La república popular del fútbol
Un Mundial sirve para hinchar, pero también para pensar.
Lionel Messi y Argentina son campeones del mundo. Su equipo ganó la final a la hasta ahora selección campeona, para levantar la copa por tercera vez en la historia de esa nación sudamericana. Casi hasta el minuto 80 del partido final, Argentina impartía una lección técnica y física a los europeos. Tras ese instante, Francia empató. El hecho ocurrió cuando todos los jugadores galos, con excepción del portero Hugo Lloris, eran franceses negros.
He escuchado varias veces a lo largo del Mundial bromas más o menos serias sobre Francia como el “equipo africano de Europa”. Del otro lado, también una broma simétrica: Argentina es “el país más europeo de América Latina”.
Un Mundial sirve para hinchar, pero también para pensar. Varios debates interesantes tuvieron lugar durante su curso. Uno de ellos comenzó con The Washington Post, cuando Erika Edwards, profesora afroamericana, con tres libros publicados sobre la historia racial de Argentina, cuestionó por qué la selección no contaba con más jugadores negros.
En redes sociales y medios le contestaron que nombrase jugadores negros argentinos que merecieran ser convocados por Lionel Scaloni y hubiesen sido excluidos. El chiste se cuenta solo. Supone que la realidad es lo que se ve, y no cómo se ha llegado a ella.
Las explicaciones fueron las de siempre: tal ausencia se debe al talento, y Dios lo concede no importa si se es negro o blanco, o azul. Argentina es una nación blanca. Qué se cree esa profesora gringa del país más racista del mundo, etcétera.
Los “africanos franceses”
El equipo francés campeón mundial de 1998, con Zizou, el genio franco-argelino a la cabeza, fue la imagen del deseable multiculturalismo a la francesa que hacía convivir a blancos, negros y árabes. Era la promesa de un nuevo entendimiento de lo francés, históricamente asociado a la blanquitud y la herencia cristiana, y más recientemente, en una expansión de esa línea, a lo europeo y lo occidental.
Es un hecho con historia. Desde cincuenta años antes, oleadas de habitantes de las excolonias francesas habían retomado la Bastilla, vía la migración. Los que llegaron se fueron convirtiendo, enfrentando en el proceso todos los problemas de la “integración”, en franceses.
En los 1980, movilizaciones de franceses negros u originarios del norte de África reclamaron igualdad material en derechos, y no solo reconocimiento formal de ciudadanía.
Los hijos de esas generaciones, y de esa historia política, son franceses. Experimentaron la caída de la narrativa multicultural del campeonato del 98. En 2005 las periferias, los barrios pobres de París y otras ciudades, se incendiaron con protestas de familias de inmigrantes, o de orígenes migrantes, con demandas muy concretas: vivienda, transporte de calidad y empleo para 40 por ciento de jóvenes imposibilitados de trabajar.
Fueron acusados de ser negros que ponían en peligro la República francesa. Para entonces, la familia Mbappé estaba integrada en Francia. El padre, camerunés, entrenó fútbol en Francia. La madre, franco-argelina, tuvo éxito en el balonmano francés.
Siete años antes de esas protestas, ambos habían tenido un hijo llamado Kylian, nacido en la ciudad de Bondy, una de las zonas más candentes de los disturbios de 2005. Años después, Mbappé, ya estrella mundial del fútbol, ha sido fotografiado con la rodilla en tierra, el célebre gesto antirracista que acuñó Colin Kaepernick en Estados Unidos.
Con aquel contexto aún caliente, Nicolas Sarkozy hizo campaña en 2007: “Volverse francés significa adherirse a una forma de civilización, a valores y costumbres”. Esos valores eran la tierra de nacimiento y la herencia cristiana: un ataque frontal contra el Estado laico y la universalidad proclamada del republicanismo cívico francés.
Karim Benzema, otro genio franco-argelino, lo tradujo así: “Si marco, soy francés; si no lo hago, soy árabe”.
