Oficios peligrosos y manipulaciones
Borrar la memoria colectiva de una nación es un ejercicio ideológico prioritario de las élites.
«La nostalgia imperial se ha vuelto tan extrema», nos dice el historiador Sathnam Sanghera, en un artículo en The Guardian. En los países imperiales, la labor de historiador se ha vuelto arriesgada, y quizá deberían considerar listarla como tal y comenzar a pagar por peligrosidad a quienes ejercen la profesión.
El artículo no tiene desperdicio. La industria de la reescritura de la historia anda a toda marcha. Jacob Rees-Mogg, un parlamentario del partido de la Tatcher, en el Reino Unido, dibujó los campos de concentración, en la Sudáfrica bajo dominio británico, como un acto de protección de los –mayoritariamente niños– que en ellos perecieron: 50 mil, pongámosle número. Realmente, la idea detrás del crimen era eliminar la línea de suministros a los Boers. ¿Les recuerda algo?
David Olusoga, un respetado historiador británico, tuvo que contratar a un guardaespalda para asistir a algunos eventos públicos. La historiadora Corinne Fowler, quien con su trabajo de investigación puso al descubierto el origen de despojo de determinados fondos británicos, recibió tal avalancha de ataques, difamaciones y distorsiones de su trabajo, por parte de políticos y medios, en no pocas ocasiones sin derecho a la réplica, que se ha visto en la necesidad de pedir protección policial y teme caminar sola.
En Estados Unidos no es menos serio el asunto. Hay una moda legislativa, a nivel de los estados en manos republicanas, de aprobar leyes que parecen sacadas de algún libro de Swift, o de Carrol Lewis. Índices de libros prohibidos en bibliotecas; imposición de etiquetas a otros textos que aclaren que su contenido es problemático; eliminación de cátedras y cursos de la historia del país por considerarse que mal retratan su devenir, cuando tratan temas como el racismo, el exterminio de la población autóctona, el trato a las minorías asiáticas y toda una lista de otros asuntos «controversiales».
Borrar la memoria colectiva de una nación es un ejercicio ideológico prioritario de las élites. Reescribamos esa última afirmación: borrar selectivamente la memoria colectiva es un ejercicio de hegemonía ideológica prioritario para la burguesía. El acto de castración puede ser simbólico, pero, como hemos visto, también puede condensarse en la realidad en forma de violencia física concreta.
Con independencia de otras maneras de ejercer la colonización cultural, esa forma extrema de borrar lo sucedido es un recurso necesario cuando otros han fallado. En un momento particularmente crítico de la hegemonía imperial estadounidense, cuando su decadencia se hace manifiesta geopolíticamente, acudir al extremo violento, ya sea simbólico o real, es un imperativo para la amenazada clase dominante. Esa es la clave del fascismo como instrumento de un capitalismo en crisis.
Pero el acto de borrado de la memoria colectiva no espera que los hechos se asienten como acontecimientos históricos incómodos: la representación colectiva de esos hechos se distorsiona o mutila en su propio nacimiento. En estos días estamos viendo, en tiempo real, ese ejercicio respecto al crimen genocida contra los palestinos. En los medios del capital global se pasa, sin transición alguna, de reportar tibiamente y lleno de cortapisas la masacre en marcha, a otras narrativas de euforia por el rescate de rehenes israelíes, mientras se minimizan los más de 200 muertos de la acción narrada con tintes hollywoodenses.
La particular tecnología goebbeliana no por repetida es menos efectiva. Ya se está apostando para el día después del cese de la agresión en curso. Entonces, veremos la segunda etapa del ejercicio criminal de manipular la memoria. Primero comenzarán a hablar menos de las decenas de miles de víctimas palestinas, mientras mantienen la narrativa sobre los terribles crímenes de la resistencia de ese país. Seguirán ocultando la asimetría entre un Estado que ejerce el terrorismo con toda su maquinaria de guerra, y la resistencia armada que se le opone. Y dentro de un año o dos, se estrenará algún filme, bien financiado desde los efectos especiales hasta su campaña promocional, en el cual soldados héroes israelistas rescatan a las sufridas víctimas del infame fanático de tez distinta. Entonces, el producto cinematográfico será proyectado en los cines o la televisión de todo el mundo, incluyendo nuestros países, donde los videntes, alelados frente a la imagen, aplaudirán la valentía del agresor y condenarán a esos que tanto se parecen físicamente a ellos, los espectadores.