A diferencia de otros famosos y mediáticos líderes latinoamericanos, llama poderosamente la atención la templanza, sencillez y discreción de Gustavo Petro. El primer presidente de izquierdas de la historia de Colombia no dice una palabra más alta que la otra, ni es demasiado amigo de imágenes o eslóganes que rocen el populismo.

Comienza Petro con la imagen de un jovencísimo Gustavo Petro en 1987, cuando pertenecía al M-19. El Movimiento 19 de Abril, como recuerda el documental de Sean Mattison, fue una guerrilla urbana colombiana que se gestó tras el escandaloso pucherazo en las presidenciales del 19 de abril de 1970 y que convirtió en presidente a Misael Pastrana Borrero. Y aunque le acabó costando sufrir torturas, lo que animó definitivamente a Petro a ser guerrillero y apostar por vivir en la clandestinidad, no fue la corrupción bipartidista colombiana, sino el asesinato de Salvador Allende el 11 de septiembre de 1973.

Allende marcó su vida tanto como la figura de Simón Bolivar (clave en la independencia hispanoamericana frente al Imperio español y líder de la emancipación total de Venezuela, Colombia, Ecuador y Panamá), fundamental en la lucha guerrillera colombiana y además con un sonado acto: el 17 de enero de 1974, el M-19 robó una de las espadas de Bolívar de la casa-museo Quinta de Bolívar, en Bogotá. Un pepinazo mediático.

Por desgracia, Petro también fue testigo de la masacre del Palacio de Justicia de 1985, cuando el M-19 retuvo como rehenes a 350 personas entre empleados, magistrados, consejeros de Estado y visitantes. La bestial respuesta de la Policía Nacional y sobre todo del Ejército Nacional, que entró a cañonazos, y que se extendió hasta la tarde del jueves 7 de noviembre, causó la desgarradora cifra de 101 muertos.

Colombia es un país, como bien recuerda Petro, que no ha vivido en paz durante dos siglos. 

También vivió Petro el brutal asesinato, el 26 de abril de 1990, de Carlos Pizarro, último comandante del M 19 tras dejar las armas y firmante del acuerdo de paz con el gobierno de Virgilio Barco ese mismo año. Pizarro era candidato presidencial por el movimiento político que surgió del M-19 tras su desmovilización y fue asesinado por Gerardo Gutiérrez Uribe, alias “Jerry”, que logró entrar en el avión en el que viajaba el candidato.

En pleno vuelo, sacó del cuarto de baño una subametralladora, disparó contra él y también fue abatido por los escoltas de Pizarro. El cadáver de Pizarro fue llevado a la Quinta de Bolívar, donde se dio a conocer el M-19 al robar la famosa espada de Bolívar. Una vez más, la esperanza de paz en Colombia, demasiado acostumbrada a los magnicidios políticos, se desintegraba.

Hoy Petro ya no es guerrillero ni lleva un arma, pero sabe lo que es vivir a diario vistiendo un chaleco antibalas. También a jugarse la vida, como demuestra un momento de Petro (disponible en Movistar Plus+) en el que una bala impacta el coche blindado que usó como candidato y para hacer campaña por Colombia, un país, como bien recuerda, que no ha vivido en paz durante dos siglos.

Y paz es una palabra en la que este hombre sereno insiste. El gran escenario en el que hizo campaña por todo el país tenía forma de pe, la pe de Petro y de paz, de pueblo y de pacto, el pacto para que un país con alucinantes recursos deje de matarse, descanse y se desarrolle. No lo tiene fácil, claro. Nunca lo ha tenido. Frente a él están los candidatos de extrema derecha que repiten “Paremos a Petro”, también con dos pes.

Pueden adivinar la matraca: socialismo, comunismo, dictadura, chavismo, Venezuela, Cuba, miseria... A todas horas en radios, televisiones, redes sociales y carteles. La eterna turra del capital contra alguien que sencillamente quiere redistribuir la riqueza en un país rodeado de grandísimos recursos. Por eso a Trump tampoco le gusta Petro, que acaba de acusar a la CIA de estar detrás de las noticias que vinculan a dos altos funcionarios gubernamentales con las disidencias de la extinta guerrilla de las FARC (Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia). También cree que lo único que interesa a Trump de Venezuela es el acceso a su petróleo. Y no le falta razón.

Tampoco hay que olvidar en este complejísimo escenario a Álvaro Uribe, expresidente de Colombia y que sigue siendo un hombre muy poderoso en el país y el gran referente de la derecha y la ultraderecha colombiana. Uribe, que busca una gran alianza de las derechas para tumbar a Petro en las presidenciales que se celebrarán el año que viene en dos vueltas (el 31 de mayo y el 21 de junio), acaba de recibir un mazazo importante: su hermano menor, el empresario y ganadero Santiago Uribe, ha sido condenado nada menos que a 28 años de cárcel por delitos relacionados con paramilitarismo, en concreto por liderar el grupo paramilitar Los 12 apóstoles y por el asesinato de un conductor de autobús de Yarumal llamado Camilo Barrientos.

El rico terrateniente Uribe es de los que tampoco pierde ocasión para hablar del peligro del comunismo o el “neocomunismo” de Petro. Uribe, nacido en Medellín, como Petro, fue alcalde esa ciudad, presidente de Colombia durante dos legislaturas (de 2002 a 2010) e investigado por soborno a testigos en actuación penal y fraude procesal. Todavía lleno de ambición de poder, Uribe es tan radical que vio con recelo que Juan Manuel Santos lograse la paz con las FARC-EP además del Premio Nobel de la Paz en 2016. Todo volvió a cambiar cuando llegó al poder el uribista Iván Duque y continuaron los asesinatos de excombatientes de las FARC-EP. Vuelta a empezar.

A diferencia de Uribe y su obstinada lucha contra la violencia endémica de Colombia, Petro repite que la verdadera violencia es la miseria estructural de un país cuya mayoría no existe, solo subsiste. Por eso recurre a su “pacto de convivencia” y a la lucha por los miles de campesinos sin tierra. 

Petro ha conseguido, con el llamado Pacto histórico, una coalición de partidos de la izquierda que ganó a la coalición de derechas. Su contrincante en la primera vuelta, Fico Gutiérrez, alias “jamás comunista”, llegó a decir que con Petro Colombia podría llegar ser una dictadura. Sin despeinarse. Pero el contrincante que rozó el delirio en la segunda vuelta de las elecciones del 2022 fue Rodolfo Hernández, ejemplo millonario populista de maneras trumpistas y fallecido en septiembre del año pasado.

Muy famoso en Bucaramanga, ciudad de la que fue alcalde entre 2015 y 2019, Hernández, vulgar, xenófobo (llegó a decir que Adolfo Hitler “era un gran pensador”) y misógino, juzgado por corrupción y sentenciado a 64 meses de cárcel, abofeteó a un concejal opositor en medio de una transmisión en directo por redes sociales, lo que le supuso la suspensión del cargo del alcalde. Aun así, sus eslóganes populistas funcionaron, se convirtió un hombre muy seguido, sumó casi seis millones de votos, pulverizó a su contrincante de la derecha, Fico Rodríguez, y perdió con Petro por un ajustadísimo tres por ciento. Colombia se libró por los pelos de su propio Trump.

Tras el estallido social el 2021, con decenas de muertos y desaparecidos en una represión salvaje, y el triunfo de Petro en 2022, Colombia en 2026 se enfrenta a revalidar un proyecto de paz y la justicia social u optar por la extrema derecha y el neofascismo. Poca broma.