El actual equipo francés, con campeonato y subcampeonato mundiales al hilo, genera mucha ansiedad, por negro, en el establishment conservador francés, que ve allí una derrota de la integración francesa, la expresión de tendencias “separatistas” de minorías, que se estarían cargando la indivisibilidad de la nación francesa, marca de origen de su republicanismo.
Llamarle a ese equipo “africano” abona esa línea de discurso: extranjeriza la “amenaza” interna para proteger el principio nacional francés; realza el discurso supremacista de franceses de “pura cepa” contra los otros, así sean de enésima generación de migrantes, destruye el principio del universalismo republicano y olvida que la Revolución francesa consideró ciudadanos a los extranjeros.
Mbappé tiene herencia directa africana. Benzema es musulmán. Con respeto y orgullo por ambas identidades, son franceses. Imponerles un grupo etnocultural de pertenencia y encasillarlos en un origen africano o árabe, es expulsarlos de Francia, su país.
En las consecuencias de sus actos, esos jugadores “africanos” están acaso contribuyendo a algo inédito: redefinir la identidad francesa, que quizá en el futuro se exprese con un guion intermedio para aludir a varios orígenes.
Con su disputa de identidades, estos deportistas, estos sujetos sociales, afirman que la cultura francesa depende de una sociedad plural y reinstauran en el corazón de lo francés el legado de la esclavitud y el colonialismo, de muy escasa y problemática memoria oficial en Francia. Todo ello son pesadillas para las elites galas. Lo hacen siendo franceses de múltiples orígenes.
Argentina: “país de blancos”
En 2018, Macri, entonces presidente de Argentina, dijo que sus connacionales son “todos descendientes de europeos”. No es un tema solo de las derechas del país. El presidente Alberto Fernández lo repitió en 2021: “los argentinos descendemos de los barcos”.
Mucho antes, en el XIX, presidentes como Sarmiento y Urquiza hicieron mucho por esa idea: borrar la negritud y asociar modernidad con blanquitud. Una enmienda constitucional ordenaba en 1853: “El gobierno federal fomentará la inmigración europea”.
La idea de la nación blanca es un mito fundacional argentino. Fue la tesis que cuestionó la profesora Erika Edwards en su texto. The Washington Post pretendió corregir la plana aludiendo a números (no se trata de uno por cieto de población negra en Argentina, sino de mucho menos que uno por ciento), pero el problema sigue en pie por debajo de las cifras.
Lo real no es lo que se ve, sino qué y cómo ha llegado a ser. El blanqueamiento fue una política latinoamericana que tuvo particular éxito en Argentina. La idea de la nación blanca niega a los que ya estaban allí: los indígenas. Niega a los 200 mil africanos que llegaron como personas esclavizadas al Río de la Plata. Niega las sucesivas oleadas de migrantes que han ido multiplicando en ese país los números de personas no blancas en el siglo XXI.
A principios del siglo XIX, en Buenos Aires los negros representaban hasta 30 por ciento de la población. En la provincia de Córdoba, en 1889, los infantes calificados como “de color” llegaban a 36 por ciento. A la vez, desde principios del siglo XX los negros, tras procedimientos legales y culturales de blanqueamiento, fueron declarados oficialmente “extintos”. En Argentina, desde 1887 hasta 2010 no se contabilizó la población negra.
Durante la campaña conocida como la Conquista del Desierto en 1879, fueron asesinados miles de indígenas, y extranjerizados como salvajes e inferiores. Según la lógica de la modernidad, estaban llamados a extinguirse por sí mismos. La civilización solo aceleraba un destino natural. Los indígenas sufrieron además otro tipo de muerte. Fueron convertidos en argentinos, sin más marca étnica o cultural, y fueron “criollizados” como parte de un proceso de blanqueamiento legal.
Al elegir ignorar esta historia, algunos pretenderán aún que si el negro no está en un equipo de fútbol es porque nunca estuvo, o porque no tiene “talento”.
