Siria en la geopolítica: cinco años después
Es conocido cómo Washington y Londres miraron el ascenso de Hitler en Alemania con esperanzas antisoviéticas. El acercamiento a China tuvo también motivos antisoviéticos cocinados en la Casa Blanca. Notoria fue la postura de EE.UU. en el conflicto Irán-Iraq. Y el apoyo a los pre-terroristas islamistas en Afganistán contra el Ejército Rojo es historia profusamente escrita.

Estos pocos ejemplos –existen muchos más- ayudan a explicarnos cómo ha actuado siempre EE.UU., allí donde le es inconveniente meter sus botas. En igual sentido debemos comprender lo que sucede hoy en Siria, país que ha sido a lo largo de décadas un obstáculo para los planes de EE.UU. e Israel y también para las petro-monarquías fratricidas de la zona.
¿Por qué Siria?
La propuesta panarabista, el apoyo a la causa palestina y a la resistencia anti-sionista, las relaciones con la URSS y las concepciones de organización social y construcción estatal de los líderes sirios chocaron siempre con los intereses geopolíticos de un EE.UU. sediento de petróleo y enfrascado en la Guerra Fría; de un Israel sionista con ansias expansionistas; y de unas monarquías tribales que vieron ascender su poder con el boom petrolero.
Las invasiones de EE.UU. contra Afganistán e Iraq, bajo la sombrilla de la lucha contra el terrorismo, más que el clímax de la supremacía estadounidense, evidenció el agotamiento de un proceder basado en la fuerza y la acción directa. Mientras EE.UU. se atascaba en los terrenos afgano e iraquí, la recomposición global tomaba un giro inesperado con el ascenso chino, la recuperación rusa y el inicio de una nueva época en América Latina.
Al mismo tiempo, en el Medio Oriente, Irán fortaleció sus posiciones a pesar de que tenía en sus fronteras occidental y oriental decenas de miles de soldados estadounidenses; Siria solventaba la crisis con reformas económicas; en El Líbano las fuerzas de la resistencia se convirtieron en interlocutor indispensable; y en los territorios ocupados palestinos, Hamas ganaba unas elecciones por primera vez. Se creó de esta forma un notable eje de resistencia compuesto por Irán, Siria, Hizbullah y Hamas.
A partir de entonces, Irán, y sus aliados regionales, llegaron a convertirse en obstáculos estratégicos para Washington, pues además de frenar intereses circunstanciales que involucraban también a Tel Aviv y las monarquías de la zona, el eje Teherán-Damasco estaba justo en las puertas de Asia Central y todo el Oriente, donde China y Rusia constituían –y constituyen hoy- el blanco final.
En consecuencia se desencadenaron diversas acciones con vistas a debilitar esa singular alianza. Los militares israelíes aún recuerdan con desagrado cómo en el 2006 tuvieron que abortar sus objetivos en el sur del Líbano, cuando Hizbullah los contuvo demostrando un alto poder de fuego, dominio del terreno y control de las líneas de suministro de armamento, todo con el respaldo de Irán y Siria. La impotencia resultante fue descargada dos años después contra Gaza y Hamas, el eslabón más débil del eje.
Irán tampoco quedó incólume. Pero ante tamaño enemigo la táctica fue otra: la subversión interna aderezada con presiones internacionales y una despiadada campaña mediática que buscaba el aislamiento internacional. Con la reelección de Mahmoud Ahmadineyad como presidente en 2009, EE.UU. desarrolló un impresionante plan subversivo, afincado en las nuevas tecnologías de la información y las comunicaciones, capaz de poner en las calles a miles de ciudadanos que exigían la anulación del resultado. Estas protestas prefabricadas y alimentadas, aunque superadas, constituyeron una muestra de lo que sería la Primavera Árabe, estación que quizás por el cambio climático, nunca logró una flor en ninguna de las monarquías amigas de Washington.
