Ucrania, la nueva frontera de Estados Unidos
Estados Unidos ha dado más ayuda militar a Ucrania que a cualquier otro país en las últimas dos décadas, y el doble del coste anual de la guerra de Afganistán, incluso cuando las tropas estadounidenses estaban sobre el terreno.
Entre la propaganda y el relato domesticado, entre las narraciones improvisadas y las verdades negadas, en la embriaguez de quienes confunden a los nazis con los irredentistas y la rendición con la evacuación, si hay algo claro en esta guerra por delegación que Estados Unidos está haciendo librar a los ucranianos es que Kiev está completamente supeditada -y no desde hoy- a los intereses estadounidenses. Ha salido a la luz que la influencia total de Washinton en Kiev comenzó antes del golpe de estado del Euro Maidan. Al principio, la actividad de Estados Unidos se dedicó a organizar el golpe de Estado, y luego continuó con una continua y profunda injerencia en los asuntos internos del país, hasta el punto de exhibir una hetero-dirección.
Londres y Washington llenaron los depósitos de armas de Ucrania, y la cantidad de su ejército (330 mil hombres), así como su nivel de armamento, eran, para un análisis neutral, escasamente compatibles con el presupuesto de un país cubierto de deudas y con un PIB nada excitante. Pero eso no es todo: el adiestramiento de sus milicias nazis y de su ejército regular, la formación de sus servicios secretos, el saqueo de sus recursos minerales y la utilización de su territorio para crear laboratorios de guerra bacteriológica -peligrosos en casa, pero excelentes cuando están cerca de Rusia- representaban la dimensión exacta de la presencia estadounidense en Ucrania.
Oligarcas, militares, políticos, militantes neonazis, cada uno jugó su papel. Toda una clase dirigente -si se quiere llamar así- y sus compinches han cedido la soberanía de Ucrania a Estados Unidos, con el que han encontrado identidad política y negocios en común. Kiev se hizo voluntariamente funcional a la estrategia estadounidense, que tenía y tiene dos objetivos: apoderarse de sus considerables riquezas territoriales y del subsuelo y utilizarla como peón clave en la provocación política y militar contra Moscú.
La prueba de este entrelazamiento de intereses también puede verse al medir las inversiones estadounidenses en Kiev. Según la congresista demócrata de Missouri, Cori Bush, «Estados Unidos ha dado más ayuda militar a Ucrania que a cualquier otro país en las últimas dos décadas, y el doble del coste anual de la guerra de Afganistán, incluso cuando las tropas estadounidenses estaban sobre el terreno».
Y como el diablo acecha en los detalles, conviene señalar que uno de los principales beneficiarios de los fondos estadounidenses para Ucrania es Raytheon, de cuyo consejo de administración formaba parte el secretario de Defensa estadounidense, Lloyd Austin, antes de ser llamado por Biden a la Casa Blanca; o que Hunter Biden (el hijo del presidente) es el principal beneficiario de la minería en Ucrania. Son, por supuesto, meras coincidencias.
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Rusia tenía sus propias razones para considerar que el nazismo ucraniano en alianza con Estados Unidos era una amenaza para su seguridad nacional. Los intentos de golpe de Estado en Bielorrusia y Kazajistán (miembros de la OTSC), que en las intenciones de Washington debían cercar a Rusia, y las masivas maniobras militares de la OTAN que tuvieron lugar hasta unos cientos de kilómetros de la frontera rusa, fueron la aplicación directa sobre el terreno de la cumbre atlántica de junio de 2021, en la que los gobiernos de Moscú y Pekín fueron definidos explícitamente como enemigos y su alianza como una «influencia creciente a la que hay que oponerse».
De la neutralidad a la hostilidad
¿Objetivo que se pretende alcanzar con una nueva ampliación de la Alianza? No cabe duda de que la decisión de Suecia y Finlandia de ingresar en la OTAN, poniendo fin a su historia de neutralidad, altera el equilibrio militar en Europa. Sólo Austria e Irlanda permanecen fuera de la OTAN, pero de nuevo se trata de una cuestión de forma más que de fondo. Aunque Suecia y Finlandia siempre han sido socios de la Alianza Atlántica, con la que han realizado regularmente ejercicios conjuntos y han tenido acceso a suministros militares, el ingreso formal en la OTAN supone el fin de una era que había desembocado en los "Acuerdos de Helsinki".
