Cuba, Trump y la Lista
Para Trump, Cuba es un problema táctico y una clave política que le permite unificar tras de sí al lobby cubano-americano y su voto en La Florida, estado decididamente republicano donde el magnate arrasó en las recientes elecciones.
A seis días de abandonar la Oficina Oval, la administración de Joe Biden ha dado el paso de sacar a Cuba de la Lista de Países Patrocinadores del Terrorismo, en la cual permanecía desde que Trump la incluyera nuevamente en enero de 2021.
Biden, quien prometiera en su mandato continuar la política de acercamiento entre ambas naciones iniciada por Obama, realmente no mostró a lo largo de estos cuatro años un especial interés por aliviar la situación interna de la isla. Las medidas tomadas fueron tibias y escasas, y desde su administración se atacó varias veces a la isla y se fomentaron agendas subversivas y golpistas.
Sin embargo, para la saliente administración demócrata, Cuba no fue un foco central de atención. Demasiado ocupada con la compleja situación interna de su país, la guerra que provocaron en Ucrania y el aumento de las tensiones con China por la isla de Taiwán, se dedicó, en lo esencial, a mantener el bloqueo y respetar las medidas tomadas por la anterior administración.
Conviene apuntar entonces que la actual decisión no es resultado de preocupaciones humanitarias de Biden y su gabinete. Las razones de este paso cabría buscarlas, quizás, en las presiones de numerosas organizaciones y partidos políticos, dentro y fuera de Estados Unidos, solicitando se retirara a Cuba de la infame Lista y en el nulo costo político que tiene para el presidente y su partido en este momento tomar esa decisión. Sin embargo, es un acto de justicia mínima hacia un país que no solo nunca ha patrocinado el terrorismo, sino que ha sido víctima en repetidas ocasiones de este.
Desafortunadamente, parece poco probable que esta decisión dure demasiado en el tiempo, toda vez que el próximo día 20 asume una administración de un signo marcadamente hostil a Cuba y con un foco de atención en América Latina. Figuras como Marcos Rubio, próximo Secretario de Estado, y Mauricio Claver-Carone, enviado especial para América Latina, encarnan el odio y los intereses económicos del exilio histórico cubano-americano, decidido a precipitar un quiebre en el país por cualquiera de los medios a su alcance.
Rubio, al igual que otros cubano-americanos activos en la política norteamericana actual, tiene un pobre conocimiento de la isla, la cual ni siquiera ha visitado. Es ciudadano norteamericano, impregnado de la lógica política imperial norteamericana y ve a la isla más como un activo político y económico que como un problema moral. En otras palabras, para él y muchos como él, su ascendencia cubana es una clave para abrirse paso en el mundo político de Estados Unidos, donde en virtud del histórico diferendo entre las dos naciones se fundó un consenso bipartidista en contra de la Revolución cubana que ha posibilitado el ascenso de la minoría cubano-americana en los círculos de la política estadounidense. Al mismo tiempo es una fuente de ingresos federales hoy y posible fuente de saqueos mañana, si logran sus anhelos restauracionistas. No les preocupa el costo humano de las medidas contra Cuba, ni la posibilidad de encontrar un modus vivendi con el gobierno del país, su negocio reside en la confrontación.
Como viejo operador anticubano, Rubio ha dirigido en el pasado numerosos ataques contra Cuba. En agosto del 2024, junto al también senador republicano Rick Scott, presentó una resolución en el Senado que condenaba al gobierno cubano por, supuestamente, facilitar la presencia en su territorio de actores hostiles a la hegemonía norteamericana como China, Rusia, Irán y Venezuela. Rubio también ha atacado a las empresas que hacen negocio con Cuba, ha alentado revueltas en el pasado reciente y ha criticado cualquier política de acercamiento a la isla. De hecho, ha sostenido que un acercamiento solo sería posible cuando en Cuba se dé un cambio de gobierno, se democratice la isla y se respeten los derechos humanos, lo cual en lenguaje imperialista norteamericano significa: cuando haya un gobierno servil dispuesto a vender barato, sino a regalar, las riquezas y la soberanía del país.
