El genocidio que no cesa en el corazón de África (Parte 1)
Esta es una serie de siete artículos que intenta facilitar la comprensión de una historia que se lleva exponiendo de manera fragmentada y descontextualizada durante décadas. Es importante que conozcamos este conflicto que ha dejado millones de víctimas inocentes y comprendamos que su sufrimiento está estrechamente relacionado con el sistema económico en el que unos vivimos y otros mueren, en un tablero estratégico en el que no somos actores, sino peones.
Fronteras delimitadas por sus riquezas
Geográficamente hablando, la región de los Grandes Lagos africanos, que abarcaría las regiones alrededor de los 7 grandes lagos del continente, tendría una forma más o menos vertical, pero políticamente hablando, es decir, hablando de los países que la componen, la región llega hasta el Atlántico, y tiene forma horizontal, debido a la forma y gran tamaño de la República Democrática del Congo.
Este país es el único del mundo cuyas fronteras fueron delimitadas literalmente por sus riquezas. La actual República Democrática del Congo, antes Zaire, no tiene nada que ver con los pueblos que componían el reino del Kongo previo a la colonización, sino con ese territorio mastodóntico que el rey de Bélgica Leopoldo II acaparó para su explotación a nivel personal, antes incluso de la famosa conferencia de Berlin, y que llamo, paradójicamente, Estado Libre del Congo.
La conferencia de Berlín, que comenzó en noviembre de 1884 y concluyó en febrero 1885, consistió en una serie de contactos, reuniones y acuerdos entre las potencias europeas, para repartirse África. En un principio, cuando el canciller Bismarck de Alemania contactó con Francia para organizar urgentemente dicha conferencia, su motivación fue competir con el rey belga, que llevaba ya mas de diez años explotando y apropiándose de ricas regiones en el África central, bajo la bandera de la filantropía. Muestra de ello es que en esos primeros contactos para convocar a las demás potencias, tal conferencia se llamaba la Conferencia del Congo, y no de Berlín.
Ya en 1876, el codicioso Leopoldo II había convocado una conferencia en Bruselas con exploradores, geólogos y otros aventureros y expertos tras la cual fundó la Association internationale africaine, AIA (su nombre completo era Asociación Internacional para la Exploración y Civilización de África Central). La conferencia y la fundación de la AIA fueron la conclusión de un plan cuidadosamente elaborado durante años por el monarca. Según desvela el investigador Agustín Velloso Santisteban en su libro ‘Cuando Franco se fue a la guerra del Congo’[1], Leopoldo se pasó el mes de marzo de 1862 en el archivo general de la Indias de Sevilla, leyendo archivos y «aprendiendo de dos siglos de explotación por parte de España de sus colonias en América», según contó a un amigo en una carta personal.
En la conferencia de Berlín, las demás potencias europeas, en pro de la concordia y buenas intenciones que predicaban, se vieron obligados a respetar lo que Leopoldo ya se había apropiado y explotaba desde hacía una década -como propiedad personal, no belga- Y sobre todo ante la habilidad “diplomática” del monarca, que antes de la conferencia de Berlín, había logrado, mediante acuerdos con el embajador estadounidense, el reconocimiento de la colonia por parte de Estados Unidos, que fue el primer país del mundo en reconocer El Estado Libre del Congo como propiedad personal de Leopoldo II. El monarca belga también había hecho concesiones y promesas a los franceses, con cuyo apoyo no necesitó más para ser el principal vencedor de la conferencia europea celebrada en Berlín en 1885.
