En zona rural de Cúcuta resurge el paramilitarismo
Cuando los paramilitares llegaron, en diciembre de 2020, reunieron a toda la comunidad y se presentaron. Uno de ellos dijo: “Mire, no se preocupen, ustedes avisen a la Policía y al Ejército que nosotros estamos aquí. Ellos ya saben y contamos con su apoyo.
A solo 26 kilómetros de Cúcuta, en la zona rural, hay al menos un centenar de hombres que buscan controlar la región. Se dice que están vestidos con pantalón y camiseta negra, que son “paisas” y siempre están armados. También cuentan que llegaron, en grupos de cuarenta, en avionetas desde Carepa, en el Urabá antioqueño. Se hacen llamar las Agc y en reiteradas ocasiones han reunido a la gente que vive en los cascos urbanos de los corregimientos de Palmarito, Aguaclara y Banco de Arena para explicarles su misión.
“Cuando los paramilitares llegaron, en diciembre de 2020, reunieron a toda la comunidad y se presentaron. Uno de ellos dijo: “Mire, no se preocupen, ustedes avisen a la Policía y al Ejército que nosotros estamos aquí. Ellos ya saben y contamos con su apoyo, porque tenemos la misión de sacar al Eln de la frontera”, cuenta un habitante de la zona que prefiere no identificarse.
Y quieren sacar al Eln de la zona rural de Cúcuta y del municipio de Tibú porque esta es la puerta de entrada hacia la región del Catatumbo, que históricamente ha sido disputada por grupos paramilitares y guerrillas, pues no solo es un corredor estratégico hacia Venezuela y el Caribe, sino que también tiene el mayor número de cultivos de coca del país. De acuerdo con el Sistema Integrado de Monitoreo de Cultivos Ilícitos (SIMCI), hay 41 000 hectáreas de coca, 20 000 de las cuales están en Tibú.
En los corregimientos de Palmarito y Banco de Arena denuncian que las Agc se tomaron el territorio, después de un llamado de auxilio de Los Rastrojos, que estaban a punto de perder la guerra con el Eln.
En la batalla que libran contra esta guerrilla por el control territorial y los cultivos de coca, las masacres, asesinatos, desplazamientos y desapariciones componen el panorama a una hora y media de la capital de Norte de Santander.
Los paramilitares no les avisaron de su arribo a las personas de las veredas más alejadas. Un habitante de la zona se enteró por rumores y porque el 29 de enero lo visitaron: quince hombres armados llegaron a su finca en Carbonera-Totumito, mientras él trabajaba en sus cultivos. El encuentro no fue tan cordial como las reuniones del pueblo: sin mediar una palabra, comenzaron a dispararle.
“Cuando veo en el filo de la montaña a toda esa cantidad de armados, me asusté, pero seguí trabajando. Luego escuché una ráfaga de disparos y boté el rastrojo. Empecé a correr como pude. En esas me estrellé con una piedra y me partí el peroné. Pensé que me habían pegado un tiro porque la pierna se me iba de lado. Me metí a un bejuco y ahí duré doce horas mientras se iban. Las tres personas que estábamos en la finca nos salvamos de milagro. Venían a matarnos dizque porque éramos guerrilleros (...) Ellos se presentaron ante la empleada como paramilitares, como las Agc”.
Tras el episodio casi no puede salir de su vereda. La gente tenía miedo de sacarlo porque “los paras”, como les dicen, podían matarlos. Sus allegados pidieron auxilio y el Ejército les respondió que a “esa casa no iban porque ya les habían advertido lo que iba a pasar en la mañana y era muy peligroso”.
Solo un vecino lo ayudó a salir escondido en su camioneta al verlo tan malherido. Hoy está a salvo, pero se quedó sin nada. Le robaron plata, animales y ropa, y le destrozaron la casa. Tampoco puede volver porque las amenazas continúan. Justo estaba emprendiendo un proyecto productivo con los beneficios que le había entregado el Programa de Sustitución de Cultivos de Uso Ilícito (PNIS), creado después del Acuerdo de Paz, pero le tocó dejarlo botado. “Yo había escuchado combates sobre todo por la frontera, en la pelea con Los Rastrojos, y hasta estallar minas, pero no me había tocado así la violencia. Esa gente llegó a matarnos”.
En los últimos seis años, la disputa por esta región de la zona rural de Cúcuta y el bajo Catatumbo ha sido intensa. Desde de que se firmó el Acuerdo de Paz y la guerrilla de las Farc dejó el territorio, las guerrillas del Eln y el Epl libraron una guerra, que finalmente ganaron los “elenos”. Pero cerca, como un rezago de los grupos de autodefensas que se tomaron Norte de Santander entre 2000 y 2008, estaban Los Rastrojos.
“Los Rastrojos han estado sobre todo en zona de frontera. Incluso uno puede decir que tenían su sede más en Venezuela que en Colombia. En diciembre de 2019, el presidente venezolano Nicolás Maduro arremetió en su contra. Se arrinconaron en Colombia, pero aquí el Eln tampoco les dio espacio. Ahí comenzó una guerra terrible. Había masacres cada semana. Muchas ni se conocieron. Llegaban fotos en los grupos de WhatsApp de a cinco muertos. En total habrían asesinado a por lo menos cincuenta personas durante los meses de combates”, relata un funcionario que también prefiere no revelar su identidad.
