José Martí: Subsuelo y vanguardia de la Revolución
Entre la competencia elitista y la fidelidad ética y consecuente, la juventud tiene en Cuba suficientes argumentos para entender la resistencia de la revolución ante el deseo antiguo del imperio de apoderarse de la isla.
Cuando me llegó la fecha de la intervención solicitada por los organizadores del coloquio "Cuanto hice hasta hoy, y haré, es para eso", que la Fragua Martiana celebra anualmente en torno al aniversario de la muerte de José Martí, solo tenía escrito el título que encabeza estas líneas. En la prisa de los días, no había podido hacer más, y ahora he tratado de resumir lo que dije en la Fragua.
Mientras pensaba en cómo cumplir el encargo con decoro, y con respeto al público, llegaron a mi vista dos noticias que parecían no tener ninguna relación con el tema ni entre sí: había muerto en Italia una mujer luego de pasar treinta y un años en estado de coma, y de las filas del deporte cubano había desertado el único representante que había ganado el título en el reciente campeonato mundial de boxeo, celebrado en Tashkent.
Aunque no es cuestión de acostumbrarse, no asombran ya las deserciones de atletas cubanos en busca de la fortuna material que su país no puede ofrecerles en medio de las penurias económicas que padece, agravadas —cuando no originadas— por el férreo bloqueo imperialista, un crimen que muchos parecen no querer ver.
Pero la noticia de la fuga del boxeador la acompañó, o calzó, propalada gustosamente en distintos medios y en redes sociales, una conclusión “científica”. Según ella, la fuga del púgil demostraba que ni la inserción de Cuba en el boxeo profesional, ni su afán por estimular económicamente a sus deportistas, impedirán que una creciente cifra de ellos la abandonen. De los que se quedan en el país y siguen representándolo se habla mucho menos, aunque sean muchos más.
Nadie medianamente racional y mínimamente informado supondrá que los magros recursos materiales con que este país cuenta le permitirán rivalizar, en la igualdad de condiciones que se hace todo lo posible por impedirle tener, con los beneficios que un deportista exitoso puede alcanzar en las cadenas —usado el vocablo con todas sus connotaciones— del deporte rentado. Este hace tiempo que es cada vez más negocio que deporte, y ha devenido una especie efectiva de opio con la cual aplacar inquietudes sociales, señaladamente en la juventud.
A los jóvenes se les asegura que pueden volverse millonarios y ser felices si llegan a triunfar en el deporte, o en los deportes más mediáticos. No se les habla de la exigua cantidad que representan los triunfadores en comparación con los que ni de lejos obtienen los dividendos de los deportistas más cotizados, o que no ganan nada.
Tampoco se dice que los ingresos de los exitosos no se corresponden con la importancia de las patadas que se le dan a un balón de fútbol, de los jonrones conectados en el beisbol o de los golpes que se propinan a otro ser humano en el boxeo. Todo es éxito y boato, y a menudo culebrones como los urdidos sobre los futbolistas más sobresalientes.
De ocupaciones en que no se alcanzan grandes dividendos, pero son vitales para la sociedad, ni se habla.
Si la Cuba revolucionaria —especialmente su líder, Fidel Castro— apostó por el deporte aficionado, no fue por un capricho técnico o por un dogma, sino por la búsqueda de un modelo de sociedad diferente, y en ese camino el deporte devino uno de los índices más visibles de sus logros.
No por gusto el capitalismo procuró que el deporte amateur se mezclara con el rentado, y particularmente los Estados Unidos procuraron que, incluso para insertarse en el deporte comercial, los atletas cubanos tuvieran que hacerlo por caminos tortuosos, y desertar de su país.
El ejemplo de los incontables deportistas que a lo largo del tiempo no han cedido a tales chantajes no podrá borrarlo nadie ni nada, pero los medios del capitalismo y las redes manejadas por exponentes de ese sistema hacen todo lo posible por ocultarlo.
El panorama se vuelve aún más turbio si, para colmo, los propios medios cubanos —no se calcula aquí en qué proporción o en qué porciento de sus voces— magnifican las bondades del deporte rentado, lamentan que Cuba haya “tardado tanto” en sumarse a él y algunas “estrellas mediáticas” aconsejan a nuestros niños y niñas que se propongan triunfar en la pelota y en otros deportes para que se hagan millonarios.
Pero si algo debe deplorar un revolucionario no es precisamente que no se haya podido mantener la orientación que Cuba intentó darle a su movimiento deportivo, sino las dificultades con que hoy tropiezan los afanes de justicia para fundar una sociedad distinta, sobre bases que no cedieran a las presiones capitalistas. Y en esto entra la noticia sobre la mujer que murió en Italia tras una larga permanencia en estado de coma.
El hombre que se casó con ella menos de dos años antes de ocurrir el accidente que la dejó en ese estado, dio el ejemplo de alguien que no había escogido meramente como compañera a una mujer con quien irse a la cama o que le cocinara macarrones y risottos deliciosos. Mostró su conciencia de que se había casado con un ser humano que merecía su amor, y diariamente iba a darle compañía en las residencias donde permaneció en coma y en el hospital donde finalmente murió.
