Fidel Castro: El invencible
El mayor artífice de la seguridad de Fidel fue el soberano, el que lo mandaba y él servía a pleno gusto, el heroico pueblo, aunque no debe desdeñarse nunca algo de lo poco hablado y menos escrito, el alto sentido e intuición del líder histórico de la Revolución Cubana sobre el peligro, así como la autorresponsabilidad de enfrentarlo con todo rigor.
Fueron 638 intentos de asesinarle, casi sin pudor ni enmascaramiento alguno, de ellos 102 planes concretos se lograron desentrañar y enfrentar exitosamente gracias a la profesionalidad, decisión personal y arrojo de los hombres de la escolta, así como del sistema encargado de preservarlo a toda costa.
Pero realmente el mayor artífice siempre fue el soberano, el que lo mandaba y él servía a pleno gusto, el heroico pueblo, aunque no debe desdeñarse nunca algo de lo poco hablado y menos escrito, el alto sentido e intuición del líder histórico de la Revolución cubana, Fidel Castro, sobre el peligro, así como la autorresponsabilidad de enfrentarlo con todo rigor.
Transcurren ya próximos 64 años de uno de los pioneros planes enemigos para tales efectos; fue un complot organizado por agentes del Buró Federal de Investigaciones (FBI) y de la dictadura de Fulgencio Batista (1952-1958) para asesinarlo en su Comandancia General, en las montañas de la Sierra Maestra.
El norteamericano Alan Robert Nye, capturado el 25 de diciembre de 1958 por combatientes rebeldes, confesó sus pretensiones y señaló a los instigadores: "El plan consistía en infiltrarse en la guerrilla bajo la cubierta de un simpatizante y experimentado luchador y, una vez en esta, emboscar al dirigente.
Se le incautó un fusil Remington calibre 30,06 con mira telescópica y un revolver calibre 38, con los cuales proyectaba cometer el crimen. Durante el primer trimestre de 1959, Nye fue juzgado y sancionado por los tribunales cubanos.
Recientemente acontecieron 22 años del último intento detectado, por demás el vislumbrado como el que resultaría el mayor magnicidio, proyectado para el 16 de noviembre del 2000 en pleno desarrollo de la X Cumbre Iberoamericana de Jefes de Estado y de Gobierno, en específico en el escenario del Paraninfo de la Universidad de Panamá.
El Comandante en Jefe, recién llegado a territorio istmeño, denunció ante el mundo que Franco Rodríguez Mena, quien se hospedaba en la habitación 310 del hotel Coral Suites, de Ciudad de Panamá, era nada más y nada menos que el terrorista de origen cubano Luis Posada Carriles, quien planeaba asesinarlo durante el evento.
He decidido gradualmente con modestas vivencias atesoradas con mucho orgullo y sin desclasificar nada que no me pertenezca, descorrer aunque solo sea una parte del velo, de cómo y porqué Fidel Castro perduró vivo e invicto, muy a pesar de ser el Jefe de Estado perseguido con más saña y enfermizo rencor por parte del enemigo en toda la historia de la humanidad.
En un día como otro
Era un día más de su intenso bregar, en la casa de Celia Sánchez Manduley -entonces su secretaria personal- en calle 11 del Vedado, y sus escoltas más directos, los punteros del primer anillo, rutinariamente se dedicaban a la acostumbrada y siempre apresurada labor de limpiar y engrasar los AK-47 recortados.
Algunos de estos tenían cargadores adaptados de PPSH que permitían incorporarle a cada uno casi 100 balas con el consiguiente mayor poder de fuego, aunque aumentaran su peso considerablemente.
Ellos aprovechaban las ininterrumpidas reuniones que de una a otra transcurrían, a pesar de que en la residencia de espaciosos pasillos solo se citaban para despacho a los más íntimos y con acuciosos temas.
¡Vámonos!, de repente solo alcanzaron a oír, proveniente de la voz enérgica, imperante y archiconocida, que casi nunca les adelantaba planes de recorridos designados por él mismo, el mayor responsable de su protección personal.
Zafarrancho total que aunque rutinario, no dejaba de sorprender, dado lo cual todos acostumbraban a dormir o solo adormilarse con las botas bien calzadas, como él predicaba con el ejemplo personal. El Comandante en Jefe Fidel Castro Ruz siempre vivió en campaña y a sobresaltos, consciente del enemigo que acechaba y él enfrentaba seguro y hasta bien a gusto...