Por su parte, Mauricio Claver-Carone, quien fuera presidente del Banco Interamericano de Desarrollo hasta perder el puesto por su relación con una empleada, que incluyó ascensos de cargo y salariales para la susodicha, es rescatado nuevamente por Trump para gestionar una parte importante de la política de su gobierno hacia América Latina. Claver-Carone fue en el pasado un artífice clave de los paquetes de sanciones en contra de Cuba y Venezuela y ahora debe, según Trump, “ordenar” una región que se ha mostrado en las últimas décadas un tanto insumisa.
Este abogado cubano-americano tiene un historial de agresión y crítica contra Cuba en particular. Fue hostil al restablecimiento de relaciones diplomáticas en 2014, ha apoyado y diseñado medidas en contra de Cuba y ha estado al frente de organizaciones como Cuba Democracy Advocates y el US-Cuba Democracy PAC.
Para Trump, Cuba es un problema táctico y una clave política que le permite unificar tras de sí al lobby cubano-americano y su voto en La Florida, estado decididamente republicano donde el magnate arrasó en las recientes elecciones. Atacar a Cuba forma parte de su agenda de batalla cultural y económica contra la “amenaza comunista”, que tiene además como objetivos estratégicos a China y Venezuela.
Cuba es el ejemplo y como tal debe ser castigada, Venezuela son los recursos naturales vitales para el funcionamiento de la economía norteamericana y China es el gran competidor en la escena económica mundial, que ha ido desplazando poco a poco a Estados Unidos del espacio de primacía indisputada que creía ocupar.
No es de extrañar que algunas de las más escandalosas declaraciones de Trump en la etapa previa descansen sobre esta perspectiva estratégica. Groenlandia y Canadá son vitales para el dominio del Ártico, repleto de recursos naturales, y para la perspectiva de Pax Americana que sostiene la nueva administración. El Canal de Panamá es una vía de comunicación estratégica, que según Trump está en manos de los chinos, declaración carente totalmente de veracidad y que realmente expresa las inquietudes de Washington por la creciente influencia del gigante asiático en la región de América Latina y el Caribe.
China es una vieja obsesión de Trump y de buena parte de las élites norteamericanas, que han comprendido que el ascenso indetenido del país pone en peligro su hegemonía a escala global. De ahí que Trump presione a aliados y enemigos buscando forzar una situación ventajosa en contra del percibido rival estratégico. Aunque es poco probable que decida invadir Groenlandia, Canadá o Panamá, si es probable que estos escenarios de tensión le permitan negociar ventajas comerciales y políticas para su país, ventajas que sin duda apuntarán también en contra del capital y los intereses chinos en la región.
Es probable que a partir del próximo 20 de enero veamos al nuevo presidente firmar una serie de órdenes ejecutivas, muy probablemente orientadas a apretar el cerco en contra de Cuba y Venezuela y reactivar la guerra comercial contra China. Que aumente la inversión norteamericana en algunos países de la región, sobre todo en aquellos de claro signo derechista y que se fomente y fortalezca la ultraderecha regional. Incluso no es descartable el impulso de agendas golpistas en aquellos países percibidos como amenazas al orden americano.
Todo esto hace que la decisión tomada por Joe Biden este 14 de enero sea, ante todo, un gran acto de cinismo. Tanto él, como Trump, como todos los presidentes que han manejado esa Lista en el pasado saben que Cuba no ha sido ni es un estado patrocinador del terrorismo y no les importa. La Lista es una herramienta para aumentar el castigo colectivo contra una isla rebelde y su pueblo que, a pesar del inmenso costo humano y material, resisten y persisten en encontrar su propio camino soberano.