La comparación puede parecer, o ser, descomunal. Pero lo cierto es que una Revolución como la cubana no se abraza —si se abraza de veras— en busca de ventajas materiales, sino como un camino para defender la justicia social, la equidad, y tratar de consumarla.
También está claro que no se le puede pedir a la generalidad de la población que actúe y piense como su vanguardia, que, en tanto tal, no es mayoritaria. Pero si es vanguardia de veras, y no se infecta con ambiciones espurias, ni deja de hacer todo lo necesario para el bienestar de su pueblo, cumplirá los principios que la harán merecedora de ser seguida.
Así y todo, ni la vanguardia ni quienes la encabecen —por definición más escasos numéricamente que ella— deberán idealizar al pueblo, suponerlo capaz de sacrificios infinitos sin ver luz de esperanza en el camino, y que quienes lo dirigen echan rodilla en tierra con él.
El propio José Martí, quien no solo dijo que echaba su suerte con los pobres de la tierra, sino que lo hizo, y escogió ser pobre, en el mismo texto —“Maestros ambulantes” (1884)— donde escribió que “Ser culto es el único modo de ser libre” y “Ser bueno es el único modo de ser dichoso”, añadió: “Pero, en lo común de la naturaleza humana, se necesita ser próspero para ser bueno”.
Sin espacio para más, apúntese que en Martí la prosperidad no significaba enriquecimiento, y menos aún enriquecimiento alcanzado por vías inmorales. Sobre todo, téngase en cuenta que él no figuraba en “lo común de la naturaleza humana”: era un ser extraordinario, también tratándose de la disposición al sacrificio necesario.
Pero sin un mínimo de necesidades satisfechas, se dificulta que las personas comunes actúen del mejor modo, y renuncien a obtener los alimentos y otros artículos necesarios, aunque sea por caminos tan indeseables como comprarlos a delincuentes.
Él, Martí, disfrutaba cumplir principios éticos que otros quizás no podrían asumir, sino a regañadientes o como infortunio. Pero su ejemplo debe servirnos para saber cómo actuar. Además, su visión era la propia de quien sabía llegar a lo hondo.
Cuando un cubano intentó —presumiblemente con buenas intenciones— convencerlo de que no debía arriesgar su vida por una Cuba donde no había “atmósfera de revolución”, él le respondió de modo terminante: “Usted ve la atmósfera, y yo veo el subsuelo”.
Quizás nunca antes la imagen de la fidelidad a una esposa en estado de coma pudiera ser tan buen modo de representar cómo serle fiel a una Revolución que, aunque no esté en coma ni debamos permitir que llegue a estarlo, atraviesa una etapa de inocultables gravedades.
Para quienes la hayan abrazado por convicción, sería indigno abandonarla, o desear —no digamos ya propiciar— que Cuba tome un camino contrario al que hizo de ella la anomalía sistémica que conquistó la admiración del mundo.
Urge resolver problemas internos que dependen del país, de nosotros, sin esperar a que la hostilidad del enemigo externo ceda, algo con lo que no resulta sensato ni aconsejable contar. Pero las soluciones se deben acometer con las mayores honradez e inteligencia posibles, sin propiciar aberraciones que, como la corrupción en sus distintas expresiones, pueden generar males irreversibles, y con metástasis.
Mientras procuramos que semejante realidad no ocurra, o erradicar los asomos que ya pueda estar teniendo en nuestro medio, tampoco debemos olvidar el gran peligro que nos acecha desde el exterior: el representado por un monstruo capaz de tender tentáculos hacia nuestro propio territorio, o de utilizar como tentáculos las aberraciones que internamente estén prosperando contra la marcha revolucionaria.
Ese monstruo, que tiene recursos mediáticos poderosos para enmascararse y para edulcorar su imagen, y para que algunos prefieran no verlo —porque verlo implica el reclamo ético de enfrentarlo—, no empezó a ser enemigo de Cuba en 1959, ni siquiera en 1898. Desde que se gestó como país se planteó apoderarse de ella.
Cuando Martí, en la víspera de su muerte, escribió en la célebre carta a Manuel Mercado que todo cuanto había hecho, y haría, sería para cumplir su deber patriótico, y añadió: “En silencio ha tenido que ser, y como indirectamente”, no se refería a disimulo alguno de su pensamiento antimperialista, que era público y confeso, sino a que la guerra que había preparado contra el gobierno de España estaba ya dirigida, en lo fundamental y más profundo, contra los intereses de los Estados Unidos.
Muertos Martí y Antonio Maceo, ese “Norte revuelto y brutal” halló más cómodo el camino para aprovechar debilidades internas de las fuerzas cubanas y demostrar a partir de 1898, con su intervención en la guerra que Cuba merecía ganarle a España, que a Martí lo asistía la máxima claridad.
Para eso veía el subsuelo de la revolución y en campaña se sentía feliz de estar todos los días en peligro de dar la vida por su país, en el cumplimiento del deber que entendía, y que tenía ánimos para realizarlo.