Colombia: ¿Tierra fértil para la paz? (II Parte y final)
Voluntad de paz

Existen evidencias de que Manuel Marulanda Vélez, conocido como “Tirofijo”, líder guerrillero campesino de origen liberal, fundador de las FARC-EP y Comandante de la organización hasta su muerte natural en el 2008, siempre estuvo a favor de una solución negociada con los gobiernos colombianos. Desde el germen guerrillero en Marquetalia, a inicios de la década de 1960, aquellos campesinos liberales, el Partido Comunista y diversas personalidades, llamaron al gobierno a establecer un diálogo y buscar una solución política que evitara la confrontación. La respuesta gubernamental vino de la mano de 16 mil soldados contra medio centenar de campesinos que defendían sus casas y siembras. Así nacieron las FARC-EP en 1964, frente al rechazo y la terquedad de una oligarquía intolerante. En 1984, las FARC-EP, con miles de hombres y mujeres sobre las armas, junto a otras guerrillas existentes, expresaron nuevamente con hechos su decisión de alcanzar una solución por la vía negociada a las causas que originaron el conflicto. Hubo diálogos, compromisos y hechos concretos por parte de las fuerzas guerrilleras y del gobierno de Belisario Betancur. Por primera vez hubo un alto al fuego que duró cerca de tres años. Sin embargo, el gobierno respondió nuevamente de forma sucia y vil a estos esfuerzos. Una ola de crímenes y desapariciones azotó el país. Las víctimas fueron dirigentes y militantes de izquierda, sindicalistas, intelectuales, juristas, e incluso religiosos defensores de los derechos humanos. Hasta políticos de derecha críticos de la situación que atravesaba el país fueron asesinados. Detrás de cada hecho estaban importantes sectores económicos y políticos de derecha y altos mandos militares entrenados en EE.UU. y conectados todos con el paramilitarismo y el narcotráfico. Los medios de comunicación, por su parte, multiplicaron el odio mediante la tergiversación de los sucesos y la satanización de las guerrillas. El país se transformó en un polígono de violencia, narcopolítica y contrainsurgencia. Las estrategias antisubversivas, ligadas al narcotráfico y el paramilitarismo, se conjugaron con la Doctrina de la Seguridad Nacional, y sumergieron al país en una lógica de guerra permanente. Colombia comenzaba a vivir una de las etapas más sangrientas de su historia. Todo lo que apuntara contra la dominación oligárquica se convertía de forma inmediata en blanco de los aparatos represivos institucionales o paramilitares que convivían y se reproducían con el apoyo y la cobertura de los andamiajes estatal y militar. La Unión Patriótica fue un partido surgido al calor de aquellos acuerdos. El gobierno se comprometió a garantizar que militantes de izquierda y desmovilizados de las FARC-EP pudieran ejercer el derecho a la actividad política democrática. Pero el odio y la intolerancia clasista fueron más fuertes y aquella esperanza de paz fue traicionada. Cerca de 5 mil miembros de esta organización fueron asesinados a los largo de los próximos 10 años, entre ellos dos candidatos a la presidencia, 8 congresistas, 13 diputados departamentales, 70 concejales y 11 alcaldes. En Colombia imperaba la ley de la selva, tal y como expresó el Procurador de la República en aquel entonces, quien dos meses después de esta declaración fue también ultimado. Entre 1990 y 1992 se abrió otra puerta a la paz. El mundo vivía el inicio del colapso de las experiencias socialistas de Europa del Este y la Unión Soviética. En América Latina, diversas fuerzas políticas y guerrilleras se replantearon sus programas y estrategias de lucha. En aquel contexto, marcado por una tenue ola reformista en el país, diversos grupos guerrilleros colombianos fundados en la década de 1970 iniciaron un proceso de desarme y reincorporación a la vida política legal que concluyó con su participación en la Asamblea Nacional Constituyente de 1991. La experiencia, cuyo abanderado fue el grupo guerrillero M-19, parecía una victoria frente al aferrado régimen político colombiano. Sin embargo, para 1994, el bipartidismo ya había eclipsado nuevamente el débil impulso democrático y aperturista. El