"Israel" bombardea Beirut, preludio de la invasión a Líbano
El gobierno del primer ministro israelí, Menajen Begin había lanzado el 6 de junio de 1982 la aplastante “Operación Paz para Galilea”, con el anunciado propósito de desalojar a las guerrillas palestinas del sur libanés.
El Mercedes Benz negro del embajador, conducido por Ramón, un chófer con varios años de trabajo en Líbano, avanzaba dando cortes a derecha e izquierda. Por momentos frenaba de golpe. Poco a poco eludía las trincheras cavadas en las calles, los huecos abiertos por los obuses y morteros, los parapetos levantados con sacos de arena, zanjas, charcos, escombros y cristales que crujían al paso del auto.
El sol comenzaba a levantarse frente a nosotros en aquella soleada mañana otoñal de 1982. Nos alejábamos por la avenida que bordeaba el malecón costero, el Rauche, en busca de la avenida del puerto de Beirut.
Atrás dejábamos decenas de edificios destruidos, despedazados; fachadas chamuscadas, sin techos o balcones; edificios públicos, oficinas, bancos, escuelas, parques, comercios, todos con huellas de los bombardeos, incendios y destrozos de todo tipo de los últimos meses.
Los tres nos manteníamos en silencio, sumidos en nuestros propios pensamientos. Al ingresar en la zona portuaria me distraje recorriendo con la mirada –acaso por última vez- las risadas aguas del Mar Mediterráneo, donde a escasa distancia de la costa ya estaban anclados varias naves de guerra de la Sexta Flota de Estados Unidos, llegadas pocos días antes, como parte de una Fuerza Internacional que supuestamente garantizaría el retorno a la normalidad.
Ahora todo parecía en calma, al menos por el momento. Nos dirigíamos a Damasco, primera escala de nuestro viaje a La Habana. Junto con el embajador Jacinto Vázquez de la Garza, y su chofer, Ramón Sanfiel, éramos los últimos de la Misión estatal en regresar a la Isla después del inicio de aquella larga guerra lanzada por Israel contra Líbano, la más prolongada de todas las libradas hasta entonces con los países árabes desde 1948.
Al fin podíamos pensar en unas vacaciones, después de más de tres meses de episodios inimaginables.
Regresábamos a Cuba para disfrutar del soñado encuentro con nuestras familias. En más de una ocasión pensamos que nunca más las volveríamos a ver, y con razón. Los indiscriminados bombardeos de barrios residenciales, día y noche, por decenas de aviones israelíes, parecían dirigidos a barrer del mapa la capital libanesa.
El gobierno del primer ministro Menajen Begin había lanzado el 6 de junio de 1982 la aplastante “Operación Paz para Galilea”, con el anunciado propósito de desalojar a las guerrillas palestinas del sur libanés, desde donde hostilizaban a las colonias judías del norte del estado sionista. A llegar a las puertas de Beirut dijeron que no se detendrían hasta arrojar al mar a toda la Organización para la Liberación de Palestina (OLP) y sus combatientes.
El edificio Dar es Salam, en el barrio Ramlet el Baida, donde teníamos la casa-oficina de Prensa Latina, situado muy cerca del pequeño campo de refugiados palestinos de Mar Elías, fue uno de los primeros en quedar inhabitable. El impacto de los cañonazos y los bombardeos aéreos no dejaron una puerta o ventana de cristal sana, afortunadamente en nuestra ausencia.
Era uno de tres predios iguales, de siete plantas, situado en una de las esquinas de la misma cuadra. El ubicado en la otra punta, donde funcionaba la agencia alemana ADN, quedó casi totalmente demolido. Al fondo, la escuela greco-ortodoxa Saint Elie, donde estudiaba mi hijo, también sufrió daños.
Nunca borraré de mis recuerdos al Beirut de aquella mañana de mediados de septiembre de 1982. Atrás dejaba una ciudad desfigurada, mutilada y sangrante tras 86 días de bombardeos israelíes por aire, mar y tierra. Miles de personas inocentes resultaron muertas, heridas, mutiladas. Todavía me parecía mentira que hubiera salido ileso de aquella pesadilla.
