Ucrania, el plato rico de los Estados Unidos
La guerra deseada por Estados Unidos ha logrado su principal resultado: el bloqueo de la asociación comercial entre Rusia y Europa, el fin de los suministros energéticos que permitían el desarrollo de los países de la UE, el cese de las actividades financieras y la ruptura de las relaciones políticas.
Las negociaciones para un alto el fuego en Ucrania no parecen estar ni a punto de nacer, pero de hecho todo el mundo sabe que desde hace tiempo Estados Unidos, ante la insostenibilidad militar y financiera del enfrentamiento entre Ucrania y Rusia, ha dado luz verde a la CIA para iniciar negociaciones con diversas mediaciones, última de ellas la de India.
¿Hay motivos para confiar en la apertura de negociaciones? Todo el sistema político y mediático apuesta por su impracticabilidad, aunque en algunos momentos lúcidos vea su improbabilidad, dado que Kiev está al límite y las finanzas europeas aún más. En apoyo decisivo de una hipótesis que desearía ver el final de la guerra en abril, llegan ahora noticias de absoluto interés.
El mayor fondo de cobertura del mundo, Blackrock, cuyo peso viene dado por el volumen de su negocio (ocho billones de dólares en cartera) y su reconocida influencia en la política estadounidense, trabaja en la recaudación de fondos para la reconstrucción de Ucrania tras la guerra. Las estimaciones más modestas para levantar el país ascienden a 350 mil millones de dólares, mientras que las más elevadas llegan al billón.
Para Blackrock, sería una de las operaciones más colosales de esta década y, ante esta perspectiva, no hay bengala ideológica estadounidense que se le resista.
Si esto llegara a ocurrir, representaría una nueva aplicación sobre el terreno de la estrategia de «golpear y aterrorizar», que más tarde se convertiría en «destruir y reconstruir», iniciada con la primera guerra de Irak. La estrategia pasa por la destrucción de los países hostiles a Washington, lo que no sólo le libra de los adversarios políticos que cuestionan su legitimidad para dominar el mundo a su sola conveniencia, sino que produce primero un gran beneficio para la industria bélica, volante central de la economía estadounidense, y luego un negocio igualmente grande para la reconstrucción de lo anteriormente destruido.
De hecho, el fin de las hostilidades siempre se cierra con un acuerdo que favorece a las empresas mineras y constructoras estadounidenses, a los que luego se añaden jugosos contratos que el Pentágono firma con las empresas mercenarias encargadas de vigilar al personal civil y diplomático estadounidense durante los años de reconstrucción. Los sepultureros se convierten en médicos: el TNT de ayer se convierte en el cemento de mañana.
La estrategia de «destruir y reconstruir» es, por tanto, portadora de grandes éxitos económicos, además de geopolíticos, para Estados Unidos, y está precisamente vinculada a los éxitos militares de Washington. De hecho, sólo ha fracasado en Afganistán y Siria, donde Estados Unidos ha hecho un desastre y ha sembrado el campo de minas y fugitivos. En Kabul fueron literalmente expulsados por unos miles de hombres en zapatillas y turbantes, y no le ha ido bien en Damasco donde – ayudados por Irán y Hizbullah, además de por los sirios – los rusos intervinieron y cambiaron la dinámica de la guerra, desbaratando a Daesh y a toda la OTAN. Ahora los EE.UU siguen robando petróleo a Siria, por fielidad a su principal característica.
Los bolsillos llenos de los mismos de siempre
Política, económica y militarmente, Estados Unidos no saldrá de Ucrania de todos modos. Monsanto (ahora Bayern) seguirá siendo el propietario de la enorme cuota de tierra ucraniana obtenida prácticamente gratis. Hubo propaganda sobre el impacto que la ausencia de trigo ucraniano en el mercado tendría en la crisis alimentaria africana, pero se trataba de fake news colosales. Las cosechas ucranianas se destinan en un 95 por ciento a Europa, y sólo un cinco por ciento a África. De lo contrario no se hubiera escuchado nada ni nadie alarmandose.
La adquisición de tierras cultivables fue sencilla, desde luego no un noble recuerdo para la soberanía ucraniana. Monsanto se hizo con las tierras, los derechos de explotación e incluso con la financiación internacional para la producción, que Ucrania exigió y los estadounidenses cobraron. Según una pregunta parlamentaria de Die Linke en el Bundestag, hubo una línea de crédito de 17 mil millones de dólares concedida a Ucrania en 2014 por instituciones financieras internacionales lideradas por el Fondo Monetario Internacional y el dinero se destinò por Kiev para reanudar los cultivos. Si las acusaciones de Die Linke fueran ciertas, nos encontraríamos ante la paradoja de un gobierno que recibe fondos que luego entrega a empresas extranjeras para que acaparen tierras en su país.
