Un año después
El día 25 de noviembre fue un día normal. En la madrugada del 26, la noticia se regó como pólvora. Era un rumor distinto a todos los anteriores y la confirmación remató la certeza. Había muerto el que nos parecía desde niño inmortal.
Esa –esta- inmortalidad, nunca fue distante ni se apreciaba dominante. Más bien nos era familiar, como ese abuelo centro de la familia, el horcón, que todo niño cree que siempre estará ahí. Así era visto por la mayoría de un pueblo y el peso de su índice derecho, más que temido era esperado cual Midas guerrillero que trocaba el problema en solución.
Así lo veíamos, lo asumamos o no. Y en esa relación había un cariño extremo al punto de que nos veíamos con el derecho –y yo lo ejercí en mi minúsculo espacio- de reprocharle, criticarle, exigirle cualquier cosa, con absoluta libertad, esa que se siente cuando uno ama, está convencido y se considera parte de una gran familia.
“Coño Fidel, tienes que ser más breve, compadre”. Dije más de una vez. Y hoy, paradojas que tiene la vida, me veo buscando y leyendo discursos compuestos por decenas de cuartillas sin importar el tiempo. O aquel reproche casi nacional que con los años se extendía más y más, y probablemente hasta lo escuchaba en su oficina: “Caballo, cuídate”.
Aquella noche más que la noticia nos sorprendió un dolor distinto. Era un dolor sosegado, más no resignado, que fue mutando, con el paso de las horas, a una expresión de compromiso nacional extraordinaria, conmovedora, pero no sorprendente.
El ruido en el país palideció y el respeto abarcó la Nación, incluso más allá de las fronteras físicas. El duelo también trascendiendo cualquier decreto, a la postre casi innecesario, salvo para el indispensable orden institucional que se requería para encausar la despedida. Nadie se atrevió a romper el conmovedor silencio que arropó al país. El respeto abarcó a tirios y troyanos.
No conozco a un cubano en desacuerdo con su voluntad ajena a estatuas y bautizos homónimos. Para comprender tamaña dejadez por lo superfluo y esa voluntad alérgica a los honores que siempre tuvo, habría que vivir y sentir dentro de este pueblo para ser consciente de que Él no necesita una estatua para asegurar perpetuidad. Lo sabía. Lo sabemos todos. Con él se cumple, en Cuba, eso que se dice de otros: “Está en todas partes”.
Un año después, tengo en ocasiones la sincera impresión de que aún está ahí, poniendo su índice en el punto exacto; pendiente de desastres mayores, como el climático; o advirtiendo sobre aquellos a los que le juró guerra eterna. Tal vez esa sensación es una reacción anímica a un posible desamparo que no alcanzo a advertir, tal vez. Pero prefiero asumirlo como una alerta permanente frente al compromiso asumido con una idea que encarnó en Él y que nos viene del Apóstol.
El grito “Yo soy Fidel” retumbó en la Plaza, en su Plaza. La que reconfiguró para hacerla de la Revolución. Un año después sigo creyendo que más que un grito, esa frase se tiene que convertir en idea, en convicción profunda, bien enraizada, para que el rumbo de la Nación siga siendo fidelista, que quiere decir martiano y socialista. Un año después no hay dudas de que Fidel sigue aquí.
Así lo veíamos, lo asumamos o no. Y en esa relación había un cariño extremo al punto de que nos veíamos con el derecho –y yo lo ejercí en mi minúsculo espacio- de reprocharle, criticarle, exigirle cualquier cosa, con absoluta libertad, esa que se siente cuando uno ama, está convencido y se considera parte de una gran familia.
“Coño Fidel, tienes que ser más breve, compadre”. Dije más de una vez. Y hoy, paradojas que tiene la vida, me veo buscando y leyendo discursos compuestos por decenas de cuartillas sin importar el tiempo. O aquel reproche casi nacional que con los años se extendía más y más, y probablemente hasta lo escuchaba en su oficina: “Caballo, cuídate”.
Aquella noche más que la noticia nos sorprendió un dolor distinto. Era un dolor sosegado, más no resignado, que fue mutando, con el paso de las horas, a una expresión de compromiso nacional extraordinaria, conmovedora, pero no sorprendente.
El ruido en el país palideció y el respeto abarcó la Nación, incluso más allá de las fronteras físicas. El duelo también trascendiendo cualquier decreto, a la postre casi innecesario, salvo para el indispensable orden institucional que se requería para encausar la despedida. Nadie se atrevió a romper el conmovedor silencio que arropó al país. El respeto abarcó a tirios y troyanos.
No conozco a un cubano en desacuerdo con su voluntad ajena a estatuas y bautizos homónimos. Para comprender tamaña dejadez por lo superfluo y esa voluntad alérgica a los honores que siempre tuvo, habría que vivir y sentir dentro de este pueblo para ser consciente de que Él no necesita una estatua para asegurar perpetuidad. Lo sabía. Lo sabemos todos. Con él se cumple, en Cuba, eso que se dice de otros: “Está en todas partes”.
Un año después, tengo en ocasiones la sincera impresión de que aún está ahí, poniendo su índice en el punto exacto; pendiente de desastres mayores, como el climático; o advirtiendo sobre aquellos a los que le juró guerra eterna. Tal vez esa sensación es una reacción anímica a un posible desamparo que no alcanzo a advertir, tal vez. Pero prefiero asumirlo como una alerta permanente frente al compromiso asumido con una idea que encarnó en Él y que nos viene del Apóstol.
El grito “Yo soy Fidel” retumbó en la Plaza, en su Plaza. La que reconfiguró para hacerla de la Revolución. Un año después sigo creyendo que más que un grito, esa frase se tiene que convertir en idea, en convicción profunda, bien enraizada, para que el rumbo de la Nación siga siendo fidelista, que quiere decir martiano y socialista. Un año después no hay dudas de que Fidel sigue aquí.
Omar Rafael García Lazo
Al Mayadeen Español