Al rato me di cuenta de que ya no veía el paisaje. Por mi mente desfilaban imágenes de los acontecimientos vividos desde aquella tarde imborrable de principios de junio, cuando el ruido atronador del paso rasante de una escuadrilla de aviones supersónicos nos dio la señal de alarma.
Alguna acción militar, grande y grave, estaba a punto de comenzar. “Israel”, pensé, había puesto en marcha una guerra de incalculables consecuencias.
El primer pase rasante sobre nuestro edificio, a muy baja altura, de una escuadrilla de cuatro o seis aviones de combate supersónicos me puso en pie de un salto. Salí de de mi escritorio al balcón del fondo, que daba al pequeño campo de refugiados de Mar Elías. Desde allí vi las columnas de humo que se levantaban sobre la Ciudad Deportiva y zonas cercanas, más allá de un puente elevado fuera de uso. Poco después nos sobrevoló otra cuadrilla de aviones israelíes.
Llamé a viva voz a mi hijo, de 11 años de edad, que estaba en su cuarto, al lado de mi oficina, y a mi esposa, que se arreglaba en nuestra habitación, para salir. Teníamos previsto ir al aeropuerto en pocos minutos más. Íbamos a darle el acostumbrado recibimiento a una pareja de diplomáticos cubanos que llegaban ese día para incorporarse a la Embajada. No fuimos. El aeropuerto fue cerrado hasta el día siguiente.
El estruendo de las explosiones se escuchó bastante cercano. Decidimos bajar al sótano. En ese instante no sabíamos qué podría pasar. Los vecinos, casi todos mujeres y niños, también corrían escaleras abajo, reclamando misericordia a Alah.
Yo apenas tuve tiempo de preguntar a Mayra, mi compañera, antes de cerrar la puerta, si había recogido “la cajita y el maletín”. Sí, me dijo. La pregunta resultó ociosa, porque bastó mirarla para comprobar que traía ambos objetos en las manos,
Mientras mi hijo salía delante, rezongando, porque quería estar afuera para ver qué pasaba. Una vez más mi temor por su vida ante las sirenas de alarma área lo obligaba a bajar al refugio. “Total, protestó, nunca pasa nada”.
“La cajita” era uno de esos pequeños cofres metálicos con cerradura. Allí teníamos siempre listos y bien ordenados nuestros pasaportes, los pasajes aéreos de regreso a Cuba, válidos por un año, y cierta cantidad de efectivo en dólares y libras libanesas.
En el pequeño maletín de mano mi esposa guardaba ropa interior de los tres, toallas, jabón, pasta dental y cepillos de dientes, medicinas para primeros auxilios y alguna otra prenda de vestir. Era una previsión adquirida después de cuatro años de zozobras, frecuentes amagos de invasión, alertas de evacuación o de viajes de emergencia.
Yo llevaba conmigo un pequeño radio portátil de baterías, del que no me apartaba ni para dormir, a fin de seguir informaciones de emisoras locales. Lanzaban sus reporteros a la calle aún a riesgo de sus vidas, en una desenfrenada competencia por ser los primeros en dar la noticia y ganar prestigio. Otros salían a consultar sus fuentes en lugares cercanos a los incidentes.
Desde el sótano, inundado por un molesto olor a gasoil o mazut, combustible de las calderas de calefacción, solo podíamos escuchar el retumbar de las explosiones, el ulular de las sirenas de alarma aérea, los claxons de autos que circulaban frenéticamente. Escuchábamos los testimonios de reporteros en lugares próximos a los sitios atacados. Mi hijo –buen conocedor del idioma árabe tras cuatro años de estudios en el país, me traducía y me pasaba datos.
Tan pronto cesó el ruido de los aviones y la ciudad volvió a cubrirse de sus sonidos habituales, abandonamos el sótano. Junto con mi mujer y mi hijo decidí irme lo antes posible a la Embajada, para utilizar el telex de la Misión. En esa época era el único medio de trasmisión inmediata a mí al alcance.