Lo mismo puede decirse de los 37 laboratorios biológicos para la guerra bacteriológica, abiertos y gestionados por el ejército estadounidense en territorio ucraniano. Según el Kremlin, el Pentágono ha financiado la modernización de al menos sesenta laboratorios biológicos secretos a lo largo de las fronteras china y rusa, y el Ministerio de Asuntos Exteriores chino afirma disponer de datos que demuestran que Washington tiene bajo su control 336 laboratorios en 30 Estados fuera de la jurisdicción nacional.
Recordemos que los experimentos de ganancia de función, es decir, los estudios para modificar genéticamente un virus animal con el fin de convertirlo en un patógeno que pueda transmitirse de humano a humano, están prohibidos en Estados Unidos desde 2014. En esto Ucrania es un nido de cuco: para los estadounidenses los resultados de los experimentos, para los ucranianos los riesgos de una posible contaminación.
Los laboratorios seguirán firmemente en manos estadounidenses, al igual que Estados Unidos será el mayor acreedor de Ucrania, que tendrá que pasarse la eternidad pagando su deuda con Washington por los suministros de armas, que todo el mundo pretende creer que son ayudas cuando en realidad son contratos de venta.
Tendrán que renunciar, tal vez, a las ricas minas del Donbass y a los negocios relacionados de Hunter Biden, que se irá a fumar crack a otra parte. Después de todo, el poder de interdicción del presidente Biden ya no será lo que era; las elecciones de mitad de mandato y su avanzada demencia le relegan ahora a un papel meramente representativo. La misma ridícula ceremonia de Zelensky en el Congreso, con el júbilo de los congresistas demócratas caducados y la presencia de sólo 70 de los 238 senadores republicanos, fue en cierto modo el canto del cisne de Biden más que el comienzo de una nueva era. Las payasadas sobre la amenaza rusa sirvieron principalmente para apoyar el enorme aumento del presupuesto para gastos militares hasta la estratosférica suma de 858 mil millones de dólares (¡incluso 45 mil millones más de lo que había solicitado la Casa Blanca!), un récord absoluto en la historia de Estados Unidos que indica la próxima guerra contra China.
Tal aumento presupuestario también parece ignorar los resultados de una auditoría interna, que revela que el Pentágono no sabe adónde fueron a parar seis 500 millones de dólares, aproximadamente el 40 por ciento de su presupuesto. Dinero de los ciudadanos «desaparecido en combate».
Y si el lobby armamentístico está satisfecho, el lobby petrolero también lo estará. La guerra deseada por Estados Unidos ha logrado su principal resultado: el bloqueo de la asociación comercial entre Rusia y Europa, el fin de los suministros energéticos que permitían el desarrollo de los países de la UE, el cese de las actividades financieras y la ruptura de las relaciones políticas se han dado. La dependencia europea de Rusia se convirtió en dependencia de Estados Unidos y su gas licuado, de baja cantidad, menor calidad y mayor precio.
Firmar la paz y seguir con la guerra
En este momento, continuar la guerra tal y como está no tendría sentido, ya se han conseguido los resultados deseados. Moscú está lejos de Occidente y cada vez más anclada en Oriente. La presión militar de la OTAN sobre Rusia seguiría siendo alta, e incluso si los acuerdos de paz incluyeran Crimea y Donbás como territorios rusos, el resultado sería poner otros 300 kilómetros, muy útiles, entre Moscú y la línea del frente ucraniano. El adiós anunciado de Kiev a la OTAN podría ser sustituido por el abrazo mortal de la UE, de modo que los dramas sociales y los costes del restablecimiento de la economía ucraniana correrían a cargo de los europeos.
Continuar una guerra convencional supondría una enorme carga para Washington y Bruselas, sin ninguna posibilidad de victoria sobre el terreno. Por otro lado, entrenar, armar y financiar a los grupos neonazis encargados de continuar las acciones militares, incluso después de alcanzar un acuerdo de paz, costaría poco y rendiría mucho. Un poco como lo que se puso en marcha de 2014 a 2022 con los Acuerdos de Minsk, cuyo cumplimiento fue una tomadura de pelo, solo sirvió para ganar tiempo para construir el ejército ucraniano, como confesó cándidamente Angela Merkel.
En los cerebros del Pentágono y de Langley se contempla un escenario en el que Ucrania se reduzca significativamente de tamaño, creando así una corriente político-militar que no reconozca los acuerdos y opte por la vía del conflicto. Esto crearía un modelo de guerra de guerrillas permanente como el de los muyahidines afganos y los chechenos, que mantuvieron a Moscú comprometido militarmente durante años, sin otro propósito que debilitarlo y ponerlo en condiciones de desviar los recursos de la industria bélica orientandolo a la guerra de baja intensidad, en lugar de la guerra convencional y nuclear que preocupa a Estados Unidos y la UE.
Porque, como siempre ocurre tras un conflicto de raíces profundas, la paz no implica apaciguamiento. Sobre todo si los patrocinadores de la guerra siguen avivando las llamas del terror.