Nacionalismo de Cuba en centro de política agresiva de EEUU
El nacionalismo independiente de Cuba fue el motivo central de la política agresiva de Estados Unidos contra la isla, según estimó Ted Snider, licenciado en filosofía que escribe sobre el análisis de patrones en la política exterior y la historia de Estados Unidos.
Pese a que los presidentes de Estados Unidos estuvieron obsesionados con el líder cubano, Fidel Castro, no fue su miedo al comunismo los que los llevó a atacar a la Revolución Cubana, más bien, fue su miedo al nacionalismo independiente que caracterizó la política de La Habana desde el triunfo popular en 1959.
Las valoraciones, publicadas en el sitio original.antiwar.com, incursionan en la política de Washington hacia la isla y aseguran que el "virus" que podía "contagiar" no era el comunismo como sostienen hoy sectores conservadores estadounidenses que empeñan campañas y recursos para borrar del mapa la luz que representa Cuba para el movimiento progresista internacional.
Snider citó planteamientos del politólogo Noam Chomsky, según el cual “la obsesión de Estados Unidos con Castro no era un miedo al comunismo. Chomsky dice que los planes de Washington para el cambio de régimen en Cuba "fueron elaborados e implementados antes de que existiera una conexión rusa significativa," un paso que dio el gobierno encabezado por el líder cubano, Fidel Castro, para buscar una alternativa a la política de cerco que aplicó Washington para asfixiar a la naciente Revolución Cubana y vencer por hambre a su pueblo.
Diversos análisis coinciden en que lo que preocupó a los estadounidenses fue el valladar y ejemplo de Cuba para la aplicación en la región de la Doctrina Monroe, una ambigua teoría que se interpreta como “América para los americanos”, o sea todo el continente solo a los estadounidenses.
A finales de 1959 y principios de 1960, Fidel Castro inició una política de nacionalización y reforma agraria, algo que valoraciones plantean no era conveniente a los intereses estadounidenses y de la burguesía criolla que vivía y servía a los dictados de los vecinos del norte.
El nacionalismo y su compromiso con el cambio social de Fidel estaban destinados a entrar en conflicto con los intereses del gran capital yanqui en la isla, consideró en su valoración Snider.
Arthur Schlesinger se lo dijo al presidente John Kennedy de esta manera: el peligro de "la idea de Castro" se produce cuando "la distribución de la tierra y otras formas de riqueza nacional favorecen enormemente a las clases propietarias" y "los pobres y desfavorecidos, estimulados por el ejemplo de la revolución cubana”.
El nacionalismo, y no el comunismo, era el virus contagioso. En 1964, el Departamento de Estado dijo que "el principal peligro que enfrentamos en Castro es... que Castro representa un desafío exitoso a los EE.UU., una negación de toda nuestra política hemisférica”, sostuvo Sneider.
Desde el momento que Cuba introdujo sus primeras reformas agrarias en 1959, ocurrió el "punto de inflexión crítico", y en cuestión de semanas la destitución de Castro se convirtió en la política de Estados Unidos, según la valoración de Snider.
El nacionalismo siempre fue el virus cubano que Estados Unidos temía y no comenzó en 1960, enfatizó Snider, y subrayó que el maltrato hacia Cuba “estuvo motivado por el egoísmo, la codicia y el afán de mantener la tierra y los recursos cubanos lejos del pueblo cubano”, para favorecer a una variedad de empresas estadounidenses que “campeaban por su respecto” en la isla, y que hicieron de esta un “paraíso” vacacional para sus vecinos”.
Durante los años 30, Washington mantuvo una relación de cooperación con las élites nacionalistas latinoamericanas, incluidas las cubanas.
Fidel Castro bebía de las fuentes del nacionalismo cubano y, de hecho, su organización política era nacionalista y no marxista. Sin embargo, algunos cambios estructurales como el conflicto bipolar fueron determinantes en la desestabilización de los equilibrios políticos que se habían forjado en el país después de la Revolución de 1933.
Al mismo tiempo, el impacto de la Guerra Fría sobre la política exterior norteamericana fue un factor decisivo en condicionar la respuesta de Washington frente al nacionalismo revolucionario de Fidel Castro, el temor al “fantasma rojo”, estimulado por el macartismo, también fue una condiciónate de esa política.
Desde su independencia de España en 1898, Cuba vivió sometida a una humillante dependencia de Washington, hasta el punto de ser considerada su patio trasero, donde se mezclaron los intereses de la mafia italoamericana con grandes consorcios como la AT&T, Caterpillar y United Fruit Company, el mayor tierra teniente del país.