Se podría especular que con la entrada de Estocolmo y Helsinki en la OTAN, Rusia ha aumentado el número de sus enemigos, pero esto sería una lectura superficial de una coyuntura a corto plazo. Ciertamente, desde el punto de vista militar, no se trata de una decisión trivial, ya que se trata de dos potencias del Ártico que están reforzando su peso estratégico en virtud de los cambios climáticos de los últimos 30 años, que han transformado en parte el Ártico en una salida navegable. Pero, como ya ha declarado Putin, la entrada de los dos países no es un problema en sí mismo, ya que ambos han declarado que no albergarán bases nucleares ni rampas de misiles.
No cabe duda de que la nueva configuración de la OTAN dará a Moscú la oportunidad de aumentar el nivel de equipamiento militar en la zona, con un incremento particular en la base de Kalinigrad. En términos más generales, servirá para producir una profunda revisión y modernización de la doctrina militar rusa y, además, provocará un aumento del dispositivo chino (por ahora esencialmente científico) en el Ártico.
Militarmente, ambos países comparten una frontera de 1.340 kilómetros con Rusia, que, sin embargo, controla el Báltico y el Ártico con su base militar de Kaliningrado. Kaliningrado se encuentra en una posición clave por dos razones: por un lado, el puerto del Mar Báltico que alberga la base de la flota naval rusa está situado en una de las pocas zonas donde el mar no se congela. Alberga los sistemas Iskander, es decir, misiles balísticos tácticos de corto alcance capaces de transportar ojivas nucleares, con un alcance de hasta 500 kilómetros, y los misiles lanzados desde las rampas como desde los submarinos pueden golpear cualquier lugar de Europa. Por otro lado, al controlar el corredor de Suwalki -que conecta el óblast con Bielorrusia y es el único paso terrestre entre Polonia y los países bálticos- Moscú podría aislar a Letonia, Estonia y Lituania de un solo golpe e imponerse rápidamente a Varsovia.
Veremos cuáles son las condiciones para que los dos países nórdicos se incorporen a la OTAN, ya que en ausencia de un sentido de la proporción la ventaja de la posición especial podría convertirse en la desventaja de una peligrosa exposición. Por lo que entendemos, Moscú reaccionará modulando su respuesta a lo que parece en todo caso una decisión basada en un principio de hostilidad que sustituye al anterior de neutralidad. Suecia y Finlandia se convertirán a partir de ahora en objetivos militares. Queda por ver si sus poblaciones acogerán con agrado la salida de la neutralidad para convertirse en objetivos.
Por su parte, los europeos occidentales ni siquiera deberían alegrarse de este nuevo plan: Kalinigrad constituye una parte del territorio ruso en medio de la Unión Europea: con una superficie de 15.000 kilómetros cuadrados y enclavada entre Lituania y Polonia, es un importante puesto militar ruso situado a mil 400 kilómetros de París y Londres, 530 de Berlín y 280 de Varsovia. En resumen, en contra de lo que podría sugerir la suma matemática, la entrada de Suecia y Finlandia no representa en absoluto un refuerzo del nivel de seguridad del continente, sino un aumento del riesgo de conflicto, y el nuevo acuerdo balístico de Rusia aumentará la fragilidad militar de Europa.
El nuevo equilibrio militar que se está formando nos devuelve a los bloques, sólo que ahora son tres y ya no dos. Pone fin a una época en la que la idea de distensión y seguridad colectiva se formalizó con acuerdos como los de Helsinki de 1975, los tratados Salt 1 y Salt 2 de 1972 o el acuerdo Safe Skies de 1992, todos ellos formalmente destrozados por Trump y sustancialmente por Biden.
Probablemente esto es lo que quiso decir Estados Unidos cuando aplaudió el fin de la Guerra Fría: el comienzo de la caliente.