Indignación blanca, colonialismo y el juego de la codicia capitalista
No es una coincidencia que las denuncias liberales sobre los derechos humanos en Qatar procedan en su totalidad de los países imperialistas estadounidenses y europeos cuyas políticas represivas no han sido objeto de la misma preocupación.
Cuando arrancó el Mundial de fútbol la semana pasada la ofensiva liberal europea y estadounidense contra el historial de violación de los derechos humanos de Qatar, incluido un informe de Amnistía Internacional, llenó las ondas de radio y las redes sociales poniendo el foco particularmente en los trabajadores inmigrantes, en los derechos del colectivo LGTBQ y en la religiosidad del país.
Parece, sin embargo, como si las pasiones que ha suscitado el fútbol durante décadas fueran ajenas a la historia colonial, racial, nacional y capitalista de este deporte. Lo cierto es que no parece que la cuestión de los derechos humanos haya preocupado mucho a los liberales blancos antes de los juegos de 2018 en Rusia o de los de este año en Qatar. Que las preocupaciones liberales en materia de derechos humanos procedan casi siempre (si no siempre) de los países imperialistas de EE.UU. y Europa no es una coincidencia.
Hipocresía liberal
Cuando Inglaterra organizó la Copa del Mundo en 1966 la homosexualidad todavía era ilegal, como lo siguió siendo en Escocia hasta 1980 y en Irlanda del Norte hasta 1982. Una vez que por fin se modificó, la ley se limitó a “despenalizar los actos homosexuales privados y consentidos entre adultos mayores de 21 años aunque impuso penas más duras para los comportamientos homosexuales en lugares públicos”.
En lo tocante a los derechos de las personas trabajadoras, la discriminación constante de la clase obrera no blanca estaba arraigada incluso en el seno de los propios sindicatos británicos.
Gran Bretaña mantenía sus posesiones coloniales alrededor del mundo –desde la por entonces blanca y beligerante colonia de asentamiento de Rodesia, pasando por Hong Kong y las Islas Malvinas (Falkland), hasta Kenia, que acababa de obtener la independencia en 1963 y aún sufría los recientes crímenes contra su pueblo. Los defensores de los derechos humanos no se preocuparon por ellos. El propio Qatar estaba entonces bajo dominación colonial británica.
En Gran Bretaña, entonces al igual que ahora, estaban en vigencia las leyes contra la blasfemia, y la Iglesia de Inglaterra era y sigue siendo su religión oficial. Aun así, albergó la Copa del Mundo sin una queja de los defensores europeos de las libertades civiles y, menos aún, de Amnistía Internacional.
En 1974, cuando Alemania Occidental alojó el Mundial, la población de ese país estaba inmersa en el último coletazo de la represión gubernamental. En 1972 el gobierno había emprendido una purga de radicales en el seno de la administración pública (que comprendía entonces al 20 por ciento de la población activa del país). Los sindicatos alemano-occidentales expulsaban sistemáticamente a sus miembros activistas. La Oficina Federal de Protección de la Constitución llegó a investigar a 2,5 millones de ciudadanos. 800 mil candidatos a funcionarios de la administración pública fueron investigados sobre su fidelidad a la Constitución, lo que derivó en una política de creación de listas negras o Berufsverbot de quienes eran considerados culpables por firmar reivindicaciones, unirse a manifestaciones, etc.
La represión en las universidades, el despido de profesorado y la retirada voluntaria de libros de contenido controvertido por parte de las editoriales estaban a la orden del día. Las leyes nazis contra los homosexuales siguieron vigentes hasta su 1derogación en 1969 pero la discriminación oficial contra la homosexualidad se mantuvo en el país hasta el año 2000.
El racismo de Alemania Occidental contra la mano de obra inmigrante turca también estaba muy extendido. No en vano, entre 1949 y 1973, buena parte de los dirigentes del Ministerio de Justicia de Alemania Occidental seguían siendo miembros del partido nazi, incluidos docenas de antiguos miembros paramilitares de las SA.
