En honor a la verdad al General Qassem Suleimani lo conocí cuando lo “mataron”.

En Venezuela, los que nos enteramos, pensábamos que ahora sí se iba a armar la guerra al escuchar a Trump jactarse de haber encomendado su asesinato. Como se supone que no debería hacer un presidente, sino un criminal.

A partir de ese 3 de enero de 2020 comencé a hurgar qué hacía a ese General tan valioso o importante que aquel magnate no podía perder la oportunidad -porque nunca ha tenido clase- de quedar registrado ante el mundo como el más grande charlatán.

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Sobre Suleimani investigué y descubrí que se trataba de un hombre experto en lograr quimeras: ser esencial en el manejo iraní de la guerra que se extendió ocho años entre Irak e Irán; frenar la balcanización de Siria durante años y rescatarla junto a Irak de DAESH, al Nusra y al Qaeda, y de paso, en paralelo, mientras tanto, en simultáneo (sí, todos los sinónimos de “al mismo tiempo”), idear estrategias para unificar al mundo musulmán. Asuntos que, supuestamente, no interesan ni impactan nada al mundo occidental, pero quien asegure eso, lo único que demuestra es la eficacia de aferrarse a la ignorancia que garantiza la prensa internacional.

Sobre Suleimani he hecho muchos guiones para noticieros y para uno que otro programa especial. No los necesarios y, definitivamente, tampoco los suficientes, aunque iban dirigidos a una comunidad muy especial: la humanidad.

Pero no fue hasta que un amigo iraní me explicó que Suleimani para su pueblo era equivalente a un Hugo Chávez, cuando, finalmente, entendí: es de esos hombres que, aunque se rindan y entreguen ante ella, ni la muerte les permite morir.

Dos semanas después del Festival Iftar de las Naciones en Teherán donde ofrecí empanadas venezolanas de pollo en una actividad para integrar a estudiantes y académicos extranjeros y de Irán, alguien toca a la puerta de mi habitación. Abro y veo a una chica de piel cetrina con rostro en forma de diamante y lentes, cubierta con un chador. Me habla en un inglés que además va adornado de la actitud de una persona que sabe más que hablar inglés y le logro entender su nombre, que me vio en el festival y me quiere hacer una invitación para el día 25 o 26 de Ramadán, un evento que se ha celebrado durante cinco años y que espera que como estudiante nueva pueda asistir. Le pregunto si es una actividad religiosa, académica, o de qué tipo y me dice que es un congreso por la defensa de Al Quds, Jerusalén, tierra palestina.

“¡Perfecto! Sí, cuenta conmigo”, le aseguré. Al fin nos entendimos. Intercambiamos números para curar detalles con Google translate, pide mi nombre completo en español y en persa, que le confirme mi nacionalidad y con eso dejamos reposar esa masa por al menos dos semanas.

El 25 de Ramadán que es también 25 de marzo de 2025 en el mundo occidental y 5 de Farvardín de 1404 en Irán. La chica me escribe para decirme que al día siguiente debo estar lista temprano para ir al evento.

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Un avión. Un fugaz almuerzo. Un breve, pero arrollador primer contacto de mis pies con el agua del Golfo Pérsico. Una conferencia magistral y muy emotiva en respaldo a Palestina hablada en persa en su totalidad.

Luego, una cena veloz. Después, un sueño breve, un madrugonazo y un trayecto de una hora de carretera para lo que nos indicaron sería “un tour para recorrer la ciudad”, pero mientras avanzábamos veía lugares muy similares a cosas que he visto en Venezuela: vastos terrenos de infraestructuras energéticas y estratégicas pero incrustadas en grandes montañas color sepia propias del sur de Irán.

Una hora más tarde, bajar del autobús y ver erguido ante mí un buque gris no demasiado grande, pero impactante, aunque pensé, quizás es demasiado pequeño para llevar ese nombre: “Martyre (Shahid) Qassem Suleimani”.

A mi alrededor, distintas autoridades y miembros de cuerpos de seguridad, destacando el uniforme de los pertenecientes a la Guardia Revolucionaria de Irán (CGRI). Comienzo a disparar fotos pensando que eso era lo más cerca que iba a estar de allí.  Me pidieron no tomar fotos ni grabar y lo miro con mis ojos de hoy, los de una estudiante, y pienso: “es verdad, es una instalación militar, es lo más cerca que estaré de aquí”.

