Una calle y una alianza
El condado de Miami Dade, en la Florida, Estados Unidos, bautizó una de sus calles con el nombre de Álvaro Uribe, ex presidente de Colombia entre los años 2002 y 2010.
La historia de Uribe no alcanza ni para bautizar una acera. Pero en Miami todo es posible, pues esa ciudad se ha convertido en una extensión de lo peor de la política latinoamericana. De hecho, las calles en esa urbe, que para ser bautizadas y rebautizadas solo se necesitan unos pocos trámites, llevan nombres de libertadores, pero también de músicos y empresarios mediocres y hasta de narcotraficantes y bandidos.
Álvaro Uribe es de esas figuras que sirven de prototipo para describir la realidad de la política latinoamericana, en especial la colombiana, transversalmente mostrada en la macondiana obra de Gabriel García Márquez.
Caudillo cuasi ilustrado, macabro y perverso con sonrisa de ángel; capaz de tratar con criminales; aparentemente sensible, presto a los detalles más humanos; amigo de sus amigos, que son pocos; frío y milimétrico en las decisiones; ajedrecista en las traiciones; y ahora también “victorioso” ante la COVID-19.
Uribe es sin dudas un cultivador de masas. Conoce las ignorancias, creencias, violencias y dolores de un pueblo que no ha conocido la paz, al que le alimenta las más bajas pasiones. Pero Uribe también tiene miedo, miedo a la verdad y a la justicia.
La alianza
La relación de los grupos de poder colombianos con Estados Unidos está marcada por la sumisión, con muy pocos halos de dignidad en los últimos 120 años. Y el gobierno actual, presidido formalmente por Iván Duque y dirigido por Álvaro Uribe, no es la excepción.
El gobierno de Duque se ha caracterizado por su alineación ideológica y política con un sector republicano extremista que hoy tiene notable y decisiva influencia dentro de la administración de Donald Trump.
Duque rompió así la tradicional y pragmática relación bipartidista de Bogotá con Washington. Lo peor de la derecha colombiana se ha aliado con lo peor de la derecha estadounidense.
Uribe es consciente de que en Estados Unidos descansa suficiente información sobre su historia criminal. También le provoca insomnio los cambios democratizadores que, aunque muy lentos, experimenta la sociedad colombiana tras la firma del acuerdo de paz entre la guerrilla de FARC y el gobierno de Juan Manuel Santos.
La evidencia más palpable de esos iniciales cambios es el proceso judicial que se le ha iniciado al expresidente y los señalamientos, cada vez más fuertes, sobre sus vínculos con el narcotráfico y el paramilitarismo. Asegurar la impunidad es, por tanto, el objetivo central de Uribe; y para lograrlo pactaría hasta con el diablo.
El ascenso de Trump a la Casa Blanca y con él de un sector marcadamente anticubano y antivenezolano se combinó con la llegada al poder en Colombia del uribismo representado por los “Arboleda Boys”, un grupo de políticos y funcionarios de segunda línea graduados en la universidad Sergio Arboleda, centro de pensamiento derechista con reconocidos vínculos con agencias estadounidenses de influencia política.
El propio presidente Duque fue alumno de ese centro, también el actual Alto Comisionado para la Paz, Miguel Ceballos, un anodino funcionario, avieso admirador de Trump, amigo de varios de sus asesores, y profundo anticomunista.
La combinación de estos y otros factores, como los intereses puramente personales de estos mediocres funcionarios devenidos en políticos, le ha permitido a Uribe desplegar su estrategia de cara a sostenerse en el poder y garantizar su impunidad.
La estrategia tiene como línea central polarizar el país para mostrar a su partido como el único capaz de garantizar el orden y la paz.
Para ello se ha empeñado en desmontar el Acuerdo de paz y sus posibilidades democratizadoras; se ha negado a dialogar con la guerrilla del ELN; ha soslayado, y de hecho estimulado, la ola de violencia criminal en el país; acentuó la ideologización de las fuerzas militares y policiales formadas en una lógica de guerra fratricida; enfrió las relaciones con Cuba y desplegó una sólida ofensiva contra Venezuela.
Solo así, en un país donde la neutralidad política camufla el miedo, y la ignorancia y la imperiosa necesidad de sobrevivir nublan los sentidos, el uribismo podría mantenerse con vida y luchar por conservar el gobierno en el 2022.
En este contexto se estrecharon las relaciones entre el uribismo y los sectores derechistas de EE.UU. al converger sus agendas en diversos puntos. Uribe necesita alimentar el discurso de la guerra, mientras que Trump y sus asesores anticubanos y antivenezolanos quieren destruir las revoluciones cubana y chavista.
Esta alianza explica la ofensiva visceral y tardía del uribismo contra Venezuela, y digo tardía porque en el 2012, a una fanfarrona expresión de Uribe respecto a que le faltó tiempo para derrocar la Revolución Bolivariana, Hugo Chávez respondió que más que tiempo le faltó otra cosa.
Igual ha pasado con Cuba. Aunque Uribe mantuvo una relación tranquila y oportunista con ese país durante sus gobiernos, ahora, desde las sombras del poder, ha iniciado una ofensiva anticubana sin precedentes en Colombia, a pesar de que La Habana ha sido un sincero aliado de los esfuerzos colombianos por alcanzar la paz.
La abyecta postura de Iván Duque y el desespero de Álvaro Uribe en sus ansias de impunidad y en su empeño por complacer a Trump, han llevado a la diplomacia colombiana a cotidianos pasos en falsos representados en los estruendosos fracasos frente a Venezuela y Cuba.
Por eso, en tiempos de elecciones en Estados Unidos, Miami bautiza una de sus calles con el nombre del “Gran Colombiano”, como llaman a Uribe sus acólitos. El empeño de los trumpistas por ganar la Florida los obliga a hacer lo necesario para ganar el voto de una parte de la emigración cubana, colombiana y venezolana. Si una vez Trump dijo que Duque no había hecho nada por Estados Unidos, ya es hora de que reconozca que en la Casa de Nariño tiene un comité de campaña.