Ojos Legendarios
La inseguridad que provoca estar al pairo de olas, galernas y tempestades, de perder la ruta de vuelta a casa, o de ser empujados por los vientos hacia mares desconocidos, debe provocar mucho desasosiego aun en los más experimentados navegantes.
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Ojos Legendarios. Foto: Cortesía Juanlu González
Cuanto más peligrosa es una profesión humana, más supersticiosos se vuelven quienes la practican. Jugarse la vida a diario, coquetear con el azar, conlleva el ancestral intento de defenderse de las caprichosas fuerzas de la Naturaleza o de blindarse frente a la Parca. Aunque para ello se usen rituales, hechizos o prácticas alejadas del pensamiento científico o del imperio de la razón.
Los marinos son un buen ejemplo de ello. La inseguridad que provoca estar al pairo de olas, galernas y tempestades, de perder la ruta de vuelta a casa, o de ser empujados por los vientos hacia mares desconocidos, debe provocar mucho desasosiego aun en los más experimentados navegantes.
De ahí la profusión de supersticiones en la mar.
Por ejemplo, en cubierta —aún hoy— no se debe silbar, pues eso podría enfurecer a Eolo y desatar la fuerza de los vientos. A veces los armadores, al construir las naves, colocaban una moneda bajo el palo mayor, algo que recuerda una especie de tributo a Caronte, el barquero que conduce a los muertos al reino de Hades. Todos sabemos que las mujeres no solían ser tradicionalmente bienvenidas en los barcos, sin embargo, si se desnudaban en la proa en una tormenta, eran capaces de calmar las aguas, de ahí que en los mascarones de proa, se usen mucho las esculturas femeninas para apaciguar a los dioses del mar. Si los delfines nadan junto a la proa, es señal de buena suerte, abrir un paraguas a bordo, todo lo contrario.
La forma adecuada de dormir en un barco para no atraer la mala suerte es con a cabeza a proa y de entrar y salir del barco es con el pie derecho por delante. Son centenares las formas de ahuyentar el mal fario en un barco, enumerarlas todas sería una tarea abrumadora.
Todo indica que, dentro de esas medidas de autoprotección de los marineros se encuentra la costumbre, actualmente en declive, de pintar ojos en la proa de las embarcaciones. Aunque es una tradición muy típica de todo el Mediterráneo, también hay variantes en lugares tan lejanos como Vietnam, Bali o algunas zonas concretas del Pacífico oriental. Sin embargo, la mayoría de los investigadores coinciden en que son un fenómeno puramente originario del Mare Nostrum, extendido por fenicios o griegos y, posteriormente, exportado a través del comercio y los siglos a otras zonas del planeta.
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Foto: Cortesía Juanlu González
Aún más, con el permiso del bueno de Horus, es bien posible que el origen de esta práctica tenga mucho que ver, una vez más, con el Estrecho de Gibraltar y las culturas que lo habitaron y visitaron.
En los abrigos campogibraltareños con pinturas rupestres, no es infrecuente encontrar dos grandes ojos que parecen observarte fijamente, como tampoco es raro encontrar en la provincia ídolos cilíndricos en los que únicamente destacan dos ojos grabados y cierta ornamentación a su alrededor. Quizá esta práctica, unida al terror que provocaba el paso del Estrecho, provocó que la tradición helenística identificara a nuestra tierra con la morada de las Górgonas, tres engendros femeninos, mitad antropomorfos, mitad serpientes, que podían matar únicamente con su mirada a cualquier ser vivo, persona o monstruo, que se cruzase en su camino. Son citadas por autores clásicos de la talla de Homero —en la Odisea—, de Hesíodo o de Ovidio.
Así que, de nuevo, nuestra región fue el escenario de una batalla mitológica en la que participaría otro de los héroes de leyenda favoritos del mundo griego, Perseo.
Hoy sigue siendo tan popular que es protagonista de no pocas producciones de Hollywood e incluso de algunos videojuegos. Perseo fue un semidiós, hijo de Zeus y de la bella mortal Dánae, que fue enviado por orden de su rey, a los confines del mundo conocido, al lejano occidente, para hacerse con la cabeza de Medusa, la única mortal de las tres Górgonas. Este monstruo poseía una cabellera de serpientes y una mirada tan penetrante, que convertía en piedra a quien la alcanzase. Incluso después de muerta mantenía su poder, convirtiendo al poseedor de su cabeza en poco menos que invencible.
Tras matar a Medusa de un certero mandoble guiado, eso sí, por la puntería de la diosa Atenea, protectora de Perseo, el héroe tomó el camino a casa. Y así fue, a su vuelta a Grecia, encontró a Andrómeda encadenada, entregada en sacrificio para que un monstruo marino la devorase y poder calmar la ira de Poseidón, el dios de los mares. Si se me permite el spoiler, el semidiós no dudó en enfrentarse al Kraken, mostrándole la cabeza de Medusa y quedó convertido en piedra para los restos. Perseo y Andrómeda se casaron y tuvieron siete hijos, una de los cuales se llamó Gorgófone en honor de quién salvó la vida de su amada.
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Foto: Cortesía Juanlu González
Esos poderosos ojos autóctonos, acabaron convertidos en una especie de ubicuo amuleto protector. Se incorporaron a los escudos griegos y a las proas de los barcos helenos. Aún hoy, es posible verlas, pintadas o corpóreas, en la proa de barcos de flotas de pesca de ambos lados del Estrecho, recordando para siempre el mítico episodio del encuentro entre Medusa y Perseo, entre los pueblos del interior del Mediterráneo y los del lejano occidente, nuestros antepasados.
Los marinos aceptaron la dualidad del mito de Medusa, con una vertiente terrorífica sumada a otra protectora.
Por eso los pintaban, tanto para ahuyentar a los monstruos marinos, como para que supieran sortear los peligros del mar y encontrar el camino a casa. Pintarle ojos a un barco es como dotarlos de alma, en cierto modo, es darles vida. Por eso aún se conservan en algunos pueblos los rituales para «abrir» los ojos de las embarcaciones y trocarlos de una pintura sin vida a una ayuda fundamental para la navegación, tanto o más que la brújula o el moderno GPS.
La pena es que, salvo iniciativas culturales de rescate del símbolo como las emprendidas en la costa malagueña; con la modernización de las embarcaciones y la desaparición de las carpinterías de ribera tradicionales, el ojo protector se está convirtiendo en una rareza en zonas como Barbate, Ayamonte o la costa mediterránea marroquí. Algo parecido sucede en Italia, Grecia y Turquía. Con la sola excepción de Malta, donde son una auténtica enseña nacional, está en peligro de extinción una parte esencial de nuestra historia, nuestra cultura y nuestra identidad, tanto la mediterránea, como la campogibraltareña y estrechense. Aún estamos a tiempo de que no suceda.