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  4. El método Sheinbaum

El método Sheinbaum

  • Fuente: Diario Red
  • Autor: Leonardo Toledo Garibaldi
  • Hoy 19:36
  • 51 Visualizaciones

A un año de iniciadas las conferencias de Claudia Sheinbaum, La Mañanera del Pueblo marca una nueva etapa en la comunicación política mexicana: el tránsito de performance intuitivo a método. Heredera del formato instaurado por López Obrador, la conferencia presidencial se transforma, devuelve a los medios el reto de reconstruir su función crítica y analítica.

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  • El método Sheinbaum
    El método Sheinbaum.

Las conferencias mañaneras, instauradas por el expresidente López Obrador y continuadas por la presidenta Sheinbaum Pardo han modificado nuestra forma de consumir y de producir noticias.

Desde aquel 1º de diciembre de 2018 mucho ha cambiado en la relación medios con el gobierno y también en la relación consumidores de información con medios. La transformación continúa a toda prisa y es importante seguirle el paso. 

La mañanera de AMLO 

La mañanera de Andrés Manuel fue muchas cosas a la vez:

  • rendición de cuentas,
  • información directa desde la fuente,
  • talk show,
  • mesa de debate,
  • diálogo circular,
  • performance político,
  • clase de historia.

Más que un ejercicio informativo (que sí lo era) era una narración de y para la historia. Contaba anécdotas, citaba a Juárez, a Madero, a sus adversarios. Convertía datos en historias y cada historia en una lección cívica. En ese formato híbrido cabía todo: el humor, el enojo, la ironía, la anécdota doméstica, el recuerdo de infancia, la fábula bíblica. Era un espectáculo pero también una batalla permanente por la conversación. 

Cada palabra de López Obrador era una pieza de un relato mayor, una pedagogía política que buscaba educar a su audiencia sobre el funcionamiento del Estado, los valores cívicos y la épica de la transformación. Su verbo tenía la función de cohesionar y de explicar. En un país donde los presidentes habían hablado siempre desde el guión, desde el discurso prefabricado y engolado, desde el teleprompter, López Obrador improvisaba a partir de un libreto que conocía de memoria, gobernaba en vivo al llamar a escena a los responsables de cada obra, de cada acción, de cada secretaría. 

El resultado fue una maquinaria comunicacional sin precedentes. La mañanera reconfiguró el flujo informativo y, sobre todo, redefinió la relación entre el poder político y el poder mediático. El presidente ya no dependía de los medios como sucedió con su antecesor, sino que los medios dependían de él, una dependencia ya no basada en sobres llenos de dinero como en antaño, sino en acreditaciones e insumos para la nota. 

La nota nuestra de cada día salía de esa conferencia, que duraba exactamente lo que duraban los noticieros matutinos, que habían sido un duro frente de batalla del grupo saliente (el PRIAN) durante la campaña. Esa decisión de horario les dejó sin materia de trabajo. Fueron condenados a repetir la nota del día anterior y llenarse de anecdotario de perritos abandonados o esas historias de contenido humano conmovedor pero irrelevantes para la discusión pública. Las grandes empresas cambiaron a sus conductores estrella de sueldos millonarios por conductores y conductoras de menor gama y menos ceros en el cheque para cubrir esos espacios informativos incapacitados para dar cuenta de lo que en ese mismo momento sucedía. 

El resultado fue una maquinaria comunicacional sin precedentes

Otro dato no menor es que la gran maquinaria salinista de relación medios con gobierno federal y sus secretarías de Estado materializada en oficinas de comunicación social también fue desmantelada. Más que flujos de información ahí se cortaron enormes flujos de dinero público que los medios corporativos grandes y pequeños recibían a muchas manos. Desde la presidencia hasta la delegación más apartada del estado más pobre del país salían boletines de prensa y contratos de publicidad y capacitación.

Más que a la conferencia de prensa en sí, los empresarios de medios odiaban lo que representaba: una llave de dinero cerrada. Podían decir odiarla, pero aún así sus contenidos se alimentaban de ella. 