El historiador Arthur M. Schlesinger Jr., futuro asesor del gobierno de Kennedy, se llevó una penosa impresión de la capital caribeña durante una estancia en 1950, y apreció de primera mano como los hombres de negocios habían transformado la ciudad en un inmenso burdel, humillando a los cubanos con sus fajos de billetes y su actitud prepotente.
Cuba estaba por entonces en manos del dictador Fulgencio Batista, un hombre de escasos escrúpulos al que no le importaba robar ni dejar robar y por ejemplo, la compañía de telecomunicaciones estadounidense, la AT&T, le sobornó con un teléfono de plata bañado en oro. A cambio obtuvo el monopolio de las llamadas a larga distancia.
Para acabar con la corrupción generalizada y el autoritarismo, el Movimiento 26 de Julio protagonizó una rebelión que la tiranía de Batista, pese a la brutalidad de su política represiva, fue incapaz de sofocar aun contando con el abierto apoyo de Washington.
Entre la opinión pública norteamericana, Fidel disfrutó en un principio del estatus de héroe, en gran parte gracias a Herbert Matthews, antiguo corresponsal en la Guerra Civil española, que en 1957 consiguió entrevistarle. Matthews, según el historiador Hugh Thomas, transformó al jefe de los “barbudos” en una figura mítica, al presentarlo como un hombre generoso que luchaba por la democracia. De sus textos se desprendía una clara conclusión: Batista era el pasado y Fidel, el futuro.
La denominada “perla de las Antillas” constituía un desafío ideológico para Estados Unidos, pero también una amenaza económica. El gobierno cubano intervino empresas como Shell, Esso y Texaco, tras la negativa de estas a refinar petróleo soviético. Los norteamericanos acabarían despojados de todos sus intereses agrícolas, industriales y financieros. Las pérdidas fueron especialmente graves en el caso de los jefes del crimen organizado, que vieron desaparecer propiedades por un valor de cien millones de dólares, según recuentos de la época.
Como represalia, Eisenhower canceló la cuota de azúcar cubano que adquiría Estados Unidos. Fue una medida inútil, porque enseguida los soviéticos acordaron comprar un millón de toneladas en los siguientes cuatro años, además de apoyar a la revolución con créditos y suministros de petróleo y otras materias primas.
Desde la perspectiva estadounidense, estaba claro que la isla había ido a peor para sus intereses. Batista podía ser un tirano, pero al menos era un aliado. Fidel, en cambio, se convirtió en un enemigo peligroso. Lo cierto es que la Casa Blanca alentó desde el mismo triunfo de la revolución operaciones clandestinas para forzar un cambio de gobierno en La Habana, sin dar oportunidad a que fructificara la vía diplomática.
Todo esto ocurrió, en sus inicios, bajo el pretexto de que el nacionalismo cubano era un virus que llevaba a su país hacia el socialismo.
Al respecto, algunos definen esa corriente de pensamiento como un concepto de identidad experimentado colectivamente por miembros de un gobierno, una nación, una sociedad o un territorio en particular. Los nacionalistas se esfuerzan en crear o sustentar una nación basada en varias nociones de legitimación política, algo cierto si eso se traduce a la recuperación de recursos naturales y el control de la economía para beneficio de la mayoría desposeída.
En el caso de Cuba, considerada el lugar de veraneo de sus poderosos vecinos del norte, el nacionalismo que entiende Washington puede traducirse en el interés soberano de sus autoridades en que la mayoría de su pueblo alcance una dimensión como seres humanos, con acceso a la educación, a la salud, a la propiedad de la tierra, entre otros beneficios.
Ese es un ejemplo contrapuesto a los intereses y ambiciones de los señores del norte “revuelto y brutal”, como lo caracterizó el Apóstol cubano, José Martí, y que hoy se perfilan en los planes de rejuvenecer la Doctrina Monroe que pretende legitimar el concepto de América para los americanos, esos que están al norte del Rio Bravo, no los que luchan al sur, hasta la Patagonia, por ser dueños de sus destinos.
Algunos pensadores estiman que el nacionalismo es una ideología y un movimiento sociopolítico que se basa en un nivel superior de conciencia e identificación con la realidad y la historia de una nación.
Para el Padre Félix Varela, un presbítero de gran impacto en la formación del nacionalismo cubano, “todas las ventajas económicas y políticas están a favor de la revolución hecha exclusivamente por los de casa, y hacen que deba preferirse a la que pueda practicarse con el auxilio extranjero”, algo que traído a la actualidad es respuesta a los planes estadounidenses de revertir el proceso revolucionario acogido por los cubanos desde 1959, bajo la guía de Fidel, y que ahora centran las campañas mediáticas y de desestabilización financiadas y organizadas desde el norte.