Pero no.

Con la capacidad que tienen tanto el iraní del metro, como el alto funcionario militar de tratarte siempre como si fueras el invitado más especial, nos invitaron a pasar.

Abordamos la nave gris y siento el impacto del balanceo y de los nervios de estar en ese mar. Ese mar que se presenta ahora de una forma diferente. No mostraba su cara rebelde y liberadora que te invita a mojar tus pies a la orilla de una playa y suspirar; no, hoy tenía el rostro poderoso de quien es consciente y capaz de almacenar en sus profundidades todo un arsenal.

Tomo fotos y me vuelven a pedir que me apresure y guarde el teléfono.

Pero no porque no puedo -como pienso- sino porque debemos subir a la plataforma.

Por apresurada, me vuelvo a equivocar.

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Subimos y se desarrolla el acto. Tampoco nos permiten fotografiar. Y pienso que será uno de esos momentos que necesitaré preservar solo en la memoria. En esa memoria mía que carga ya tantas cosas que supuestamente a pocos importan, pero yo no quiero olvidar.

Entre esos recuerdos ahora sumo esas banderas ondeando, agitadas por ese viento salado, todas al compás, con esa elegancia con la que sólo se puede mover una bandera, pero esas además lo hacen con dignidad.

La roja-blanca-verde, de Palestina; la azul de la Fuerza Quds dedicada a operaciones de inteligencia militar; y la roja, blanca y verde con el tulipán en el centro, de Irán.

De muchas que podrían estar ahí, eché en falta una, la tricolor con ocho estrellas, la mía.

Se desarrolla el acto, de nuevo, todos, desde un judío ortodoxo hasta un sacerdote católico, en representación de la tolerancia religiosa que necesita la humanidad junto a los sheikh y los oficiales militares ofrecieron sus discursos de forma íntegra en lengua persa, el idioma de Irán, nada de traducciones al inglés, nada. Entiende quien deba entender. Y pienso que se comportan como quien está en su casa con quien tiene que estar.

Una mujer sentada a mi lado vestida con chador rompe el protocolo y todos, absolutamente todos callan, dice unas palabras que no logro descifrar y eleva la voz como antesala para gritar algo sobre Israel mientras alza su brazo derecho cubierto de negro y del que solo se divisa el puño cerrado al final, y el vibrato de su voz lo siento muy adentro.

Sé lo que quiere decir, aunque no la entienda. No son los mismos gritos y consignas que he escuchado y dicho en Venezuela, pero se siente igual salvo una particularidad: lo que dice y repetimos tiene ese mismo sabor a rabia con dolor, pero transmite la fuerza que solo puede evocar quien sabe luchar cuerpo a cuerpo o ha perdido a un pariente que lo ha hecho y aun así, mirar a los ojos al criminal con serenidad.

Nos entregan unas kufiyas y un refrigerio y pienso que es el final.

Pero no. Me vuelvo a equivocar.

Encienden el buque y comienza a andar.

Comenzamos a tomar fotos “sin que nos vean” como si eso se pudiera entre funcionarios de inteligencia militar y yo no lo puedo creer: estoy en un buque portahelicópteros de patrulla y combate que fue fabricado completamente por iraníes en medio de sanciones comerciales y financieras. Ingenieros de mi edad lo diseñaron y se tardaron tres años en entregarlo listo para que hoy nosotros lo pudiéramos abordar.

Su misión es recordar el mensaje del General: que no se puede permitir la presencia militar de otros países bajo la excusa de mantener seguridad, porque con ello se pierde soberanía y libertad; que Irán es lo que es, gracias a sus propios esfuerzos y a su solidaridad, y a un orgullo que está muy lejos de ser vanidad; y que, aunque el buque fue diseñado para dejar todo esto claro, cuenta con última tecnología en telecomunicación furtiva y cañones automáticos para defenderse o defender a quien lo necesite a corta distancia de forma estratégica.

Estoy parada al borde del buque Shahid Suleimani FS313-01 y lo recorro como si fuera mi casa con total libertad, me siento en su piso, y junto a un par de niños saco los pies descalzos por la borda mientras miro el agua, y permanezco aquí no porque me envió un medio de comunicación a cubrir una pauta, no en medio de una calamidad, no por obligación, y estoy sin saber que venía para acá, sólo porque a alguien que no me conoce se le ocurrió que me podría interesar participar.