Antes de la mañanera de AMLO 

Pero la historia no empezó ese 1º de diciembre de 2018, sino antes. En las conferencias de prensa que el jefe de gobierno de la Ciudad de México en el período 2000-2005 (el mismo AMLO, pues) daba a las seis de la mañana. Ahí la necesidad era otra, la posición era otra. El horario determinaba la conversación aunque no la controlaba del todo. Pero le daba nota a tiempo para los noticieros matutinos e interpelaba al entonces presidente, Vicente Fox quien, astuto como era y es, caía en todas y cada una de las provocaciones y las puyas del jefe de gobierno, lo que los colocó en una posición de iguales en la narrativa mediática y determinó la candidatura presidencial de Andrés Manuel.

Al mismo tiempo, los habitantes de Ciudad Capital se enteraban de acciones y gestas locales que les llenaban de orgullo. Las encuestas de entonces le daban al gobernante local una aprobación del 92 por ciento. Luego vendría el berrinche de Fox con el desafuero y otra vez un gran manejo de medios y masas de AMLO, que sin embargo no impediría el fraude electoral de 2006. 

Pero la historia tampoco empezó ahí. (Aquí planteo una bifurcación que puede mirarse aislada o como un continuum). Unos meses antes, menos de un año, de la primer conferencia de AMLO como jefe de gobierno, en otro lugar del mundo fue lanzado un programa de televisión donde el presidente de un país de América Latina se presentaba ante su pueblo y explicaba acciones de gobierno, impartía clases de historia y civismo mientras se confrontaba verbalmente con sus adversarios. El programa era “Aló, presidente” y su conductor era el presidente de Venezuela, Hugo Chávez. Ese espacio se mantuvo al aire hasta poco antes de la muerte de Chávez. Tal vez, a la distancia, podríamos decir que a ese formato le hizo falta la parte de las preguntas de reporteros y el diálogo en vivo con representantes de la oposición, pero es otro país, otra historia, otras condiciones. 

Pero vámonos más atrás, porque la historia tampoco empezó ahí. Cien años (casi exactamente) antes de esa primera conferencia madrugadora del jefe de gobierno de la Ciudad de México, un presidente de otro país convocaba a su oficina a un pequeño grupo de periodistas para hacer la primera conferencia de prensa presidencial en la historia (tal vez). El personaje era Woodrow Wilson, vigésimo octavo presidente de los Estados Unidos de Norteamérica. El primer madatario que gobernaría por medio de los medios. Después de él, tal vez Roosevelt permitiría la transmisión de sus conferencias de prensa por radio. Luego Kennedy abriría el espacio a la televisión. Otro presidente demolió una piscina de la Casa Blanca para construir un salón destinado a la prensa y sus conferencias (aunque ese gesto no fue suficiente pues más adelante la misma prensa sería la encargada de removerlo del cargo). 

Un fracaso de gobierno y relaciones públicas verdaderamente histórico

Lo que quiero decir es que las conferencias de prensa y los espacios mediáticos donde los presidentes se presentan y dialogan no fueron un invento de AMLO para vengarse de sus enemigos o para su lucimiento personal o para todas esas cosas (hay una larga lista de planes macabros que se escondían detrás de la mañanera, planes que han sido descritos por analistas más avezados en las artes de adivinar lo que está oculto en la mente de otras personas, artes que, en lo personal, no manejo ni practico), sino que forman parte de una tradición de gobierno, principalmente en los gobiernos estadounidenses, Pero en esos más de cien años de conferencias de prensa (algunas muy lamentables, como las más recientes de Donald Trump) nunca han sido llamadas un peligro para la democracia, un espacio de exclusión de los otros, foros generadores de polarización y de discurso de odio, ni siquiera algún periodista se ha preguntado si siguen teniendo sentido, tal como lo hiciera el periodista Jorge Ramos en julio de 2021 en The New York Times respecto a la mañanera de AMLO.

De los que tenían mucho que ocultar y poco que informar. 

