Aniversario de la Nakba: 75 años sin probar un higo como el palestino
Durante la catástrofe, los sionistas expulsaron a más de 750 mil palestinos nativos de sus tierras, destrozaron 530 aldeas, cometieron una treintena de masacres y más de 13 mil palestinos perecieron como resultado de su violencia.
Palestina sabe a higo. La dulzura de la fruta alcanza cada rincón del paladar, brindando un deje de calor a las entrañas. Hosnieh Ahmad Ghozlan siente el jugo chorrearle por los labios. "Tenía 10 años, era pequeña pero sabía distinguir lo que es bello", cuenta exaltada, "y Palestina era la tierra más hermosa jamás vista". "Los higos, las granadas, las berenjenas… ¡esos árboles bajo los que quedarse dormida!”, rememora.
Han pasado 75 años desde su último encuentro con su tierra. A las puertas de este trágico aniversario, Hosnieh recuerda, vívida, todos los pasos del camino que le llevaron a lamentarse en un mísero presente desde el campo de refugiados de Shatila en la capital libanesa de Beirut. "Allá donde fuimos, hicimos la tierra más bella, más fructífera", afirma con contundencia.
En 1948, Hosnieh dejó de ensuciarse la camisa con el zumo rosado de los higos más jugosos sobre la faz de la tierra. Con apenas un puñado de dinero, su familia tuvo que abandonar su hogar y sus propiedades. Ocurrió entonces la catástrofe, la Nakba en árabe. Las milicias sionistas expulsaron a más de 750 mil palestinos nativos de sus tierras. A su paso, los futuros israelís destrozaron 530 aldeas, cometieron una treintena de masacres y más de 13 mil palestinos perecieron como resultado de su violencia. "Nuestros vecinos eran judíos y nos llevábamos bien, hablaban árabe y todo", apunta la octogenaria de Yajour, en Haifa. "Pero cuando empezaron a llegar judíos del extranjero, les armaron mientras que nosotros no podíamos tener armas; por eso ocurrió la Nakba", explica a El Periódico.
Vistiendo el thob palestino
Los restos de esa tierra que perdieron, que les arrebataron, permean en el recuerdo sensorial de sabores incomparables. Pero también se mantienen en el trazado paciente de los bordados palestinos. Amneh Saleh Daher viste el tatreez típico de color rojo en su thob negro, el traje tradicional de las mujeres palestinas. "Es nuestra herencia palestina, nuestros abuelos y sus abuelos nos dejaron el thob y la kufiya como linaje", afirma orgullosa. “Los israelíes ya nos arrebataron la tierra, no podemos permitir que nos quiten nuestra cultura también”, dice, estirando la tela que cortó para hacerle una chaqueta a su nieta de cinco años. Oriunda de Dir al Asi, cerca de Acre, no se cansa de contar su historia.
Amneh recuerda cómo, con apenas tres años, sacudió el cuerpo inerte de su hermana de un año después de que la escuela adyacente a su casa fuera bombardeada. Se escondió bajo un puente hasta que su hermana mayor la obligó a emprender la marcha lejos del peligro. "Vámonos, ella ya no está", le dijo. "Cuando llegamos al sur del Líbano, alguien nos señaló: ¿ves esa línea?, ese es tu país y este es el nuestro", rememora. Y así ha sido. Pero esa distinción, que nunca ha permitido a los refugiados palestinos obtener la nacionalidad libanesa, no les ha ahorrado tragedias. "Hemos vivido varias Nakbas aquí en el Líbano", lamenta Amneh.
Empezaron su vida a este lado de esa línea en el campo de Burj el Shemali, al sur del país. Malvivían en el campo de refugiados de Tel al Zaatar cuando las fuerzas cristianas libanesas emprendieron su masacre en plena guerra civil. Unos meses después, llegaron a Shatila, de donde tuvieron que escapar de la matanza de miles de los suyos. “Solo queremos acostumbrarnos a vivir, no tenemos una tierra”, implora con serenidad. "¿Dónde quieren que vayamos? Como una gata con sus crías, llevo toda la vida moviendo a mis hijos de cada lugar para salvar sus vidas", defiende. Hace un par de años, intentó dejar el campo de Shatila, pero no pudo. "Pese a la miseria, aquí la gente es más calmada, somos como una familia, nunca les puedo cerrar la puerta", dice entre risas.
"Quiero hablar y que el mundo escuche"
Jamili Saleh Dawood ya nació en tierras libanesas, pero su padre se lo contó "todo" sobre su patria palestina. Fueron de las primeras familias en establecerse en Shatila, con tiendas. "Cada vez que me ven, mis vecinos me recuerdan como gateaba de una tienda a otra, llenándolas de arena", cuenta con picardía. Cuando era pequeña, sus padres y su hermano viajaron hasta Palestina y le trajeron una caja de higos. "Mi corazón ardió, venía de nuestra tierra virtuosa", rememora. Jamili, que significa 'bella' en árabe, nunca conoció su aldea palestina cercana a Acre, conocida con el nombre de Majd el Krom. Fue concebida en la siria Alepo, en el primer destino del exilio de su familia, donde su hermano, de salud frágil, murió.
"Quiero hablar y que el mundo escuche lo que el pueblo palestino desea", afirma contundente. "Queremos nuestros derechos en nuestra tierra, y nada más; aunque vivamos en tiendas, como hicieron nuestros ancestros, lo importante es volver", remarca para este diario. Hosnieh, Amneh y Jamili narran sus infancias y sus tragedias con ansias. Saben que no cuentan con el favor del tiempo. Al describir la Palestina que vieron o la que le han contado, elevan un poco más la voz. Tal vez nunca puedan volver a probar los higos palestinos. "Pero sí que lo harán mis hijos o los hijos de mis hijos", coinciden las tres.
Repiten las mismas historias ante cualquier público dispuesto a escucharlas. La palabra esperanza acompaña a cualquier deseo del retorno. “El día que me digan que ya podemos volver retornaré aunque sólo sea con mi vestido”, defiende Jamili. “Volver es más importante que cualquier cosa que pueda llevar conmigo”, subraya, señalando su ropa. Jamili, como no podría ser de ninguna otra manera, viste un colorido thob, llevando ya a su tierra consigo.