Pero Alemania Occidental organizó la Copa del Mundo sin que los defensores europeos de las libertades civiles se quejaran, y menos aún Amnistía Internacional, cuya intervención se requirió para apoyar a los presos de la Baader-Meinhof en el curso de una huelga de hambre en cárceles alemanas en protesta por las torturas. Amnistía se negó a respaldarlos porque, en su opinión, las acusaciones de tortura no estaban justificadas.
Cuando el Mundial se celebró en EE.UU. en 1994, la mitad de los Estados del país tenían en vigencia leyes contra la sodomía y contra la homosexualidad; la versión pródigamente difundida de que el sida era una enfermedad de gays aún no había remitido. En aquel momento el país estaba inmerso en las sanciones contra Iraq que provocaron la muerte de medio millón de niños y niñas iraquíes.
Los asesinatos y las palizas de la policía a hombres negros en las calles de las ciudades estadounidenses se convirtieron en un escándalo público en 1991, cuando se hizo viral el vídeo de la violencia policial contra Rodney King en Los Ángeles. Eso, y también el sistema de encarcelamiento de negros en las prisiones estadounidenses –conocido como New Jim Crow y al que el gobierno de Bill Clinton contribuyó de manera considerable–, o la utilización de población presa como mano de obra esclava, tal y como permite la 13ª enmienda de la Constitución estadounidense, o la continua violación de los derechos de la población nativa americana.
Pero EE.UU. organizó el Mundial sin que los defensores europeos y estadounidenses de las libertades civiles se quejaran, y mucho menos Amnistía Internacional, cuyo informe de ese año condenaba la pena de muerte, la brutalidad policial y el retorno forzoso de los refugiados haitianos, pero no las leyes antihomosexuales, y mucho menos el abuso de los trabajadores inmigrantes.
Cuando EE.UU. organizó las Olimpiadas de 1996 en Atlanta, Georgia, el informe anual de Amnistía ni las mencionó; reiteró su habitual crítica contra la pena de muerte, la violencia policial y la repatriación forzosa de refugiados haitianos tal como venía haciendo en años anteriores. No obstante, publicó una breve declaración de condena por la ejecución de un hombre por el Estado de Georgia.
Por el contrario, Human Rights Watch (HRW) publicó en 1996 un informe sobre la pena de muerte, las leyes contra la sodomía, el racismo y las políticas contra las personas pobres del estado de Georgia, en el que criticaba que la ciudad albergara los Juegos Olímpicos a pesar de este deleznable historial (en su informe de 1994 sobre EE.UU., HRW no mencionaba las leyes contra la sodomía).
Ninguna de las dos organizaciones formaba parte de una campaña internacional orquestada contra EE.UU. por organizar las Olimpiadas. Lo cierto es que aunque EE.UU., Canadá y México serán los anfitriones del próximo Mundial de fútbol tampoco se ha planteado, al menos de momento, ninguna campaña sobre las continuas violaciones de los derechos humanos en los tres países. Y hay que recordar que EE.UU. ganó la candidatura conjunta para albergar el Mundial de 2026 en 2018, durante la administración de Donald Trump.
Raíces coloniales
Los continuos ataques liberales europeos y estadounidenses contra el historial de derechos humanos de Qatar deben considerarse, por tanto, en el contexto de esta ilustre historia en la que Europa y un EE.UU. gobernado por blancos, están exentos de casi toda crítica a diferencia de los países no blancos.
La campaña ha sido tan intensa que hasta Israel, uno de los Estados del mundo que más viola los derechos humanos –incluidos los derechos de los trabajadores inmigrantes no blancos–, se ha henchido de moral al referirse a la trayectoria [de violaciones] de Qatar.