¿Por qué antes de AMLO no había conferencias de prensa presidenciales de forma regular? Tal vez porque no les gustaban, porque la transparencia estaba bien detrás de engorrosos trámites administrados por una burocracia millonaria pero autónoma, pero no frente a las cámaras. Esa reticencia, esa resistencia de los políticos mexicanos a dar conferencias de prensa no es gratuita. Tiene antecedentes históricos y razones perfectamente identificables. Las conferencias de prensa, en la historia política reciente de México, han sido vistas más como una trampa que como un instrumento de transparencia. 

Hay múltiples ejemplos de cómo estos ejercicios terminaron convertidos en auténticas pesadillas para funcionarios y mandatarios. La más recordada es, quizá, la conferencia que ofreció el Procurador General de la República durante el gobierno de Enrique Peña Nieto, tras los sucesos de Iguala y la desaparición de los estudiantes de Ayotzinapa. Aquella conferencia fue un desastre en todos los sentidos: informativo, político y comunicacional. Un ejemplo de cómo no responder ante la crisis, cómo no informar y cómo no enfrentar a la prensa. Un fracaso de gobierno y relaciones públicas verdaderamente histórico. 

El propio Peña Nieto, en sus contadas apariciones frente a medios fuera de entornos controlados, tampoco salió mejor librado. Cuando la conferencia no estaba cuidadosamente preparada —con reporteros afines, de la fuente presidencial, acostumbrados al trato preferencial—, el resultado era casi siempre un descalabro. La frase “ya sé que no aplauden” terminó por condensar ese divorcio entre el político y la prensa: la incomodidad mutua, la puesta en escena del poder frente a un público que ya no aplaudía. Esa incomodidad también se hace presente en el “déjenme les explico” de Zedillo, el “No pago para que me peguen” de López Portillo o el terrible “ni los veo ni los oigo” de Salinas. 

Más atrás en el tiempo, otra joya de incomodidad es la conferencia que ofreció Gustavo Díaz Ordaz ya como expresidente. Un episodio que sigue siendo un referente del desconcierto: no porque no supiera qué decir, sino porque tenía demasiado que callar. Aquella escena evidenció el verdadero problema de fondo: para buena parte de la clase política mexicana, presentarse ante la prensa significaba ponerse en evidencia. 

Por eso, con buena razón, los políticos priistas le temían a las conferencias de prensa. Las evitaban, las reducían a formatos controlados o directamente las reemplazaban con comunicados. En el fondo, lo que estaba en juego era el miedo al escrutinio, la incapacidad de sostener el relato frente a las preguntas. 

De las mañaneras de AMLO a La Mañanera del Pueblo 

Cuando Claudia Sheinbaum asumió la presidencia, heredó algo más que un formato. El podio desde el que se dicta la conferencia era una palestra, un ring de muchas peleas. La expectativa de medios y audiencias no era de información, sino de espectáculo. Cada mañana, el público —que en realidad eran los medios y sus audiencias— esperaba el mismo ritual: la confrontación, la ironía, la fábula política del día. Pero el perfil de Sheinbaum es otro: científica, metódica, no sólo con una relación distinta con el lenguaje y el escenario, sino con una serie de necesidades de gobierno muy diferentes. 

Ahí están esos otros analistas que hablarán de la psicología, de la personalidad profunda, del anhelo oculto y las comparativas especulantes. Lo que aquí hay es descripción de necesidades de gobierno y coyuntura política. 

La nueva conferencia, rebautizada como La Mañanera del Pueblo, dejó de ser palestra para convertirse en sala de conferencias. Un espacio coral donde los secretarios, subsecretarios y responsables de programas exponen resultados, presentan avances y responden preguntas limitadas al tema del día. La presidenta interviene al principio y al final, marcando el tono y los tiempos. La improvisación cede terreno al guión y al dato. Teatralmente se podría decir que hay más Stalisnavsky y un poco menos Meisner. 

Un elemento importante del aparente desmantelamiento del ring mañanero es que los adversarios políticos fueron derrotados no solamente en las urnas sino en la arena mediática. Invertir tiempo y esfuerzo en disputar la nota con las dirigencias del PRI o el PAN es ocioso y, además, muy sencillo. Resulta más retadora la batalla global de percepciones, el ejercicio de gobierno donde las peleas internas se presentan menos descarnadas y vulgares que como sus adversarios quisieran verlas.  