Esos combates se intensificaron durante 2020, cuando el mundo se enfrentaba a un virus desconocido, que luego desencadenó una pandemia. Mientras en las principales ciudades del país había preocupación por cómo detener las muertes del Sars-Cov-2, la falta de implementos sanitarios o de infraestructura médica; las poblaciones de Palmarito y Banco de Arena no dormían porque no sabían en qué momento serían víctimas de una bala perdida o los asesinaban. “Aquí en las noches, desde hace más de un año, quien no suda, llora”, cuenta otra habitante.
Desde marzo hasta julio de 2020, en la zona rural de Cúcuta se registraron tres masacres. La primera de ellas se conoció el 9 de marzo, cuando campesinos de la vereda Santa María hallaron a ocho personas asesinadas. Luego, el 5 de julio, en la vereda de Puerto León, encontraron a otras cuatro personas. Y apenas trece días después fueron asesinadas dos personas más en la vereda de Vigilancia y otras seis más en Carbonera-Totumito.
“Eso fue el terror. La gente empezó a salir de nuestras casas porque solo escuchábamos de muertos y muertos. Y porque si no la tildaban de guerrilleros, lo hacían de paraco. En julio del año pasado, 460 personas de La Silla, en Tibú, se fueron hacia otros corregimientos por lo que había pasado al lado de ellas en Carbora-Totumito y Vigilancia ¿Cómo es posible que, en un territorio de Cúcuta, tan cerca de la ciudad, estemos pasando por estas cosas? ¿Cómo estamos hablando de minas, desapariciones forzadas, paramilitarismo, guerrilla, cultivos y nadie dice nada?”, declaró un líder social que prefirió el anonimato.
La Defensoría del Pueblo ya había alertado de la grave crisis. Lo hizo desde el 13 de marzo, a través de la alerta temprana de inminencia n.° 011-2020. El documento, dirigido a la entonces ministra Alicia Arango, expresaba su preocupación por que en “la zona rural de Cúcuta se encuentra en grave riesgo por posibles enfrentamientos entre miembros del Eln y el grupo armado ilegal Los Rastrojos, así como de estos grupos con el Ejército, con interposición de personas y bienes protegidos por el DIH. Debido a la tensión que se vive en los corregimientos antes descritos, las familias se encuentran confinadas en sus viviendas y temen que se presenten enfrentamientos armados en el área”, dice el documento.
La entidad deja claro que, en los corregimientos de Palmarito, Banco de Arena, Puerto Villamizar, Aguaclara, Guaramito, San Faustino y Ricaurte “se prevé la ocurrencia de homicidios selectivos y múltiples (masacres), confinamiento de la población civil, reclutamiento y utilización de niños, niñas y adolescentes, imposición de restricciones a la movilidad y amenazas y ataques contra los procesos sociales, líderes y lideresas de la zona”. Desde entonces, hay retenes ilegales sobre la vía que imponen restricciones a la movilidad de la población.
A pesar de la detallada descripción de lo que hasta hoy sucede, la advertencia ha sido letra muerta. “Esas alertas tempranas no sirvan para nada. Solo para que las víctimas busquen ser reparadas y tengan un soporte de que el Estado sabía sobre lo que ocurría. Del resto, ni el Gobierno ni el Ejército o Policía hacen algo por la gente”, agrega uno de los funcionarios entrevistados.
Hasta diciembre de 2020, el pulso lo ganaba el Eln, pero el panorama cambió cuando llegaron las Agc. Primero empezaron con los panfletos anunciando su alianza con Los Rastrojos. Después convocaron las reuniones con las comunidades. Y aunque a una hora y media de Cúcuta todo el mundo sabe que en cualquier momento estalla una segunda ola de violencia, las advertencias no han sido escuchadas. De hecho, quienes se han atrevido a denunciarlas, como Wilfredo Cañizares, defensor de Derechos Humanos y presidente de la Fundación Progresar, han recibido amenazas.
Ir a la región es imposible. Aunque está tan cerca y el recorrido no tarda más de siete horas, no hay un solo habitante, líder u organización que esté dispuesto a llevar a un desconocido, en este caso a un medio de comunicación, hasta allá. Durante tres días, Colombia 2020 estuvo en Cúcuta tratando de organizar la visita, pero la respuesta siempre fue la misma: “Nadie puede garantizar que no les vaya a pasar nada. Y quien los lleve corre riesgo de ser amenazado o asesinado”. La única salida era una visita de un día con organismos internacionales, Defensoría del Pueblo o Secretaría de Posconflicto. Todas tenían la agenda llena durante la visita y algunas por seguridad prefirieron no acompañarnos. Así, las entrevistas de este reportaje se hicieron en Cúcuta y con el compromiso de que las trece fuentes consultadas conservaran su anonimato.