El presidente de la FIFA, el suizo-italiano Gianni Infantino, respondió a estas críticas en la inauguración de los juegos la semana pasada: “Con lo que hemos hecho los europeos en los últimos tres mil años, antes de empezar a dar lecciones de moral, deberíamos estar pidiendo perdón durante los próximos tres mil”. La prensa occidental se indignó y la CNN calificó sus palabras de soflama.
La historia del fútbol va de la mano de la del colonialismo europeo, especialmente el británico. La primera final de la Copa de la Asociación de Fútbol, que se jugó en 1872, la crearon los británicos y poco después se organizó una liga de fútbol.
Entre 1863 y 1877 se fijaron las reglas del fútbol que prohibieron tocar el balón con la mano, lo que coincidió también con el auge de la noción protestante de cristianismo muscular que combinaba el proselitismo de la fe y el deporte para los paganos.
A partir de ahí comenzaría en firme la exportación imperial del fútbol. Su propagación por Europa llevó a que en 1904 las asociaciones de fútbol de Francia, Alemania, Bélgica, Suecia, España, Dinamarca, Suiza y Holanda, crearan la Federación Internacional de Fútbol Asociado (FIFA).
La FIFA estableció la Copa del Mundo en 1930. Los europeos han seguido controlando el organismo rector del deporte mundial: todos los presidentes de la FIFA han sido europeos blancos –excepto un presidente brasileño blanco hijo de inmigrantes belgas, y un presidente camerunés en funciones que asumió el cargo durante menos de cinco meses en 2015-2016.
Los británicos introdujeron sus juegos en sus colonias como medio de enseñar a los bárbaros la disciplina y el trabajo en equipo e inculcarles los valores cristianos. Cuando llevaron el fútbol a Calcuta en la década de 1880 sólo se permitían árbitros británicos.
En 1911 un equipo indio, el Mohun Bagan, derrotó al Regimiento Británico de Yorks del Este por 2-1. En Egipto, los equipos autóctonos comenzaron a jugar contra equipos británicos ya en 1916, y compitieron en los Juegos Olímpicos a partir de 1924.
Para no ser menos, los franceses también llevaron el fútbol a sus colonias del norte de África. Los equipos de Argelia, Marruecos y Túnez compitieron en el campeonato norteafricano creado en 1919, y compitieron por la Copa del Norte de África establecida en 1930.
Al igual que otros colonialistas europeos, el movimiento sionista se volcó desde su fundación en el deporte y el atletismo. Uno de sus fundadores, Max Nordau, emuló a los protestantes al reclamar un judaísmo muscular. Nordau fundó gimnasios para la juventud judía sionista por toda Europa.
A principios del siglo XX los palestinos ya tenían algunos equipos de fútbol debido a la influencia británica y a las escuelas misioneras. Una vez que los británicos conquistaron Palestina en 1917, se sirvieron de sus deportes para normalizar e integrar a la población colona judía que estaban introduciendo en el país a través de clubes deportivos a los que invitaban tanto a colonos como a nativos con el fin de impedir la resistencia nativa palestina.
Pero el plan no funcionó y la mayoría de los equipos siguieron separados e independientes de los británicos. Los colonos sionistas crearon pronto la Asociación de Fútbol de Palestina que siguió siendo exclusivamente judía (salvo para un palestino que únicamente participó en una de las reuniones de su directiva) aunque concurría ante la FIFA como representante de la Palestina del Mandato. Los únicos que jugaban en su campeonato –en el que sonaba el himno sionista– eran equipos integrados exclusivamente por colonos.
Resistencia anticolonial
A pesar de las intenciones británicas, los palestinos colonizados, como antes los indios y los egipcios, vieron en el fútbol una forma de afirmar su nacionalismo anticolonial. Durante la década de 1930 crearon más clubes deportivos independientes del gobierno colonial británico.