Los adversarios de la Cuarta Transformación están derrotados o desarticulados; el movimiento ya no es resistencia, sino gobierno. El conflicto principal es interno y poco mediático: eficiencia, coordinación, disciplina. Problemas que se resuelven con gestión y sin tantos discursos. 

El problema es que la rendición de cuentas basada en datos y método rara vez produce titulares. Pero detrás de esa sobriedad hay una necesidad de Estado: recuperar la normalidad institucional, después de un sexenio donde todo lo sólido se desvaneció en el aire mañanero. 

Por eso, la mañanera del pueblo funciona más como una junta ejecutiva que como un mitin. La presidenta la usa para supervisar a su gabinete en público, para alinear mensajes y para marcar prioridades. 

La transición del carisma al método no solo implica un cambio de estilo; implica una redefinición del poder

La consecuencia de ese cambio es doble. El espectáculo, el drama y el conflicto se reducen a su mínima expresión, pero con ello también las notas. Menos cobertura, menos peleas en Tuiter Mx derivadas de la conferencia, pero muchos más tiktoks internacionales sorprendidos por las habilidades de gobierno de la primera presidenta de México. 

El espacio cultural dentro de la conferencia —esas cápsulas sobre historia o ciencia que Sheinbaum ha intentado incorporar— tiene un efecto curioso: son intentos de humanizar un formato que, en su racionalidad, corre el riesgo de volverse inerte. Pero también son una forma de continuidad simbólica: un eco menor del maestro que hablaba de Juárez, pero desde otro tono, otro tiempo. Se mantiene la intención pero no se ha encontrado a alguien que siquiera se aproxime al carisma. 

La transición del carisma al método no solo implica un cambio de estilo; implica una redefinición del poder. Es como si se dijera que gobernar no es comunicar en sí sino administrar la abundancia de información (con los riesgos históricos que ello implica). 

El retorno de los medios 

El nuevo formato de la conferencia mañanera lo institucionaliza, le aporta reglas y formas. Eso permitirá que el espacio se sostenga independientemente de quién ocupe la presidencia. Si el o la sucesora de Claudia Sheinbaum tiene menos tablas o menos aceptación igual podrá mantenerse ese espacio, cada vez menos dependiente de un maestro o maestra de ceremonias en control total de la escena. Pero ello implica devolverle protagonismo a medios y periodistas. El acceso directo a la fuente seguirá ahí, pero los medios podrán reconstruir y plantear su propia agenda, recuperar temas y rearmar su función crítica. La ausencia de espectáculo multipistas presidencial obligará al periodismo a trabajar. Por supuesto (esto es más bien deseo que promesa) los viejos formatos no sobrevivirán. La lentitud de la televisión abierta en modificarse ha permitido el ascenso de nuevos espacios en la red. Noticieros innovadores aparecen y se irán reorganizando para atender nichos y segmentos. 

Los reporteros de la fuente deberán construir nota en lugar de insistir tercamente en protagonizarla. Sus ejercicios de gestión más que de requisición de información dejarán de tener audiencia cautiva en tanto esos nuevos noticieros limiten su exposición. Ya lo empezó a hacer Sinsonte de Canal Red y también varios nuevos espacios matutinos, no sin cierta perplejidad de sus audiencias acostumbradas al ritual, pero otros seguirán esa ruta.  

Insisto aquí: no es un regreso a la vieja normalidad, sino una reconfiguración de nuevos tiempos. Mientras la mañanera de López Obrador rompió la hegemonía mediática ahora estamos viendo la formalización de la conferencia. No es su papel ser medio, sino ser fuente. La transformación de la comunicación política mexicana sigue en construcción, en parte por la presidenta, en parte por medios y periodistas. 

Pero la historia no termina ahí, falta por ver qué camino tomará la comunicación global en esta antesala de la internacionalización del autoritarismo facho y falta también ver qué decidirá la audiencia, con sus clics, sus likes y su conversación. 

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