El corazón se me encoge y se me ensancha de tantas formas que aún no logro procesarlo.

Extienden alfombras y pienso que es para que podamos descansar y apreciar el agua.

Pero no. Me vuelvo a equivocar.

Ganamos velocidad. Vamos golfo adentro. Algunos comienzan a cantar.

Despliegan las barandas y el buque queda dispuesto como una terraza sin límites en la que se pueden proyectar películas.

“¡Qué bien, para que podamos ver bien el mar lo que queda del recorrido!”, pienso.

Pero no. Me vuelvo a equivocar.

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A continuación, aparecen, una a una, pequeñas, medianas, grandes embarcaciones tripuladas por hombres jóvenes, unas por la bandera de Palestina, algunas con la bandera de Irán. Representan la unión cívico-militar.

Los niños sentados en la primera planta saludan a las embarcaciones, alzan sus puñitos derechos y comienzan a gritar “Alahu Akbar”.

Las mujeres levantan sus kufiyas y saludan a quienes van también en pequeñas canoas y en motos de agua.

Cantan. Vuelven a repetir las consignas sobre Israel y un helicóptero nos viene a saludar, una vez y se va, otra vez y se acerca más, de nuevo y se acerca aún más, y hace maniobras que son tan sencillas como magnánimas. Como si al cruzar, la hélice hiciera de brazos que se quitan el sombrero para que la aeronave militar pueda hacernos una tierna reverencia.

Y vuelvo a pensar ¿qué hago yo acá? ¿Quién sabía -que aunque no sabía- yo quería estar acá?

Quién de todos estos que no me habla ni me entiende ni me conoce me ha brindado esta oportunidad, no de asistir a un evento, no de ver de esta manera el Golfo Pérsico, no de estar en un buque helipuerto, no de tomar mil fotos que supuestamente no debía tomar…no, ¿quién me dio la oportunidad de estar rodeada con tantas personas a las que le duele lo que a mí me duele sin tener que explicarlo?

¿Quién sentó a mi lado a la chica iraní estudiante de doctorado que no entiende cómo sobrevivo en Irán con mi español y parco inglés y a la vez estudio farsi? Y quién le puso en la boca, media hora después de hablar, que soy bendecida por Dios porque hay personas que pasan años en Irán y no tienen esta oportunidad de estar ahí, en ese lugar y de paso, como fiel representación de la hospitalidad iraní, me asegura que su madre estaría complacida si le acepto algún día una invitación a tomar té a su hogar, “inshallah”.

¿Quién me unió con toda esta gente que me escucha decir “Man Ahle Venezuela e” (Soy de Venezuela) y sonríe genuinamente, con la mirada enternecida y feliz, y no porque quiere mi petróleo, porque tienen; tampoco porque quieran mi gas, porque tienen más; tampoco sonríen al escuchar Venezuela porque piensen que soy periodista, porque eso no lo dice mi acreditación y no me entienden al hablar.

Quién me puso ahí con esa gente que me presentó nuevamente al General y que entiende que hay seres a los que no se les puede rendir tributo solo cuando cumplen años de vida o de muerte.

Y ¿qué es rendir tributo? ¿qué es hacer justicia? ¿solo pasar hambre como lo hacen otros? ¿morir como lo están haciendo a manos de Israel en Líbano o en Palestina?

Irán… Yemen… Palestina... Líbano, y la propia Siria antes de sumergirse en esa guerra sectaria fraguada por Europa y Estados Unidos desde diciembre, siempre ofrecen otra perspectiva. Son los mismos que demuestran que rendir tributo es que te quiten todo y aun así compartir de tu mejor comida, permitirle a la chica que vino de muy lejos tomarse una foto con el Marshal a quien admira. 
Rendir tributo es mirar a la cara a la dificultad, e incluso a la muerte, con una sonrisa, porque hoy tampoco nos pudo derrotar.

El viento y el sol de las 11 de la mañana acarician y tuestan mi cara mientras cuelgo la videollamada con una de las cinco personas que llamé que sí pudo atender mi llamada en medio de una gran diferencia horaria, y recuerdo el “uno se va, pero no se va” que dijo antes de marchar el único venezolano equivalente al General Qassem: el Teniente Coronel y Comandante en Jefe, Hugo Chávez Frías.