En esta línea de acción, Siria entró en la mira. EE.UU., con su proverbial oportunismo, puso en la balanza más intereses que escrúpulos al apoyar a grupos notoriamente terroristas que enfilaron sus armas contra Siria y un Iraq desorbitado del eje estadounidense y cada vez más cercano a Teherán, Damasco y Moscú. El respaldo a los grupos terroristas se materializó con medios y técnicas militares, equipos de comunicación, información de inteligencia y cobertura mediática.
Fue impresionante ver el avance de caravanas de camiones atestados de terroristas y otros medios artillados por las arenas del desierto sin que se le moviera un músculo de la cara a los voceros de Occidente ni a sus medios de comunicación. Con satélites capaces de ubicar una escuadra móvil de guerrilleros en medio de la boscosa, elevada y tupida selva colombiana, parecía inconcebible que las unidades del Estado Islámico se pasearan ante los ojos de la mayor potencia mundial dejando atrás una estela de crímenes de lesa humanidad tanto en Iraq como en Siria.
Pero ese era el objetivo. Dejar avanzar al Estado Islámico, empujarlo contra Siria, desmembrar ese país, debilitar la alianza y poner contra las cuerdas a un Irán desafiante que se oponía a desmantelar su programa nuclear pacífico y disuasivo. Pero Siria resistió, no solo a los deshumanizados miembros del Estado Islámico, sino también a la campaña mediática contra el gobierno de Bashar Al Assad que recibió hasta críticas de sectores de izquierda del mundo a los que hoy se les cuestiona su dudosa capacidad para ubicar en el espacio al verdadero enemigo.
Las invasiones de EE.UU. contra Afganistán e Iraq, bajo la sombrilla de la lucha contra el terrorismo, más que el clímax de la supremacía estadounidense, evidenció el agotamiento de un proceder basado en la fuerza y la acción directa. Mientras EE.UU. se atascaba en los terrenos afgano e iraquí, la recomposición global tomaba un giro inesperado con el ascenso chino, la recuperación rusa y el inicio de una nueva época en América Latina.
Al mismo tiempo, en el Medio Oriente, Irán fortaleció sus posiciones a pesar de que tenía en sus fronteras occidental y oriental decenas de miles de soldados estadounidenses; Siria solventaba la crisis con reformas económicas; en El Líbano las fuerzas de la resistencia se convirtieron en interlocutor indispensable; y en los territorios ocupados palestinos, Hamas ganaba unas elecciones por primera vez. Se creó de esta forma un notable eje de resistencia compuesto por Irán, Siria, Hizbullah y Hamas.
A partir de entonces, Irán, y sus aliados regionales, llegaron a convertirse en obstáculos estratégicos para Washington, pues además de frenar intereses circunstanciales que involucraban también a Tel Aviv y las monarquías de la zona, el eje Teherán-Damasco estaba justo en las puertas de Asia Central y todo el Oriente, donde China y Rusia constituían –y constituyen hoy- el blanco final.
En consecuencia se desencadenaron diversas acciones con vistas a debilitar esa singular alianza. Los militares israelíes aún recuerdan con desagrado cómo en el 2006 tuvieron que abortar sus objetivos en el sur del Líbano, cuando Hizbullah los contuvo demostrando un alto poder de fuego, dominio del terreno y control de las líneas de suministro de armamento, todo con el respaldo de Irán y Siria. La impotencia resultante fue descargada dos años después contra Gaza y Hamas, el eslabón más débil del eje.
Irán tampoco quedó incólume. Pero ante tamaño enemigo la táctica fue otra: la subversión interna aderezada con presiones internacionales y una despiadada campaña mediática que buscaba el aislamiento internacional. Con la reelección de Mahmoud Ahmadineyad como presidente en 2009, EE.UU. desarrolló un impresionante plan subversivo, afincado en las nuevas tecnologías de la información y las comunicaciones, capaz de poner en las calles a miles de ciudadanos que exigían la anulación del resultado. Estas protestas prefabricadas y alimentadas, aunque superadas, constituyeron una muestra de lo que sería la Primavera Árabe, estación que quizás por el cambio climático, nunca logró una flor en ninguna de las monarquías amigas de Washington.
