todos los movimientos de liberación nacional, actitud sustentada en el principio martiano y leninista de la solidaridad con las luchas de los pobres y los excluidos.
Ante colosal desafío, Washington desencadenó todas sus fuerzas y métodos subversivos y de agresión contra Cuba, mientras emprendía una cruzada en América Latina y el Caribe para evitar el surgimiento de nuevos focos libertarios. Cuba sufrió todo tipo de agresiones armadas, biológicas, terroristas, radiales, televisivas, así como intentos de asesinatos de sus dirigentes, aislamiento diplomático y acciones económicas que desembocaron en un bloqueo. Al mismo tiempo, Washington implementó en América Latina y el Caribe una diversidad de acciones dirigidas a evitar o combatir cualquier esfuerzo que trastocara sus intereses regionales.
La Alianza para el Progreso; el fortalecimiento de los mecanismos interamericanos de control político bajo la sombrilla de la Organización de Estados Americanos (OEA); la dominación económica; las doctrinas militares de seguridad dictadas desde la Escuela de las Américas con su saldo terrorista; la prolongación de la guerra fría hacia la región y la intensificación de los asesinatos, estigmatización y persecución de los luchadores de izquierda; el enfrentamiento a los núcleos guerrilleros de liberación nacional; la guerra sucia contra procesos de lucha más avanzados como el de Chile, Nicaragua y El Salvador, el apoyo a las dictaduras militares y el Plan Cóndor ; intervenciones militares directas como la de Granada…, constituyeron algunas de las acciones que retardaron y quebraron, de manera general, las luchas por la segunda y definitiva independencia de América Latina y el Caribe. EE.UU., sin dudas, había aprendido la lección. Así transcurrió buena parte de la segunda mitad del siglo XX, cuyo colofón desalentador fue la caída de Muro de Berlín, símbolo de la derrota de un proyecto alternativo que aunque imperfecto, fue un baluarte simbólico, militar y económico para las luchas del Tercer Mundo. Sin embargo, en el hemisferio occidental, un pequeño faro desde el Caribe insular persistía. Cuba, cual Numancia irredenta, mantenía su decisión a seguir libre, a pesar de las carencias, consciente de sus razones y segura de su victoria. Gracias a la Revolución cubana vino una nueva ola.
La nueva ola y la segunda lección para EE.UU.

Ya
en los umbrales del siglo XXI, el jolgorio triunfalista en Washington se
tradujo en más neoliberalismo para América Latina y el Caribe y África, más
guerras para Asia y el Medio Oriente, y menos bienestar y más subordinación
política para Europa.
La
liberalización de los mercados y la consecuente penetración de las grandes
trasnacionales, acentuaron en Latinoamérica una desigualdad vergonzosa que
presagiaba prontas convulsiones políticas. El Caracazo en 1989, una revuelta
popular en la Venezuela neoliberal, ahogada con balas y gases lacrimógenos, con
un saldo de miles de muertos, tuvo en el hambre y en la indignación a sus
principales impulsores; y constituyó, a la postre, la primera evidencia de lo
que vendría.
Fidel
Castro fue el primero que avizoró lo que sucedería en América Latina. En una
entrevista concedida a Tomás Borge y publicada en 1992 bajo el título “Un grano
de maíz”, el líder de la Revolución cubana manifestó que “tendrá que venir, y
vendrá, otra ola progresista, otra ola revolucionaria, otra ola de cambio a
favor del hombre…” Y así fue.
En
ese mismo año, en medio de sucesivos y telúricos movimientos que presagiaban
terremotos sociales en la región, un militar de carrera, alimentado por las
ideas de Simón Bolívar y el ejemplo de dignidad que significaba Cuba, decidió
intentar la toma del poder por las armas y abrir un nuevo camino antineoliberal
y de refundación en Venezuela. Aunque fracasó en el intento, Hugo Chávez Frías
se convirtió en un líder popular indiscutible y llegó al gobierno en 1998 a
través de las urnas.
A
partir de ese momento, la correlación de fuerzas en la región se fue
transformando con los continuos triunfos, todos electorales, en Bolivia,
Brasil, Ecuador, Argentina, Uruguay, Paraguay, Nicaragua, El Salvador,
Honduras.
