Colombia: La simulación macabra
Colombia es un país curioso y su vida política es sin dudas interesante. El académico Renán Vega le llama “el macabro reino de la simulación”. Macabro, por la violencia y criminalidad que transversaliza la historia y la vida de ese país suramericano; y simulación, porque mentir, fingir y aparentar, son características intrínsecas de la política nativa, con pocas y asesinadas excepciones.
El gobierno de Iván Duque, instalado desde agosto de 2018 ha sido un extraordinario ejemplo de la simulación macabra.
Desde su campaña electoral, simuló ser un renovador de la política defendida por su mentor Álvaro Uribe, afirmando que la paz se complementaría con la legalidad; que la corrupción sería derrotada; que los pequeños y medianos empresarios tendría en él un aliado; y que la educación y la salud serían reformadas. Todo fue una clara apariencia, como sus canas retocadas, para demostrar madurez.
Ni la paz ni la legalidad han llegado a un país que sigue marcado por la guerra. Los Acuerdos de Paz viven una sagaz desarticulación; la violencia asociada a la política y el narcotráfico se agrava ante un Estado que gasta millonarias cifras en armas e inteligencia para aparentar un enfrentamiento incapaz de ganar, no tanto por su limitación sino por su complicidad.
La legalidad no es más que un eslogan para las cámaras, pues la criminalidad asciende, la impunidad se multiplica y la corrupción sigue siendo protagonista de la escena nacional.
La corrupción se resiste incluso al criterio de más de 11,5 millones de colombianos que en consulta electoral votaron por un paquete de medidas contra este flagelo, pero como faltaron 500 mil votos, la majestad del Congreso, por aquello del respeto a las leyes (no a la voluntad del pueblo), no se sintió obligada a implementar las reformas votadas por una franja poblacional considerable. Y sería muy largo detallar las acusaciones que hoy sufre el presidente por la entrada de dineros del narcotráfico y de un actor extranjero a su campaña presidencial, contribuciones ilegales coordinadas por prominentes miembros de su partido, el mismo que es conducido milimétricamente por Álvaro Uribe.
De la voluntad de apoyo a las pequeñas y medianas empresas, solo bastaría decir que los efectos de la pandemia corroboraron quienes son verdaderamente beneficiados y respaldados por un gobierno corporativo y subordinado a los dueños del país. Bastaría destacar que, de los más de 58 millones de dólares destinados en líneas de créditos para incentivar la producción de alimentos en medio de la pandemia, más de 55 millones terminaron en las arcas de grupos empresariales ajenos a procesos de producción de alimentos. Un detalle vernáculo del neoliberalismo colombiano.
Los sectores de la educación y la salud no han sido ajenos a la desatención. La casi paralización de todas las universidades antes de la pandemia debido a las protestas y demandas insatisfechas de los estudiantes y trabajadores del sector son una prueba más de la “voluntad” expresada por Duque durante la campaña.
La salud es una deuda eterna en Colombia, y su precariedad fue visualizada en estos meses de pandemia que parecen no tener fin para este país. Con más de 145 mil enfermos confirmados y una cifra de muertes que rebasa los 4500, Colombia es el quinto país con la situación más grave de la región.
Y es que la pandemia llegó a un país que había privatizado casi por completo su sistema de salud, y por primera vez el mundo y muchos colombianos conocieron la realidad. Incapaz de concretar acciones sanitarias de prevención, el sistema de salud se ha visto impotente ante la avalancha de casos y el gobierno ha emprendido una carrera contra reloj para aumentar las camas de cuidados intensivos, logrando parciales avances.
Pero el sistema se encuentra con un nuevo obstáculo, la inexistencia del personal necesario calificado para operar esas camas, un serio problema estructural que no se soluciona en meses. De hecho, la pandemia también confirmó que los profesionales de la salud de la nación, sobre todo en lo poco que queda del sector público, vive en condiciones de extrema desprotección social y económica y con condiciones laborales que no cumplen con la bioseguridad que demanda esta enfermedad.
Toda esta simulación, de por sí macabra, estaría en los estándares normales de la región, si no tuviera la característica que hace de su situación una noche más que tenebrosa. Los asesinatos de líderes sociales y de exguerrilleros desmovilizados, las violaciones de niñas por militares, los feminicidios, la violencia ciega contra médicos y enfermeras, y otros crímenes son hoy parte de la pandemia que por décadas vive ese país, sin que se avizore un cambio sustancial en la superación de las causas que generan esta descomunal violencia, que se cobra miles de vidas al año.
Pero lastimosamente, poco se puede esperar en defensa de la vida de un gobierno que, frente a la pandemia, además de intercambiar experiencias con el Brasil en la “lucha” contra el Covid-19, pone la economía como prioridad.
La diferencia entre Iván Duque y Jair Bolsonaro es que el primero sale todos los días a la TV como un misionero de la vida y la virtud; y el segundo, sin cinismo escénico, asume su papel criminal con naturalidad y coherencia; pero ambos son igualmente macabros.