Ahí mismo podría escribir una nota rápida de lo que había ocurrido, según los reportes radiales que logré captar y lo que pude apreciar en el trayecto. El ambiente, la reacción de la gente, la tuve en cuanto puse los pies en la calle. La tarea ahora era pasarla de inmediato a nuestra Central en La Habana. Aquella era la vía más rápida y segura en ese momento.
Desde hacía mucho tiempo el único medio de comunicación disponible en mi casa-oficina de Prensa Latina en Beirut consistía en un teléfono, y no siempre funcionaba. La línea de telex estaba muerta, víctima de uno de los tantos episodios bélicos que habían asolado a la ciudad.
En aquella época redactaba mis notas en una máquina de escribir y cuando tenía el material listo utilizaba la vía más segura y económica que estuviera a mi alcance.
En 1982 me apoyaba en la agencia argelina APS, situada en la céntrica Rue Verdum, de donde el material informativo viajaba hasta Argel, de allí a París, y de ahí a La Habana. Era mi mejor alternativa en ese momento.
Aquella solución era un resultado de la cooperación entre agencias amigas, que nos permitía economizar a expensas de una fórmula fabulosa, digna de los fantásticos cuentos de Las mil y una noches: yo escribía en español sobre un teclado francés y tomaba la conocida cinta perforada de los telex y la hacía pasar por la máquina que transmitía en árabe el tráfico habitual de APS hacia Argel. Contrariamente a lo que ocurre con el idioma castellano, la máquina escribía de derecha a izquierda, al revés de cómo se redacta en castellano. Aquello dejaba sobre el papel un texto totalmente indescifrable. Pero al trasmitirse, producía otra cinta perforada semejante en la máquina receptora de la central en Argel, donde un operador de teletipos la cortaba y la pasaba por una máquina de transmitir en francés a la oficina de APS en París. Allí un técnico argelino la direccionaba -por medio de una conexión local- a la oficina de PL en la capital francesa. Finalmente el texto aparecía en español y - si no contenía mutilaciones- la cinta recibida se enganchaba a una máquina que pasaba el texto a la central de PL en La Habana, desde donde se difundía al mundo. En días normales todo eso ocurría en pocos minutos, y era efectivo. Todavía faltaban años para disfrutar la inmediatez de Internet y los teléfonos móviles!
Sin embargo, en esa ocasión no podía confiar una noticia tan importante a un recorrido tan tortuoso e incierto. Nuestro auto, un pequeño Honda Civic de 1974, se encontraba en un estacionamiento abierto, al aire libre, detrás de nuestro edificio, al nivel de la calle.
Al salir vi los destrozos de la metralla en los alrededores. Decidí acercarme todo lo que pude hasta la Ciudad Deportiva. Se veían techos y columnas derribados. Pregunté y averigüé todo lo posible con residentes del que llamábamos “barrio palestino” o de la Universidad Árabe. Traté de captar todos los detalles posibles. Milicianos palestinos impedían acercarse más.
Escribí en el propio telex un flash (aviación israelí bombardea Beirut) y un urgente, por norma un párrafo breve dando otros detalles, seguido de la expresión “ampliación seguirá”. Aquel mensaje llegaría de inmediato a la Central y pondría en atención a los receptores, para que supieran que la información completa no tardaría en llegar. Pocos minutos después pasaba un resumen ampliado en el siguiente despacho:
Aviación israelí bombardea Beirut y otras localidades del Líbano
Por Leonel Nodal
Beirut, jun 4 (PL) Por lo menos 50 personas murieron y más de 150 resultaron heridas a causa de los salvajes bombardeos efectuados esta tarde por la aviación israelí durante hora y media contra posiciones y campos de refugiados palestinos en esta capital y en el sur del país.
Las autoridades libanesas dijeron que muchas de las víctimas son mujeres y niños, algunos de los cuales todavía yacen enterrados bajo los escombros, y que el saldo puede ser aún mayor.
El bombardeo, de una intensidad impresionante, se inició a las 15:17 hora local y prosiguió hasta cerca de las 17:00 hora local (15:00 GMT).
Entre los puntos atacados figura la Ciudad Deportiva de Beirut, donde tenían bases organizaciones palestinas y del Ejército de Líbano Árabe, una fracción progresista que se apartó del ejército regular durante la guerra civil en 1975.
