Bolsonaro, calladito, mide el tamaño real de la próxima oposición
En este artículo la autora analiza el ascenso del terrorismo de extrema derecha en Brasil y los retos a los que se tendrá que enfrentar Lula para redemocratizar el país.
Gran parte del silencio de Jair Bolsonaro desde que se conoció el resultado final de las elecciones presidenciales, proviene de un estado depresivo. Pareciera que él creía las mismas historias que contaba y descubrió, de pronto, que, más que derrotado por Lula da Silva, perdió las elecciones él solo.
Perdió por la sucesión de errores de apreciación cometidos por un gobierno que tuvo como premisa la distorsión, la confusión, la amenaza, la represión, pero sobre todo, la mentira. Un proceso que acabó distorsionando, confundiendo y falseando la propia perspectiva de Bolsonaro y las que le habían programado los secuaces de Steve Bannon en la internacional ultraderechista.
Bolsonaro dejará como legado las mayores tasas de pobreza y deforestación registradas en la historia de Brasil. En apenas dos años, 11,6 millones de brasileños se vieron sumergidos en la miseria; al tiempo que la tasa de deforestación de la Amazonia promedió un aumento del 59,9% durante todo su mandato.
Los últimos años han sido de destrucción acelerada del país. El nuevo presidente tendrá que reinsertar a Brasil en el mundo, restaurar los compromisos sociales del Estado, retomar el camino del desarrollo, contener el colapso ambiental y pacificar la disputa política. Un desafío, en particular, atraviesa todos los demás y es crucial para el futuro democrático: Lula necesita liderar el proceso de reconstitucionalización de Brasil.
Esta semana la estatal energética Petrobras lanzó una nueva versión de su plan estratégico, ignorando las solicitudes del gobierno de transición. Ejecutivos de la empresa dijeron a los inversionistas que el documento prevé “continuidad”, señalando incluso que la distribución de dividendos a los accionistas sigue siendo una prioridad.
Durante el gobierno de Bolsonaro, Petrobras multiplicó la distribución de utilidades a los inversionistas debido a la reducción de sus inversiones y al aumento del precio de la gasolina y el diésell. Petrobras se convirtió en la empresa que más dividendos paga en el mundo. Todo esto fue criticado por Lula, así como que la empresa haya puesto a la venta parte de sus activos, incluidas las refinerías que producen combustible para consumo nacional.
La derrota de Jair Bolsonaro aleja del horizonte el riesgo de un cierre autoritario, pero aún queda mucho por hacer para que la Constitución de 1988 vuelva a tener vigencia en el país. Se debe restaurar la división de poderes, el principio de igualdad ante la ley y el consenso sobre el respeto a los resultados electorales, pilares del orden liberal que se quería construir tras la superación de la dictadura de 1964, que, con la llegada al poder de un grupo tan nostálgico del régimen militar, fueron atacados.
La campaña electoral que acaba de terminar revela, con singular claridad, la dimensión del callejón sin salida en que se encuentra Brasil. En relación a muchos de los abusos de Jair Bolsonaro, comenzando por el uso de la maquinaria pública a favor de su candidatura, el incentivo apenas velado a la violencia política y la reiteración de las amenazas de golpe, las instituciones optaron por la indulgencia.
El tema candente de la libertad de expresión sirve como ejemplo. Ahí están los hipócritas gritos de “censura” de la extrema derecha, que realmente apostaba por la difusión deliberada de mentiras con el objetivo de tergiversar la elección popular. Pero aún falta definir el marco legal que permita establecer las reglas del debate público, sin comprometer la libertad de los comunicadores y sin depender de la voluntad de ningún alguacil de turno.
Al gobierno de Lula le toca redibujar los límites entre los poderes, sin dejar de tener en cuenta que las instituciones están “pobladas”, es decir, no operan automáticamente, sino a través de los agentes que ocupan cargos en ellas. Esto quiere decir que su funcionamiento también depende del material humano que los compone.
La realidad es que buena parte del Congreso y de las cortes de ¿Justicia?, está compuesta por personas no sólo intelectualmente inexpertas, sino también desprovistas de cualquier sentido del deber público. Además, no se puede dejar de considerar el crecimiento de la presencia política militar.
Una cierta “doctrina de Villas Bôas”, elaborada por el ex comandante del ejército y candidato a la vicepresidencia, determinaría que las Fuerzas Armadas deberían ser incorporadas como interlocutores “normales” en el debate político. La realidad es que sus intervenciones siempre tienen un tono amenazante y si se permite que se involucren en política, existe el riesgo de que restrinjan el poder civil y la democracia.
Sus intervenciones parten siempre del mito del “poder moderador”, la idea fantasiosa de que las Fuerzas Armadas tienen la última palabra en los desacuerdos entre los poderes de la República. También les gusta reivindicar un patriotismo especial, inaccesible a los civiles. Sin embargo, actúan, no en defensa de ninguna idea, aunque sea equivocada, de la Patria, sino para proteger ventajas mezquinas o satisfacer a poderes extranjeros.