Si observamos las fronteras de la RDC, se puede ver la lógica avariciosa de Leopoldo II, el Congo esta formado principalmente por la rica cuenca del río Congo, navegable, plagada de, además de agua y tierra inusitadamente fértil, entre otras riquezas, minas de oro, diamantes, marfil y una gigantesca selva tropical, lo cual significaba más caucho del que jamás un europeo podría soñar. Este rey hizo una fortuna con el caucho congoleño, la mayor demanda de los mercados internacionales en la época del desarrollo automovilístico, para hacer neumáticos. Las fronteras llegan a los lagos y su entorno rico en minerales, baja hasta lo que después se ha conocido como el cinturón del cobre, para hacerse con varias explotaciones de este mineral, y tiene salida al Atlántico, para facilitar el transporte y comercio de todas estas riquezas, cuya enumeración sería demasiado extensa para ser reproducida aquí. Esta explotación, que él promocionó como “civilizadora” y “en el nombre de Dios”, se llevó a cabo mediante la esclavitud de los pueblos locales, que se vieron diezmados por la brutalidad de los capataces del rey europeo, en 10 / 15 millones.
El gran valle del Rift
La riqueza del subsuelo de esta tierra, y también la fácil accesibilidad a los minerales, viene dada por el gran valle del Rift, una gran fractura geológica que va desde el mar rojo, hasta las montañas de la luna o Rwenzori, montañas que están entre los actuales Kivu Norte y Uganda. Al final de esa fractura, los minerales han emergido desde más profundidad y en una concentración superior a cualquier otro punto del planeta, según los geólogos y estudiosos de la época, asesores de Leopoldo II.
Pero no solo en esa época las riquezas del Congo han despertado la avaricia de los más crueles personajes y poderes mundiales, estas materias primas han estado siempre bien vigiladas por las potencias capitalistas que las necesitaban para su “desarrollo". Ya en 1892, el geólogo belga Jules Cornet, declaró que esta tierra era un «escándalo geológico»; en 1939 Albert Einstein advirtió al presidente norteamericano Roosevelt en una famosa carta que, si quería la bomba atómica solo para los Estados Unidos, mantuviese alejados a los alemanes de la mina congoleña de Shinkolobwe en el alto Katanga, de donde salió el uranio utilizado en las bombas que Estados Unidos lanzó sobre Hiroshima y Nagasaki, en agosto de 1945.
El uranio conocido por EEUU en sus investigaciones para obtener la bomba atómica, desde el final la primera guerra mundial 1914, era de una concentración del 1%. Pero el de la mina de Katanga era de una concentración del 75%. El gigante belga Union Minière era propietario de la mina y se lo vendía a EEUU en un plan ultra-secreto con la colaboración de Gran Bretaña. Ni siquiera está registrado el altísimo número de congoleños que murieron extrayendo este uranio, que después se almacenaba secretamente en la Staten Island de Nueva York, porque eran prácticamente esclavos (100 años después de la abolición oficial) que lo extraían con las manos desnudas.
El subsecretario de Estado para Asuntos Africanos con el presidente Clinton, Georges Moose, en 1993, declaró ante el Senado estadounidense, «debemos asegurar nuestro acceso a los inmensos recursos naturales de África […], no debemos seguir dejando Africa a los europeos. […] contiene el 78% de las reservas conocidas de cromo, el 89% del platino y el 59% de cobalto».
Un año después, en 1994, el difunto Secretario de Comercio del Departamento de Estado, Ron Brown, habló en este mismo sentido ante el gobierno de Bill Clinton: sobre no dejar Africa a los europeos y sobre la urgencia de privatizar la explotación de dichos recursos en favor de las compañías estadounidenses.
Hoy en día, según desveló Edward Snowden en 2016, la RDC es el país más vigilado de África por los servicios secretos británicos y estadounidenses.
Todos los ojos están puestos en sus riquezas. No solo para su explotación y saqueo, sino sobre todo para su control, Estados Unidos y sus aliados querían asegurarse cuanto antes de que nadie más tuviera acceso a esos recursos estratégicos, previendo la competencia económica que supondrían Rusia y sobre todo China.
Debido a la importancia capital de todas estas riquezas para el desarrollo del capitalismo, y la naturaleza depredadora de este sistema global, el Congo siempre ha estado “gobernado”, o mejor dicho, desgobernado por sus depredadores directamente o por los títeres de estos.
[1] Veloso, Agustín. Cuando Franco se fue a la guerra del Congo. Ed. La caída 2017. pp 14-15.