Esclavitud moderna
A lo largo de décadas, Cuba ha sostenido un programa de colaboración médica sin precedentes, con la presencia de más de 600 mil cooperantes sanitarios en 165 naciones.
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Esclavitud moderna
En un ejercicio de cinismo diplomático que raya en lo grotesco, el gobierno de Estados Unidos acusa a Cuba de “esclavitud moderna” por su cooperación médica internacional, mientras practica, a plena luz del día y con aparente cobertura legal, formas brutales de trata institucionalizada contra migrantes latinoamericanos.
La paradoja no es menor: mientras médicos cubanos salvan vidas en las regiones más empobrecidas del planeta, el gobierno de Trump encadena a seres humanos de pies y manos, los embarca como ganado hacia terceros países y los entrega para que desaparezcan en las entrañas de centros de tortura.
A lo largo de décadas, Cuba ha sostenido un programa de colaboración médica sin precedentes, con la presencia de más de 600 mil cooperantes sanitarios en 165 naciones.
Esos médicos han enfrentado pandemias, huracanes, hambrunas y crisis humanitarias sobre la base de un principio descrito por Fidel Castro a propósito de la colaboración cubana en salud: “En las relaciones internacionales practicamos nuestra solidaridad con hechos, no con bellas palabras” .
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Pero Washington, desde Bush hasta Trump, no ha dejado de intentar desacreditar ese modelo, acusándolo de “tráfico humano” y “trabajo forzoso”, cuando en realidad lo que molesta es que Cuba exporta dignidad, tal y como la definió Kant: el filósofo alemán distinguía entre lo que tiene precio y lo que tiene dignidad. Tienen precio aquellas cosas que pueden ser sustituidas por algo equivalente, mientras que aquello que trasciende todo precio y no admite nada equivalente, eso tiene dignidad.
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Contrasta profundamente con lo que ocurre al norte del río Bravo. La nueva administración Trump, decidida a implementar una política migratoria de “tolerancia cero” bajo parámetros supremacistas, ha reactivado el mecanismo de deportaciones encadenadas y sin el debido proceso de la ley. Los inmigrantes son deportados, sin juicio ni oportunidad de responder a los alegatos contra ellos.
Son expulsados con grilletes en los tobillos y esposas en las muñecas, amontonados en aviones que los llevan no necesariamente a su país de origen, sino al país que Washington designe como “tercero seguro”.
El caso de los venezolanos deportados a El Salvador es especialmente escandaloso.
El país centroamericano, convertido por Bukele en una distopía vigilada con drones, ha ofrecido al gobierno estadunidense una infraestructura de represión sin rendición de cuentas: el Centro de Confinamiento del Terrorismo (Cecot), la megacárcel donde el hacinamiento, la tortura, la desaparición y la negación del debido proceso y del vínculo con familiares son moneda corriente, según organizaciones de derechos humanos.
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Así, Washington externaliza su violencia migratoria con las lecciones bien aprendidas de la era Bush: si los detenidos están fuera del territorio nacional, no tienen derechos ante la justicia estadunidense. Esa fue la doctrina para Guantánamo. Hoy, Trump la recicla para deportar y reprimir sin costo judicial.
Mientras, la maquinaria propagandística del Departamento de Estado y sus satélites mediáticos en Miami repiten el mantra de que “los médicos cubanos son esclavos”.
Pero ¿dónde está la esclavitud? ¿En el bisturí que opera gratis a un niño en Haití? ¿En la vacuna que se administra en Angola? ¿O en las manos encadenadas del migrante que huye de situaciones de violencia en su país de origen y acaba en una celda salvadoreña sin nombre ni abogado? ¿Qué diferencia esta situación de los desaparecidos en Argentina, Uruguay, Guatemala o Chile, durante la guerra sucia de los años 70 y 80?
La hipocresía no es nueva, pero sí más descarada. Acusar a Cuba de lo que EE. UU. practica a escala industrial es una vieja estrategia: culpar a la víctima para ocultar los propios crímenes. Los grilletes con que deportan a los migrantes no pueden ocultar el verdadero rostro del imperio que se dice libre y democrático, mientras reproduce, con nueva tecnología, las cadenas de los barcos negreros que siguen navegando por la conciencia moderna de Occidente.
En Barco de esclavos (Capitán Swing, 2023), el historiador estadunidense Markus Rediker analiza la trata a través del Atlántico desde finales del siglo XV hasta casi terminar el XIX, durante 400 años. “Los compartimentos estaban tan atestados que casi no había espacio para darse la vuelta. Las cadenas que llevaban para evitar cualquier tentación de fuga les dejaban en carne viva muñecas, cuellos y tobillos”. Exactamente como ahora.
El trumpismo es la ausencia oficial de máscaras: hay barra libre de fascismo y al que se pase no lo echan de la fiesta, sino que lo ponen a organizar otra, como esta de culpar a Cuba de “esclavitud moderna”, mientras los aviones “negreros” vuelan rasantes de norte a sur, por encima de nuestras cabezas.