«Los militares arruinaron el país. Este es el legado desastroso dejado por el gobierno militar nominalmente presidido por Bolsonaro», señala Jeferson Miola, analista del Centro Latinoamericano de Análisis Estratégico (CLAE).
El mutismo del Mesías
Dicen que el pez por la boca muere: la covid-19 no fue una pequeña gripe (gripezinha). En Brasil hubo cuatro veces más muertes por la pandemia que el promedio mundial. Fueron unas 700 mil víctimas de la covid-19 en el país, gracias al negacionismo bolsonarista.
Cuando, al comienzo de la pandemia, las Fuerzas Armadas y el Ministerio de Salud se unieron para sacar de China a los brasileños que vivían en la ciudad de Wuhan, la operación fue un éxito. Pero Bolsonaro prefirió envidiar al entonces ministro de Salud, Luiz Henrique Mandetta, temer el ascenso del entonces gobernador de São Paulo, João Doria, quien, al final, ni siquiera fue candidato presidencial, restarle importancia a la pandemia, para apostar en contra de su evidente gravedad.
La pandemia derrotó a Bolsonaro. No por la enfermedad por sí, sino por su tozudez. Algunos de los analistas de la derecha creen que el resultado de las elecciones no es tan horrible para él: fue el segundo candidato presidencial con mayor número de votos en la historia, lo que muestra que existe un potencial considerable de oposición al nuevo gobierno de Lula, que Bolsonaro puede llegar a liderar como líder principal.
Hasta ahora decidió permanecer en silencio, quizás porque sigue deprimido, quizá porque le aconsejaron trazar un mapa exacto del tamaño de la oposición que lidera, para saber realmente con quién puede contar realmente. Su idea es mantener las acampadas frente a los cuarteles, al menos hasta el 1 de enero, para medir el tamaño de la oposición.
Su mutismo sirve para mapear el tamaño del apoyo político, tras darse cuenta que la mayoría de los que estuvieron con él lo hicieron por pragmatismo, lo cual no significa que lo abandonen ahora. Obviamente no ayuda en esta estrategia “populista” que su hijo Eduardo Bolsonaro fuera a beber champán y comer langosta en Qatar.
Y para poder liderar la oposición, Bolsonaro realmente debe saber cuántos y quiénes lo acompañar. La decisión de recortar fondos del presupuesto secreto tiene que ver con este mapeo, como forma de impedir que sus secuaces sigan saltando la tranquera.
El resurgimiento del terrorismo
El inminente fin de la Dictadura Militar en Brasil (1964-1985) provocó que la extrema derecha brasileña entrara en un estallido activista para intentar frenar ese derrumbe. Recientemente el portal Metrópoles publicó un informe del Servicio Nacional de Información -de 1984-, en el que se enumeraban 187 atentados terroristas perpetrados por grupos de extrema derecha entre 1978 y 1983, entre ellos el atentado terrorista de Río Centro, en 1981.
Grupos anticomunistas, opuestos a la democracia y dispuestos a defender la tortura y el asesinato y desaparición de los opositores, vinculados a las cloacas de la dictadura, se responsabilizaron de esa infinidad de atentados. Vanguardia de los Cazacomunistas (VCC), Comando de Cazacomunistas (CCC) y Falange Pátria Nova (FPN) son algunos de los grupos citados en el informe del SNI, el organismo encargado de la persecución y eliminación de los opositores a la dictadura.
Los ataques contra líderes de izquierda, librerías y entidades defensoras de la democracia y los derechos humanos tenían como objetivo frenar las negociaciones que intentaban armar una transición de régimen, incluso con garantías para los militares involucrados. El mismo método y los mismos objetivos, volvieron a ocurrir en Brasil durante el período bolsonarista.
El viernes 25 de noviembre se registró otro atentado terrorista: un joven, que portaba un símbolo nazi, mató a cuatro personas e hirió a más de 10, en dos escuelas del municipio de Aracruz, en Espírito Santo, copiando, quizá, al modelo estadounidense donde los ataques son también individuales por parte de ultraderechistas, en el marco de una ola de crecientes actos de intolerancia política, desencadenados por manifestaciones golpistas de la extrema derecha y la derecha radical.
Hay numerosos informes de vergüenza, violencia y agresión perpetrados por derechistas en bloqueos de carreteras y campamentos frente a cuarteles. El analista Jorge Branco señala que al gobierno de Lula le será necesario enfrentar el problema del golpe de Estado y el terrorismo de derecha. Brasil necesitan más instrumentos jurídicos para su autodefensa: criminalizar el golpe de Estado y la violencia política, para que la llaga ultraderechista no siga creciendo.