Lula da Silva vuelve para reconstruir Brasil
En este artículo el autor analiza el contexto histórico y político en que se van a celebrar las elecciones presidenciales en Brasil el próximo 2 de octubre.
La tragedia política mas reciente de Brasil empezó en 2016 tras un golpe parlamentario que interrumpió el mandato popular de la presidenta Dilma Rousseff y se completó con el tosco montaje llamado operación Lava Jato, urdida por el poder judicial y policial para condenar y detener a Lula da Silva sin pruebas, impidiéndole así concurrir a las elecciones presidenciales de 2018, lo que le valió al ultraderechista Jair Bolsonaro para llegar a la presidencia del país. El guión salió tal y como lo habían planeado las élites brasileñas, con el beneplácito del hermano del Norte, por supuesto. Sin embargo, con el profundo deterioro del país en los últimos cuatro años, las cosas han cambiado. Además, el 9 de noviembre de 2019 la Corte Suprema brasileña autorizó la salida de la cárcel del ex presidente Lula da Silva, después de 580 días de encierro, y reconoció la parcialidad del juez del caso. Ya son 26 procesos en que el ex presidente sale victorioso en los tribunales superiores del país.
La estrategia de tierra quemada aplicada por los partidos tradicionales conservadores contra el Partido dos Trabalhadores (PT) provocó el tsunami electoral de 2018. Paradójicamente, estos partidos, que buscaban beneficiarse de la rotura de las reglas del juego democrático, han sido los más perjudicados, al ser inesperadamente desplazados por esa ultraderecha religiosa que jamás antes en democracia había gobernado el país. El actual presidente, Jair Bolsonaro, es tan solo el corolario de un terrible proceso de destrucción del país a todos los niveles: político, institucional, económico y social. Es el fruto de la estrategia política del odio, aplicada por los medios de comunicación tradicionales y las redes sociales, y patrocinada por importantes empresarios del país (con el apoyo abierto de la patronal de la industria – FIESP) y con la connivencia todos los poderes de la República. De todo esto ha derivado la incapacidad, aún hoy, de la derecha política tradicional, liderada por el partido del ex presidente Cardoso (PSDB), para construir una alternativa viable de gobierno ni siquiera en el poderoso estado de São Paulo, donde gobierna desde hace más de tres décadas, y hoy está en la tercera posición en intención de voto. En el escenario político han quedado sólo la extrema derecha militar-evangélica por un lado, y el PT y sus aliados (bien a la izquierda o bien al centro) por el otro. Así, tras el golpe de 2016 los políticos ultras se convirtieron en la mayor amenaza para las instituciones democráticas del país, siendo fieles representantes, en la forma y en el fondo, del trumpismo en el país más grande de América del Sur.
La total ineptitud para la gestión pública del presidente Bolsonaro y su clan familiar ha sido evidente desde su llegada al poder. Hubo momentos en que hasta los partidos aliados y el mercado financiero han sembrado dudas sobre la viabilidad de su continuidad al frente del ejecutivo por su evidente falta de preparación para el cargo. En el último período el gobierno se sostiene gracias al silencio connivente del sistema financiero, al gran acuerdo espurio con el parlamento (el llamado presupuesto secreto) y a la presencia de militares de alto rango en los puestos más altos del ejecutivo. No es este el lugar para enumerar todos los despropósitos de Bolsonaro durante esa legislatura, pero sin duda el símbolo de su incapacidad es la gestión desastrosa de la covid-19: a pesar de los frecuentes bandazos, incluidos cuatro cambios de ministro de sanidad en plena crisis, la pandemia se ha cobrado más de 680 mil vidas en Brasil, solo por detrás de EEUU. Por último, las alarmas se han dispararon recientemente entre esos mismos medios liberales y de derecha del país que en 2018 no tuvieron ningún reparo en apoyar al ex militar, oriundo de las profundidades del crimen organizado de Rio de Janeiro. La causa son las continuas amenazas de Bolsonaro al Supremo Tribunal Federal, el Tribunal Superior Electoral y la urna electrónica.