Cada quien como pudo recogió sus efectos personales, pero ante todo las valiosas armas que eran el escudo principal para garantizarle la vida a su jefe, el de todos nosotros; el corre corre, no por acostumbrado dejaba de ser inmenso y a pasos agigantados se introducían en los tres jeeps soviéticos Zill verde olivos, de cuatro puertas que aguardaban ya con choferes y motores encendidos, por el orden de la marcha.
No habían pasado más de 15 minutos del despliegue por calle 12 hacia el cementerio y de allí perfilar para el Consejo de Estado en la Plaza de la Revolución, cuando sin mediar gesto alguno, solo supuestamente abstraído leyendo unos documentos, tampoco sin voltearse a su interlocutor, el Comandante en Jefe expresó pausado:
"Marinerito, ¿dónde está mi AK?", mientras daba vuelta a una de las hojas del documento que leía y continuaba haciéndolo, espejuelos en la cabeza, porque como miope no los necesitaba para otear de cerca.
Se dirigía al entonces primer teniente Luis Ignacio Rivero, uno de sus hombres de escolta en aquel momento, quien acostumbraba a acompañarlo también en sus prácticas subacuáticas y en el yate cuando los desplazamientos eran anfibios, y al cual le profesaba una entrañable amistad, como a todos los integrantes de la escolta, quienes constituían su otra familia.
"Aquí se lo pongo, Comandante, es que estábamos desarmándolos para la limpieza y no me dio tiempo", y diciendo eso, procedió el aludido a introducir por debajo del asiento delantero derecho del jeep, lugar reservado siempre para el Jefe de la Revolución, un fusil todavía grasiento. Esta era la rutina que acostumbraba hacer.
"Oyeee, pero este no es el mío", ripostó Fidel sin inmutarse ni hacer movimiento alguno, mientras continuaba aparentemente concentrado en su lectura.
Desconcertado y comenzando a sudar, Riverito contestó algo jadeante y a intervalos: "Usted me perdona, mi comandante, pero a decir verdad, no me dio tiempo de armar el suyo y le acabo de pasar el mío por debajo de su asiento".
"Ahhhhh, ¿y entonces tú con cual te quedaste, sin ninguno?", ya el tono de Fidel era imperioso, recriminatorio.
Sin esperar respuesta alguna, mandó a parar el jeep en la bocacalle de la calle Colón, en Nuevo Vedado, y abruptamente se viró de torso completo hacia el incriminado, dejando caer los papeles al piso del vehículo e imputando con el dedo índice de la mano derecha arremetió:
"Quiero que lo sepas y también todos ustedes que me acompañan, cometiste dos errores, uno quedarte sin tu arma de uso personal, y el otro, el más lamentable y que saben no perdono jamás, el de mentir, por muy bien intencionada que sea esa acción. ¡Que no se vuelva a repetir! ¡Vamos andando!".
Muchos años después, ya en 1979, mientras ambos nos desempeñábamos en misión internacionalista en el hermano pueblo de Nicaragua, comentamos aquello con Tomás Borge, ministro nica del Interior, Walter Ferreti (Chombito), jefe del incipiente órgano de la Contra Inteligencia y el indio Juan José, de la Seguridad Personal, quienes escucharon absortos e indagaron cómo aquello fue posible.
Respondimos que solo gracias a la alta responsabilidad que el Comandante en Jefe atribuía a su propia autodefensa, ni tan siquiera a título de un resguardo personal, sino consciente de cómo debía perdurar para garantizar la obra de su pueblo.
El líder histórico de nuestra Revolución evidentemente acostumbraba, sin nadie percibirlo, a chequear con su calzado, casi siempre altas botas, comprobar tanteándolo solo con el pie, la presencia del fusil debajo de su asiento.
Pero no era cualquier fusil, dado que al serle restituido y cambiado por otro lo detectó, por tanto, había alguna peculiaridad en el tacto con el suyo propio, que él solo dominaba y lo hacía inconfundible, lo cual constituía una de sus constantes medidas de autoprotección.
Por ello, entre otras cosas, fue capaz de sobrevivir a tantos intentos de eliminarlo, muy a pesar que desde fecha tan temprana como diciembre de 1959 el coronel J. C. King, jefe de la División del hemisferio occidental de la Agencia Central de Inteligencia (CIA), propuso a su jefe, Allen Dulles, el asesinato de Fidel Castro como medio más expedito para derrocar a la Revolución cubana.
Pocas semanas después fue autorizada su propuesta por los altos mandos de la CIA, sin embargo, todos los planes de eliminarlo, absolutamente todos, se estrellaron contra la decisión de un pueblo de tutelarlo y la de él propia de aceptarlo con disciplina, lo cual lo constituyó para siempre en El Invencible.