El costo de una izquierda rota por sí misma
La victoria de Rodrigo Paz marca un giro conservador en Bolivia. El nuevo gobierno enfrenta una crisis económica y política originada en la división del MAS y el consiguiente desgaste de la izquierda
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El costo de una izquierda rota por sí misma.
Bolivia marcó un giro de guión previsible pero doloroso en su historia reciente. Rodrigo Paz Pereira ganó la segunda vuelta, con más del 54 por ciento de los votos, y puso fin a casi dos décadas de hegemonía del Movimiento al Socialismo (MAS). No fue una victoria arrolladora, sino el reflejo de una fatiga social acumulada, de un desencanto que se incubó dentro del propio movimiento que transformó al país. La derrota de la izquierda no llegó desde afuera: fue autoinfligida.
Hijo del expresidente Jaime Paz Zamora y heredero de una estirpe política tradicional, Rodrigo Paz se presenta como un “centrista pragmático”, defensor de un modelo que denomina “capitalismo para todos”.
Su discurso busca reconciliar la iniciativa privada con el gasto social, aunque en la práctica apunta a una liberalización controlada de la economía: revisión de empresas públicas, reducción de subsidios y estímulo al sector empresarial. Propone descentralizar el presupuesto nacional para entregar a las regiones la mitad de los recursos estatales, reducir impuestos, ofrecer créditos blandos y formalizar el empleo informal. Es una agenda que agrada a los mercados, sin embargo enfrenta límites políticos: Paz no cuenta con mayoría legislativa y la crisis económica golpea con urgencia.
La fragilidad económica de Bolivia no es nueva. El agotamiento del modelo de subsidios, la caída de las reservas internacionales y la escasez de divisas han socavado la estabilidad que durante años se sostuvo con ingresos del gas y los minerales.
Rodrigo Paz promete evitar un “ajuste severo”, más, la realidad impone decisiones difíciles. Quitar subsidios sin estallidos sociales requerirá un delicado pacto nacional y una negociación con sectores que históricamente se han movilizado ante cualquier amenaza a sus conquistas.
El desafío político será igual de complejo. La reforma del Estado anunciada por Paz se enfrenta a un entramado institucional lento y centralista. Su promesa de descentralizar recursos puede degenerar en conflictos territoriales si no existe un plan ordenado y transparente. La modernización de las empresas públicas, muchas de ellas creadas en el ciclo del MAS, exigirá una evaluación técnica rigurosa y no una simple liquidación. Si las reformas terminan pareciéndose a privatizaciones encubiertas, la resistencia social no tardará en emerger.
En materia internacional, el nuevo presidente insinúa una apertura hacia Occidente, lo que podría traducirse en una normalización de vínculos con Estados Unidos y otros aliados tradicionales. Esa orientación marca un contraste con la política soberanista de los gobiernos anteriores y podría modificar el equilibrio diplomático regional.
Además, está clara su intención de “revisar” las relaciones internacionales bajo una lógica de pragmatismo económico.
Un cambio para atrás
El verdadero trasfondo de este “cambio para atrás” está en la descomposición interna del MAS. Durante años, la pugna entre Evo Morales y Luis Arce fracturó la unidad popular. Las acusaciones cruzadas, la pérdida de rumbo ideológico y la ausencia de renovación generacional vaciaron de sentido el proyecto político que había devuelto dignidad a los sectores marginados.
Lo que fue un movimiento social diverso y vigoroso se convirtió en una maquinaria dividida por lealtades personales. Esa fractura dejó al electorado progresista sin una alternativa cohesionada y permitió que el discurso “moderado” de Rodrigo Paz sonara como promesa de orden.
Evo Morales reaccionó a la derrota con un tono ambiguo. Dijo que el voto que llevó a Paz al poder “manda a no destruir el Estado Plurinacional ni aplicar medidas neoliberales”, y aseguró que los verdaderos derrotados son “los racistas y los enemigos de la patria”.
Morales responsabilizó a factores externos, aunque evitó reconocer que la división interna del MAS fue el verdadero motor de la derrota. Es la negación de un ciclo que parece agotado no por sus logros, sino por su incapacidad para renovarse.
El nuevo gobierno enfrenta ahora tres pruebas simultáneas.
- Primero, recuperar estabilidad económica sin golpear a los más pobres, una ecuación difícil en un país con desequilibrios estructurales.
- Segundo, reformar el Estado sin desmantelar sus conquistas sociales, tarea que exige precisión política.
- Y tercero, reconstruir la confianza ciudadana en la democracia, minada por años de polarización y desencanto.
Ninguna de estas tareas será posible sin diálogo con la oposición y sin reconocimiento del legado social que hizo de Bolivia un referente de transformación en América Latina.
El desenlace boliviano es también una advertencia para toda la región. Cuando la izquierda se quiebra por dentro y sustituye el debate político por la guerra de egos, abre la puerta al retorno de los viejos proyectos neoliberales.
Rodrigo Paz llega con promesas de modernización, pero su legitimidad dependerá de cómo interprete la historia reciente.
Si gobierna contra el espíritu plurinacional, si desmonta lo conquistado en nombre de la eficiencia, su mandato podría ser breve. Si, en cambio, logra estabilizar la economía sin borrar los avances sociales, Bolivia podría iniciar un nuevo ciclo.
El país que alguna vez simbolizó la esperanza de los pueblos originarios y la soberanía económica vive hoy el costo de una izquierda que se rompió sola. Y esa factura, más que política, es moral: cuando la causa se fragmenta, el poder cambia de manos, pero no necesariamente de rumbo.