Esta última, vigente desde las elecciones de 1996, es un sistema de recuento del voto elogiado por todos los interlocutores políticos, fuera y dentro del país, salvo el presidente y sus subordinados. Más de una vez, el presidente, sus apoyadores y el ejército han amenazado las instituciones públicas del Estado. Basta recordar la frase del diputado Eduardo Bolsonaro (hijo del presidente), cuando dijo que sólo hacia falta un soldado y un cabo para cerrar el Supremo; cuando el general retirado Villas-Boas, alma mater del ala militar del gobierno, vertió veladas amenazas al mismo Supremo si se concedía un habeas corpus liberatorio a Lula da Silva cuando ese estaba detenido por una operación de lawfare dirigida por los cachorros del departamento de Estado americano dentro del poder judicial brasileño.
El último 23 de septiembre el magistrado del Supremo Alexandre de Morães ordenó el registro en la dirección de ocho importantes empresarios brasileños que defendía abiertamente el golpe estado en el caso de que Lula da Silva salga vencedor en las elecciones del próximo 2 de octubre. Morães cree que estos millonarios están directamente ligados a la financiación de los actos antidemocráticos alentados por Bolsonaro que se multiplican por el país. El último 7 de septiembre, la fiesta de la independencia, ha sido usado como pantalla para los que los grupos ultras contesten el proceso electoral. Ese terrible proceso de degradación del país en todos los niveles: político, institucional, económico y social, aliado a una estrategia de violencia política (recientemente apoyadores de Bolsonaro han matado a dos militantes del PT), ha llevado a la sociedad civil salir en defensa del proceso electoral. Por eso, a falta de pocos días de las elecciones presidenciales, diversas organizaciones de la sociedad civil han recogido más de un millón de firmas a favor de la democracia y en contra la amenaza de golpe aireado por actual jefe del ejecutivo.
Para alejar definitivamente a los militares y los grupos de extrema derecha del gobierno del país, el ex presidente Lula da Silva ha decidido montar una coalición de partidos con un amplio espectro político que va desde la izquierda al centro. Con su estilo pragmático, el ex presidente es consciente de que no basta ganar; necesita también estabilidad política para enfrentar la casi segura contestación de los resultados en las urnas. Por eso, ha querido esta vez traer a su campo a diferentes grupos políticos, aunque estén en las antípodas de la ideología del PT. Lo que los une es la defensa del estado democrático y el respeto a las reglas del juego marcadas por la constitución federal. La tarea no es fácil. Aunque las ultimas encuestas le dan una ventaja de más de 10 puntos porcentuales sobre el actual presidente de la república, Lula da Silva sabe de lo decisivo que son las fake news en internet, producidas desde el llamado despacho del odio, controlado por Carlos Bolsonaro (otro hijo del presidente). De hecho, la avalancha de noticias falsas en las redes sociales, fueron en 2018 las grandes responsables por la victoria del actual presidente sobre el candidato del PT (Fernando Haddad). Para pararlo, la estrategia es movilización popular en defensa de la democracia y justicia social, cosa que sólo Lula da Silva es capaz de crear entre los sectores que le apoyan.
Desde hace más de dos años todos saben que en Brasil no hay otra posibilidad de derrotar la extrema derecha que no sea con Lula da Silva. Aún así, las élites se han aventurado con la llamada tercera vía, con más de 10 nombres de diferentes posibles candidatos a presidente, quienes pese al apoyo mediático no han podido obtener el apoyo popular suficiente para llegar a las elecciones con opciones de ganar, y la mayoría han quedado por el camino. Fueron probando desde el ex ministro de Justicia Sergio Moro que lideró el proceso fraudulento de persecución al ex presidente, hasta el presentador televisivo Luciano Huck. Actualmente solo quedan tres candidatos de la llamada tercera vía: Ciro Gomes del PDT, con una intención de voto del 7 or ciento; Simone Tebet del PMDB, con un 3 por ciento; y Soraya Thronicke del Unión Brasil, con menos del 1 porciento.