En esta línea de acción, Siria entró en la mira. EE.UU., con su proverbial oportunismo, puso en la balanza más intereses que escrúpulos al apoyar a grupos notoriamente terroristas que enfilaron sus armas contra Siria y un Iraq desorbitado del eje estadounidense y cada vez más cercano a Teherán, Damasco y Moscú. El respaldo a los grupos terroristas se materializó con medios y técnicas militares, equipos de comunicación, información de inteligencia y cobertura mediática.
Fue impresionante ver el avance de caravanas de camiones atestados de terroristas y otros medios artillados por las arenas del desierto sin que se le moviera un músculo de la cara a los voceros de Occidente ni a sus medios de comunicación. Con satélites capaces de ubicar una escuadra móvil de guerrilleros en medio de la boscosa, elevada y tupida selva colombiana, parecía inconcebible que las unidades del Estado Islámico se pasearan ante los ojos de la mayor potencia mundial dejando atrás una estela de crímenes de lesa humanidad tanto en Iraq como en Siria.
Pero ese era el objetivo. Dejar avanzar al Estado Islámico, empujarlo contra Siria, desmembrar ese país, debilitar la alianza y poner contra las cuerdas a un Irán desafiante que se oponía a desmantelar su programa nuclear pacífico y disuasivo. Pero Siria resistió, no solo a los deshumanizados miembros del Estado Islámico, sino también a la campaña mediática contra el gobierno de Bashar Al Assad que recibió hasta críticas de sectores de izquierda del mundo a los que hoy se les cuestiona su dudosa capacidad para ubicar en el espacio al verdadero enemigo.

El viraje

La resistencia del pueblo sirio, diezmado hasta alcanzar los cientos de miles de víctimas y refugiados; la determinación del ejército oficial de combatir cada reducto de los terroristas; y la decisión del Presidente de no ceder a ninguna presión internacional y mantenerse al frente del país, echaron por tierra las hipótesis que aseguraban que Bashar Al Assad no tenía respaldo popular y que Siria sería incapaz de soportar semejante invasión apoyada por EE.UU., Turquía, varios países árabes y también europeos.
En esta resistencia ha sido fundamental el apoyo militar y político de Rusia. La decisión de Moscú de iniciar bombardeos sistemáticos contra las posiciones islamistas en territorio sirio marcó el viraje de la guerra y creó las condiciones para los avances que está teniendo hoy el ejército oficial que recupera paso a paso el territorio ocupado por el Estado Islámico y sus grupos afines o colaboradores.
Este giro en la guerra sacó a la luz pública los verdaderos propósitos de aquellos países que dicen apoyar a grupos opositores a Bashar Al Assad y que supuestamente también combaten a los terroristas. Una contradicción inverosímil, pero que funciona para justificar el trasiego de armas y municiones a los yihadistas.
En este complejo escenario, EE.UU. se vio obligado a maniobrar políticamente ante la presión que significa el accionar conjunto de los ejércitos sirio, ruso e iraquí, con el apoyo de Irán y Hezbollah. Preso de sus propias contradicciones, el gobierno de Obama y sus aliados se debaten entre aquellos que no quieren darle tregua a Bashar y respaldan a los terroristas, y aquellos que con más pragmatismo avizoran las consecuencias de una consolidación del Estado Islámico, un involucramiento mayor de Rusia en la zona y un fortalecimiento del eje de la resistencia con Irán y Siria a la cabeza.
Lo llamativo de todo es el silencio de los grandes medios de comunicación que casi han omitido los últimos triunfos de los ejércitos: sirio, ruso e iraquí, incluyendo la importante reconquista de Palmira. La realidad les ha impuesto el silencio, ante el riesgo del descrédito.
Sin dudas, es muy difícil explicar, después de cinco años de intensa campaña mediática, cómo un dictador puede alcanzar victorias y ser recibido por su pueblo en las ciudades liberadas. Es complicado asumir que el eje de resistencia Irán-Siria-Hizbullah, al que se suma Iraq, tiene fuerza y capacidad militar demostrada. Es muy difícil explicar cómo en pocos meses la aviación rusa haya golpeado más a los terroristas que la coalición liderada por EE.UU.