Asimismo, los aviones Phamtom y F-16 de fabricación norteamericana, tripulados por los israelíes, dejaron caer potentes bombas y ametrallaron los alrededores del campo de refugiados de Bourj Barajneh, cerca del aeropuerto.
También atacaron en las cercanías de Sabra y Chatila, dos áreas superpobladas por refugiados palestinos y ciudadanos libaneses.
Desde nuestra oficina, situada en un sexto piso, a solo unos 400 metros de la Ciudad Deportiva, pudimos ver las escuadrillas de cuatro aviones cuando descargaban sus bombas.
Gruesas columnas de humo se levantaron sobre todo ese sector de la parte suroeste de la ciudad, mientras los aparatos volvían a los cinco minutos, en otra incursión que sorprendió a la población en las labores de rescate.
Todas las antiaéreas de la ciudad abrieron fuego contra los aviones, que estuvieron sobrevolando la capital ametrallando y bombardeando durante una hora y media.
Los vuelos rasantes de los aviones israelíes y el fuego de las antiaéreas estremecían los edificios cercanos y rompieron centenares de vidrios de puertas y ventanas.
En un recorrido posterior por las áreas atacadas pudimos apreciar de cerca la destrucción, particularmente en la Ciudad Deportiva y los edificios cercanos, entre ellos un edificio de la Unesco situado enfrente.
La propia radio israelí confirmó que en el regreso a sus bases la aviación bombardeó la localidad de Wadi Salim, mientras una fuente palestina dijo que también fue atacada Zarha, en el sur libanés, ambas próximas a Nabatiyeh.
La artillería de la resistencia abrió fuego de riposta sobre las colonias sionistas del norte de Galilea.
Otros dirigentes progresistas libaneses y palestinos contactados apelaron a la comunidad internacional a detener la agresión israelí, que consideran puede ampliarse.
El alto mando de la Organización para la Liberación de Palestina (OLP) se reunió para examinar las medidas apropiadas a tomar en las próximas horas.
Un vocero militar israelí intentó justificar la agresión con el pretexto de que se trata de una “acción de represalia al atentado perpetrado anoche contra el embajador de “Israel” en Londres”.
Sin conocer la identidad de los autores de ese hecho y a pesar de que la OLP negó toda implicación en el mismo, los medios oficiales israelíes reclamaban hoy, media hora antes del ataque, una represalia contra los palestinos en Líbano.
“Para los dirigentes sionistas, nos dijo un responsable palestino, un embajador herido justifica la matanza de civiles inocentes. Nuestra respuesta, añadió, también será fuerte”. (LN)
Este despacho salió publicado al día siguiente, sábado 5 de junio, en la página 8 del diario Granma. Dos radiofotos ilustraban la violencia del ataque. El resto de la página internacional todavía lo acaparaba el conflicto de las islas Malvinas.
Cuando salí de casa recordé que el año anterior las frecuentes escaramuzas entre israelíes y palestinos a lo largo de la frontera se incrementaron al comenzar el verano. Los enfrentamientos alcanzaron su climax a mediados de junio, cuando en un alarde de impunidad la aviación sionista bombardeó el populoso barrio de Fakhani, en Beirut Oeste.
Allí radicaban algunas oficinas de la Organización para la Liberación de Palestina (OLP), en medio de edificios habitados por familias libanesas musulmanas, en su mayoría chiitas, y a corta distancia de varios campamentos de refugiados palestinos.
Un cese del fuego negociado en julio de 1981, con la mediación del enviado norteamericano Philip Habib, puso fin a las hostilidades entre la OLP e “Israel”.
Si esta vez –pensé- la agresión comenzó con un ataque aéreo a Beirut, precisamente donde concluyó el año anterior, con certeza ahora habría que esperar algo mucho peor.
Tal vez se cumplirían las reiteradas advertencias hechas en esos días por Yasser Arafat y otros oficiales palestinos sobre la inminencia de una invasión israelí de gran escala, con el fin de sacar del escenario a la OLP, considerada un estorbo para los planes de Washington en la región.