Pese a sus 76 años, las izquierdas han acudido otra vez a Lula da Silva casi a la desesperada, porque de lo contrario Bolsonaro ganaría estas elecciones sin rival. De hecho, después de la derrota de Donald Trump la extrema derecha mundial juega todas sus cartas en Brasil, porque saben la importancia de mantener ese gobierno como modelo en la esfera internacional. Los medios de comunicaciones tradicionales, las elites y el mercado financiero, como siempre desprecian al PT, pero están esperando el desenlace del día 2 de octubre para empezar definitivamente tomar posición en el tablero político brasileño.
Todos los liberales que hoy se lamentan de las amenazas antidemocráticas del actual presidente, fueron los que promovieron el caos desde 2016: primero con el patrocinio al golpe contra Rousseff, luego con la criminalización del PT y por fin, las presiones para encarcelar Lula da Silva. Ahora ha llegado la hora de la verdad y saben que seguramente van a perder. Saben que no hay más remedio que aceptar un casi seguro nuevo mandato de Lula da Silva, con todo lo que eso podrá suponer en términos simbólicos para Brasil. Con el golpe contra Rousseff y la detención de Lula da Silva, las elites brasileñas pavimentaron el terreno para la llegada la extrema derecha. Para la élite del país, el deterioro de la convivencia civil entre los ciudadanos era una pequeña factura que la sociedad tenía que pagar con tal de sacar el PT del poder para siempre. Sin embargo, los hechos han superado sus planes, por fin se han dado cuenta que no podrían impedir la vuelta de Lula da Silva, y no han podido mantenerle encarcelado arbitrariamente por más tiempo.
Lula da Silva es hoy imbatible en la preferencia del electorado, porque en el imaginario popular todavía queda viva la etapa en que en el gobierno del país creó un entramado de servicios públicos que jamás había existido antes en Brasil. Fueron los años en que la política externa era dirigida a fortalecer la soberanía del país y la interna a eliminar las desigualdades. Sin duda, no se puede albergar ingenuidades de que las mismas fuerzas que desde la época de la colonización conspiran contra el pueblo, no intenten otra vez derribar el casi cierto gobierno popular que seguramente se estrenará el primero de enero de 2023. La tradición golpista de la élite brasileña así lo hace esperar. En la historia reciente está aún muy presente el dramático golpe militar contra João Gulart, la destitución arbitraria contra Dilma Rousseff y las diferentes conspiraciones en contra de Lula da Silva. Es cuestión de tiempo que lo vuelvan a probar contra el gobierno de izquierdas que casi seguramente saldrá de las urnas el próximo mes de octubre.
En cualquier caso, el peor de los escenarios es que el retorno de Lula da Silva solo valdría para poner la casa en orden. Colocar a Brasil en la situación en que estaba hace seis años ya supondría un reto notable. Sin embargo, la gran ambición es devolver a Brasil la respetabilidad perdida en los organismos internacionales en la defensa de la paz y justicia social, el multilateralismo, los acuerdos contra el cambio climático, la defensa de la Amazonia y los pueblos originarios y la intransigente defensa de los procesos democráticos.
Aunque sea cierto que la dimensión de estos retos no se lo pone fácil a un hombre de 76 años de edad, no había otra alternativa posible para neutralizar la fuerza de la extrema derecha. De momento, la izquierda brasileña alberga la esperanza de poder alejar del poder al patético aprendiz de dictador y Lula da Silva además ambiciona centrar sus esfuerzos en su obsesión de sacar otra vez a Brasil del mapa del hambre, gracias a sus credenciales de negociador y a su experiencia anterior (en los 8 años de su gobierno más de 20 millones brasileños superaron el umbral de la pobreza, según datos de Naciones Unidas). Aunque esa vez Lula da Silva lo tenga más difícil, en estos tiempos confusos de inestabilidad internacional seguramente él tiene la certeza de que por lo menos en América Latina, gobernantes como Boric, Arce, López Obrador y Petro le están esperando para construir un frente común en defensa de los mismos valores.