Es duro reconocer ante el mundo la capacidad política, diplomática y la fuerza militar de Rusia. Es complicado explicar quién apoya a los terroristas y les permite exportar petróleo. Es difícil explicar cómo los terroristas se han hecho de misiles y armas pesadas…Les duele reconocer que el plan no ha funcionado. Esa es la cruda realidad que se omite, tergiversa o se oculta.
Todo lo ocurrido hasta ahora confirma el lugar que ocupa Siria en el tablero geopolítico mundial. Ciertas o no, las míticas palabras que se le atribuyen a Catalina la Grande deben estar retumbando en los oídos de los agoreros de la guerra y la destrucción. Dicen que la zarina afirmó que “las puertas de Moscú, se abren en Damasco”. En el siglo XXI, todos estamos claros de que es así. Las apetencias de Washington lo confirman, solo que no tuvieron en cuenta que con botas no se cruzan las puertas de la Mezquita de Los Omeya.
En esta resistencia ha sido fundamental el apoyo militar y político de Rusia. La decisión de Moscú de iniciar bombardeos sistemáticos contra las posiciones islamistas en territorio sirio marcó el viraje de la guerra y creó las condiciones para los avances que está teniendo hoy el ejército oficial que recupera paso a paso el territorio ocupado por el Estado Islámico y sus grupos afines o colaboradores.
Este giro en la guerra sacó a la luz pública los verdaderos propósitos de aquellos países que dicen apoyar a grupos opositores a Bashar Al Assad y que supuestamente también combaten a los terroristas. Una contradicción inverosímil, pero que funciona para justificar el trasiego de armas y municiones a los yihadistas.
En este complejo escenario, EE.UU. se vio obligado a maniobrar políticamente ante la presión que significa el accionar conjunto de los ejércitos sirio, ruso e iraquí, con el apoyo de Irán y Hezbollah. Preso de sus propias contradicciones, el gobierno de Obama y sus aliados se debaten entre aquellos que no quieren darle tregua a Bashar y respaldan a los terroristas, y aquellos que con más pragmatismo avizoran las consecuencias de una consolidación del Estado Islámico, un involucramiento mayor de Rusia en la zona y un fortalecimiento del eje de la resistencia con Irán y Siria a la cabeza.
Lo llamativo de todo es el silencio de los grandes medios de comunicación que casi han omitido los últimos triunfos de los ejércitos: sirio, ruso e iraquí, incluyendo la importante reconquista de Palmira. La realidad les ha impuesto el silencio, ante el riesgo del descrédito.
Sin dudas, es muy difícil explicar, después de cinco años de intensa campaña mediática, cómo un dictador puede alcanzar victorias y ser recibido por su pueblo en las ciudades liberadas. Es complicado asumir que el eje de resistencia Irán-Siria-Hizbullah, al que se suma Iraq, tiene fuerza y capacidad militar demostrada. Es muy difícil explicar cómo en pocos meses la aviación rusa haya golpeado más a los terroristas que la coalición liderada por EE.UU.
Es duro reconocer ante el mundo la capacidad política, diplomática y la fuerza militar de Rusia. Es complicado explicar quién apoya a los terroristas y les permite exportar petróleo. Es difícil explicar cómo los terroristas se han hecho de misiles y armas pesadas…Les duele reconocer que el plan no ha funcionado. Esa es la cruda realidad que se omite, tergiversa o se oculta.
Todo lo ocurrido hasta ahora confirma el lugar que ocupa Siria en el tablero geopolítico mundial. Ciertas o no, las míticas palabras que se le atribuyen a Catalina la Grande deben estar retumbando en los oídos de los agoreros de la guerra y la destrucción. Dicen que la zarina afirmó que “las puertas de Moscú, se abren en Damasco”. En el siglo XXI, todos estamos claros de que es así. Las apetencias de Washington lo confirman, solo que no tuvieron en cuenta que con botas no se cruzan las puertas de la Mezquita de Los Omeya.