asesinato del candidato presidencial y exguerrillero del M-19 Carlos Pizarro en 1990 fue un aldabonazo contra la paz que muchos no quisieron escuchar. Las dos guerrillas más grandes del momento, las FARC-EP y el Ejército de Liberación Nacional (ELN) se rehusaron a negociar en aquellas condiciones, alegando que sus demandas trascendían la participación política. No obstante, nunca cerraron las puertas a un acuerdo, tal y como lo demuestra las conversaciones en Venezuela y México durante nueve meses entre 1991 y 1992. Cinco años después, el presidente Andrés Pastrana decidió abrir un nuevo proceso. Hubo gestos comunes que despertaron esperanzas. Pero también la creencia de ambas partes de que en el campo militar podían lograr sus objetivos estratégicos hizo abortar aquel intento. Colombia entraba así, nuevamente, en un ciclo sumamente guerrerista, donde EE.UU., una vez más, marcaría la pauta, esta vez bajo las banderas de la lucha contra el terrorismo y el narcotráfico El Plan Colombia fue la receta escrita en inglés. Miles de millones de dólares en asesoría, armamento, entrenamiento, información de inteligencia y bases militares acompañaron el Plan que tuvo en Álvaro Uribe a su principal ejecutor. Bajo el paraguas de la doctrina de “seguridad democrática”, Uribe apostó por la guerra. Las guerrillas confrontaron un ejército distinto, más preparado y apertrechado capaz de golpear con fuerza. Sin embargo, ni el gobierno ni EE.UU. lograron el objetivo de derrotar militarmente a la insurgencia armada.
¿Germinará la paz?

Aunque el pasado descrito en estos artículos es de por sí desalentador y las causas del conflicto lejos de minimizarse se han profundizado y complejizado, existe en Colombia sobradas razones para afirmar que la paz es posible. La literatura relacionada con la resolución de conflictos coincide en que el mejor momento para alcanzar alguna solución es cuando ninguna de las partes es capaz de derrotar a la otra y cuando la guerra se vuelve inaceptable o insoportable para ambos contendientes. El investigador estadounidense Marc Chernick asegura que cuando están presentes estas dos condiciones, “la guerra está madura para el acuerdo”. Esto explica en parte la decisión de los contendientes de adelantar desde 2012 exploraciones y posteriormente conversaciones oficiales. Obviamente la solución al conflicto no es sencilla, tal y como lo ha reflejado el proceso negociador que se desarrolla en La Habana desde hace tres años, pero los avances son notables. En ello ha incidido, además de la voluntad de los adversarios, el rol que ha jugado la comunidad internacional, sin precedentes en intentos anteriores. Se debe destacar en primer lugar a Cuba como garante y sede, a Noruega también garante, y a los acompañantes, Chile y Venezuela. La presencia de enviados y representantes en la Mesa de Diálogos procedentes de la ONU, la Unión Europea y EE.UU. ha servido a su vez de notable impulso. Pero, ¿si persisten las causas, habrá tierra fértil para la paz? En las negociaciones se ha discutido sobre el derecho a la tierra, las garantías para la participación política, la solución al tema de las drogas y el narcotráfico, el tema de las víctimas de la guerra, la importancia de la verdad y la justicia y el fin del conflicto que incluyó el cese al fuego bilateral, la dejación de las armas y las garantías de seguridad para los combatientes guerrilleros. En todos hay acuerdos mínimos posibles. Actualmente se discute el último punto de la agenda referido a la implementación, verificación y refrendación. Nunca antes se había avanzado tanto. Aún existen saboteadores y peligros. Y persiste la incertidumbre sobre la verdadera voluntad de importantes sectores oligárquicos para facilitar el cumplimiento de lo pactado. Pero para los sectores excluidos, para aquellos que han puesto el mayor número de víctimas, se abren nuevas esperanzas que tendrán que moldear con sus propias manos y hacer del Acuerdo que se firme, la proa de la nave que traerá, no sin luchar, los cambios y la justicia social que ha demandado un pueblo por más de 200 años. De todos los colombianos y de la comunidad internacional dependerá que este proceso germine.