Las
fuerzas neoliberales y de derecha fueron arrinconadas, el proyecto de Área de
Libre Comercio para las Américas fue derrotado, mientras que se fortalecía una
tendencia integradora inédita en la región que abría los brazos también a la
Cuba socialista. Un proceso que cuajó en la Comunidad de Estados
Latinoamericanos y Caribeños y que puso en jaque la hegemonía de EE.UU.
Sin
embargo, Washington había aprendido esta nueva lección. Las torpezas
militaristas de la administración de George Bush, que evidenciaron un
“descuido” hacia América Latina, pronto fue corregido por el establishment
estadounidense que privilegió, en tiempos de crisis, un accionar más agudo y
doblemente efectivo con el fin de recuperar la región.
La acción armada directa y la injerencia descarada no eran ya métodos recomendables, por el momento. Se hizo necesario el refinamiento de viejas tácticas de guerra no convencional combinadas con una eficaz coordinación de las agencias e instituciones encargadas de hacer cumplir la política exterior de EE.UU. Se desarrolló una guerra más difícil y prolongada. Una guerra de amplio espectro capaz de coordinar, como nunca antes en la historia, las acciones políticas, diplomáticas, judiciales, paramilitares y terroristas, económicas, de inteligencia, periodísticas y mediático-culturales en su sentido más amplio.
La acción armada directa y la injerencia descarada no eran ya métodos recomendables, por el momento. Se hizo necesario el refinamiento de viejas tácticas de guerra no convencional combinadas con una eficaz coordinación de las agencias e instituciones encargadas de hacer cumplir la política exterior de EE.UU. Se desarrolló una guerra más difícil y prolongada. Una guerra de amplio espectro capaz de coordinar, como nunca antes en la historia, las acciones políticas, diplomáticas, judiciales, paramilitares y terroristas, económicas, de inteligencia, periodísticas y mediático-culturales en su sentido más amplio.

En
el caso de las acciones mediático-culturales y periodísticas, estas encontraron
terreno fértil tras años de neoliberalismo, concentración de la propiedad y
hegemonía cultural, situación que los procesos de cambio se vieron
imposibilitados de transformar en poco tiempo y en medio de constantes ataques.
A
esto se suman los adelantos tecnológicos de la era digital que acortaron
distancias y tiempos y se insertaron con facilidad en amplios sectores sociales
gracias a las políticas de inclusión implementadas por los nuevos gobiernos que
paradójicamente facilitaron un acceso más amplio a los contenidos enajenantes
de la industria del entretenimiento, el ocio y el consumo sin que existiera un
correlato cultural revolucionario de nuevo tipo capaz de acompañar los cambios
políticos que se sucedían.
Resultan
también novedosos los nuevos métodos de trabajo de las agencias de inteligencia
a través de redes de supuestas organizaciones no gubernamentales con infinidad
de camuflajes, encargadas de disociar el movimiento popular y social,
concentrarlo en reivindicaciones puntuales con el fin de alimentar la
desmovilización, incrementar las divisiones, fomentar los sistemas de valores
capitalistas y neoliberales y evitar un consenso social amplio y diverso.
Todo
fue y es parte de una ofensiva dirigida a socavar los procesos de cambio,
atacándolos por todos los flancos y haciendo énfasis en los puntos más
vulnerables de estos con un objetivo estratégico: recomponer la hegemonía
estadounidense en la región y desarticular el proceso integracionista.
Los
golpes en Honduras y Paraguay, eslabones más débiles tanto del ALBA como de
Unasur, constituyeron las primeras victorias de la ofensiva de la derecha y el
imperialismo. Venezuela, Argentina y Brasil, puntales de la integración, han sido
también blancos permanentes. Cuba es objeto de una nueva política con los
mismos objetivos, mientras que en países como Colombia y México, la izquierda
es golpeada constantemente para evitar cualquier repunte tanto en la punta de
lanza como en la retaguardia del imperialismo.
EE.UU.
aprendió la lección después de la victoria de Chávez en 1998. Y aunque no logró
revertir la ola revolucionaria del siglo XXI, tal y como hizo en la segunda
mitad del XX, sí ha logrado éxitos visibles y momentáneos con métodos
retardatarios capaces de torpedear los procesos que en estos 15 años muestran avances
indiscutibles. Toca a las fuerzas progresistas hacer su estudio, sacar
lecciones y renovar la lucha. Está demostrado que es posible la victoria.