En 1931 los palestinos crearon su propia Federación Deportiva Árabe Palestina en la que se integraron 10 clubes; desaparecería en el curso de la Revuelta Palestina de 1936-1939. En 1944, y a pesar del continuo hostigamiento británico, los palestinos crearon la Asociación Deportiva Árabe Palestina a la que se unieron 21 clubes palestinos. En 1947 el número de miembros alcanzaba a 65 clubes. Celebró su campeonato de fútbol en Yafa en 1945. De hecho, para júbilo de los palestinos, un equipo palestino -venció ese año en el partido contra el equipo del ejército británico.
Aunque la Asociación Palestina envió equipos a jugar a los países árabes vecinos y a Irán, no pudo registrarse en la FIFA porque ésta ya había reconocido a la asociación de colonos judíos como representante de la Palestina del Mandato. Las asociaciones deportivas árabes protestaron contra esa decisión de la FIFA. Mientras se llevaba a cabo la conquista sionista de Palestina en 1948 la FIFA reconsideraba las solicitudes palestina y árabes.
Pero aunque los pueblos colonizados utilizaron el fútbol contra sus colonizadores para hacer valer sus aspiraciones anticoloniales, ello derivó asimismo en un hooliganismo endémico por parte de los espectadores británicos y europeos, y en una discordia nacionalista entre los propios colonizados, particularmente en el mundo árabe.
En Jordania el fútbol ha sido desde finales de la década de 1970 uno de los principales escenarios de representación de una identidad y un nacionalismo jordanos exclusivistas frente a la identidad y el nacionalismo palestinos que concurre en el país. Se trata de un enfrentamiento sostenido que el mes pasado provocó la muerte de un niño de 12 años a manos de otro después de un partido entre el Al Wehdat y su adversario más enconado, el Al Faisaly, que requirió la intervención pública de personalidades de ambos equipos para contener la exaltación.
La rivalidad permanente entre los equipos argelino y egipcio desde 2009 provocó un enfrentamiento diplomático y popular entre ambos países. Al margen de esto, el orgullo nacional por los jugadores franco-argelinos como Zinedine Zidane, y egipcios, como Mohammad Salah, que juegan en equipos europeos, se extiende por todo el mundo árabe.
La mercantilización de la pasión
Noam Chomsky dijo en una ocasión que “(…) una de las funciones que desempeñan cosas como los deportes profesionales en nuestra sociedad y en otras, es la de ofrecer un espacio que desvíe la atención de la gente de aquello que importa para que quienes tienen el poder puedan hacer lo que les conviene sin interferencias públicas”.
Los partidos de fútbol –el juego colonial británico más popular legado al mundo– han servido principalmente para desviar la atención de la gente de las luchas políticas y económicas que les atañen. Aunque no es el deporte ni el fútbol en sí lo que provoca la desviación sino el nacionalismo imperante y la propia FIFA.
Como dijo el escritor antiimperialista uruguayo Eduardo Galeano, la FIFA y sus monarcas –y la propia industria capitalista que produce la parafernalia deportiva– son los “culpables de transformar a cada jugador en publicidad andante mientras les prohíben portar cualquier mensaje de solidaridad política”. Son ellos, añadía, “quienes ambicionan mercantilizar la pasión y la identidad”.
No es de extrañar que la FIFA y el Mundial de fútbol se hayan convertido en potentes y muy rentables empresas capitalistas. Quienes dirigen el deporte mundial comprenden bien el papel político y financiero del fútbol internacional: que los países anfitriones de la Copa del Mundo tengan que gastar decenas de miles de millones de dólares en organizar los partidos –y que Qatar los haya superado a todos con más de 200 mil millones– es para ellos una buena inversión de capital.
Las denuncias sobre los derechos humanos de los liberales blancos –por no hablar de Amnistía Internacional– hubieran resultado más convincentes ante una audiencia global si antes se hubieran aplicado a EE.UU. y Europa los mismos patrones que ahora a Qatar, o a Rusia previamente.