Erika Edwards está lejos de haber inventado el agua tibia. Para Ignacio Aguiló, en Argentina “la blanquitud persiste como un ideal inquebrantable de nación”. Según Eduardo Elena, la “nacionalización de la blanquitud”, fue política del Estado argentino, también durante el primer peronismo, para subrayar el carácter blanco, católico e hispano de la nación. De acuerdo con Mariano Nagy, “lo que interpretamos como identidad argentina es menos lo que somos que lo que queremos ser: un pueblo que bajó de los barcos europeos”.
A lo largo de ese proceso, “pasar por blanco” se hizo una cuestión tan estratégica como de supervivencia. Sin embargo, en Argentina hay “negros”. Son los no blancos, los morochos, como Diego Armando Maradona, como Marcos Acuña, Gonzalo Montiel, Exequiel Palacios o el Cuti Romero.
Además hay otros negros: los pobres. La oposición al primer peronismo tuvo esa marca racial: las “cabecitas negras”, el “aluvión zoológico”. Negros son los villeros, los campesinos, los recogedores de basura, los trabajadores informales, los obreros.
Es una negritud nacida de la clase social, que no responde a la cantidad de melanina en la piel. Ambas son degradaciones que parten de reconocer la tez clara, y el estatus social, como norma nacional ideal. No es un tema “argentino”. Con distintas variaciones, el silencio sobre la raza ha sido una variable fundamental de la construcción nacional latinoamericana.
A su vez, los propios argentinos blancos —el segundo apellido de Messi es el muy italiano Cuccittini— pueden ser rápidamente expropiados de su imagen de “europeos”.
Apenas Messi se saltó la norma de corrección política impuesta por la FIFA, con una frase tan poco radical como “qué mirás bobo”, la derecha argentina y medios europeos conjuraron el fantasma indeseado del plebeyismo, de la indecencia, de las pulsiones primarias, del no saber estar, de la falta de educación de los de abajo. Los pretendidos europeos, al final, son “apenas” latinoamericanos.
El “hombre vulgar” le llamó La Nación a Messi. El resultado: Messi 1, Domingo Faustino Sarmiento 0. La frase fue una derrota del autor de “civilización contra barbarie”, pero esta vez a favor de la civilización de lo popular y la cultura de lo colectivo. En el campo de fútbol, tradujeron ese lenguaje en la mejor jugada colectiva del Mundial: el segundo gol contra Francia, con asociación, ritmo, cumbia, tango, crónica, belleza, felicidad y protesta.
Un ensayo clásico de la cultura crítica latinoamericana, Caliban, de Roberto Fernández Retamar, comienza cuestionando a Domingo Faustino Sarmiento y la pregunta: “¿Existen ustedes los latinoamericanos?” Siete décadas después, el Mundial de Qatar sigue respondiendo la pregunta.
“Muchachos, nos volvimo a ilusionar”
El Mundial se acabó y, es verdad, el mundo sigue donde estaba. Hay quien prefiere que las gentes del pueblo no reciban sino hambre, represión y degradación. La fiesta popular es circo, opio, enajenación. Para esa lógica, es preferible tener a pueblos tristes, fijados en la certeza que jamás podrán ganar nada.
Pero en este mundial el pueblo argentino, y el pueblo global —desde Bangladesh hasta Japón, pasando por Francia y Marruecos— ganó.
Como dijo alguien en redes cuyo nombre he olvidado, frente a tantas promesas —de derecha e izquierda— que nadie cumple, un grupo compacto de jugadores prometió y cumplió. “La raza es la negación de la idea de lo común”, dice Achille Mbembe, y la raza fue un tema puesto en conversación por el evento más seguido en común en el orbe.
La alegría del triunfo en el fútbol, en un contexto mundial repleto de derrotas, y también ante la brutal mercantilización global del deporte, recordará cómo se siente ganar. Eso, muchachos, que nos volvimo a ilusionar.