A propósito del monumento a Fidel
La autora narra la estrecha complicidad y el valor de los afectos que distinguieron siempre la relación del líder de la Revolución cubana con los pueblos de Rusia, desde el primer intercambio en directo.
Hará pronto 60 años de la primera visita de Fidel al enorme país -nación de naciones sería más adecuado decir para hablar de la URSS- que llegó a ser inspiración y apoyo fundamental para los grandes sueños de emancipación y desarrollo de los revolucionarios cubanos, con él al frente.
La dimensión de aquellos sueños podría calcularse por el espacio de tiempo que permaneció allí el líder de una revolución que recién comenzaba a desatarse como obra de transformación social.
Se habla de 40 días (aunque son menos los que corren entre el 27 de abril que llegó por Múskman y el 3 de junio que regresó a La Habana), pero es un hecho que ningún otro estadista, antes o después, pasó más días recorriendo el gran país de norte a sur y de oeste a este.
Y quien haya conocido personalmente al Comandante en Jefe de la Revolución cubana, sabe que poseía una capacidad asombrosa de descifrar los hechos desde los detalles, de manera que no es difícil imaginarlo intentando absorber las esencias de aquel proceso que cambió drásticamente la Historia y los paradigmas políticos de todo el planeta.
Basta leer algunos de sus textos para aquilatar su admiración absoluta por la epopeya que dio todo el poder a los explotados sobre sus explotadores y con descomunales esfuerzos y sacrificios, logró levantar una gran potencia, capaz de vencer las múltiples guerras que le hicieron sus adversarios, una de las cuales no sólo ganó, sino que lo hizo, salvando a la Humanidad del terrible avance del fascismo, que había sido estimulado por las potencias occidentales para destruir los impresionantes avances del socialismo y su creciente influencia mundial.
Según contó más de una vez el inolvidable Nikolai Leónov, quien fuera primer y gran amigo de Fidel, Raúl y Che, desde los tiempos en que organizaban la lucha revolucionaria, aquella primera visita, en la que hizo de traductor de Fidel, tuvo una trascendencia histórica mundial, no sólo por los días que pasó el joven líder cubano (que aún no había cumplido 37 años) recorriendo la gran nación de naciones, sino por los honores y reconocimientos que recibió al ser condecorado con la Medalla de Oro y la Orden Lenin, en el grado de Héroe de la URSS, “honor raras veces concedido a un extranjero” y recibir el Doctor Honoris Causa de la prestigiosa universidad Lomonósov, de Moscú, por sus aportes a la Ciencia Política. Visionario reconocimiento.
Cuando se revisan las fotografías de aquella visita, impresionan las multitudes que salían a saludar a la comitiva cubana, los lugares impensados hasta donde escalaban las personas para ver y oír a Fidel, incluso arriesgándose a una caída. Desde árboles, balcones o cualquier sitio de acceso visual, se ven hombres y mujeres de una época y una tradición heroicas, saludar con visible emoción al héroe del Caribe, cuando sólo habían transcurridos meses de la Crisis de Octubre, por cuya solución en falso, el joven revolucionario había cuestionado en los más fuertes términos al liderazgo soviético.
“Donde quiera que estuviera Fidel lo recibía la gente con un entusiasmo y una simpatía que nunca yo he visto”, declaró a PL, hace sólo unos años, el ya fallecido Leonov, quien solía emocionarse mucho recordándolo.
Frente al monumento a Fidel que acaban de inaugurar en Moscú los presidentes Putin y Díaz Canel, pensaba en el valor de los afectos que distinguieron siempre la relación del líder de la Revolución cubana con los pueblos de Rusia, desde el primer intercambio en directo.
Los afectos, los agarres del alma, la espiritualidad en todas sus dimensiones, son fuerzas que raramente mencionamos en Cuba al hablar de los líderes vivos o muertos (aunque José Martí sí lo hizo muchas veces), algo que deja incompletas piezas fundamentales del ser humano que se pretende exaltar.
En el caso de la nueva estatua, que eterniza en una sola imagen muchos perfiles de Fidel (el de la Sierra, el de Girón, el que salía a enfrentar los ciclones..) , no es posible mirarla sin recordar el último deseo del líder revolucionario.
Su voluntad de no ser eternizado en monumentos ni estatuas, algo que se hizo ley para Cuba, pero no puede legislarse para otros países donde hoy mismo cientos sino miles de seguidores de sus ideas, buscan un lugar donde recordarlo.
¿Acaso no les dejó él mismo su particular homenaje a ellos (en este caso el pueblo ruso) en decenas de declaraciones, discursos, reflexiones, donde siempre distinguió con las palabras más altas al noble y heroico pueblo que encabezó la Revolución de Octubre y es parte fundamental de la más grande epopeya humana: la Gran Guerra Patria y la derrota del fascismo?
Rusia enfrenta hoy colosales desafíos, cercos y campañas mediáticas que Cuba sufre hace más de 60 años, pero es imposible pensar en ellas y olvidar que durante la mitad de ese tiempo (30 años casi exactos) los castigos a la Isla se aliviaron con la colaboración del mismo pueblo que acaba de honrar a Fidel, en una Rusia que no es ya la Unión Soviética, pero conserva valores humanos y de justicia muy fuertes, aunque se haya pretendido borrarlo durante el período post soviético.
El monumento a Fidel es justamente una expresión de cuánto de vida tienen los ideales humanistas que lo convirtieron en líder del pueblo. Del pueblo cubano y de otros pueblos que se identificaron enseguida con los sueños de aquel que un día inflamó los suyos con las hazañas soviéticas.
“No importa lo que digan los imperialistas, no importan sus calumnias, no importan sus mentiras. Nosotros sabemos lo que son las calumnias de los imperialistas porque las han empleado mucho contra nosotros. Pero, ¡no importa!, esas calumnias se estrellarán contra la realidad”.
Parecía que hablaba pensando en lo que dirían tantos años después los adversarios sobre el acto en el distrito Sókol y la alianza de los dos presidentes de generaciones distintas, de Rusia y de Cuba, que develaron su estatua.