Lágrimas una vez al año
Pasquale Liguori critica la hipocresía de los medios y del público occidental que consumen imágenes premiadas del genocidio de Gaza como muestras emocionales, vacías de consecuencias políticas o acción moral.
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Lágrimas una vez al año.
Quienes rechazan o eligen distanciarse de la narrativa filtrada y distorsionada elaborada por los grandes medios de comunicación, en busca de una comprensión lúcida de los acontecimientos en Gaza, se enfrentan a diario a una secuencia visual desgarradora y abrumadora.
Cuerpos de niños destrozados por las bombas, órganos esparcidos sobre el asfalto, cráneos destrozados, extremidades rotas que sobresalen de la carne destrozada, cadáveres carbonizados y cubiertos de polvo con el cabello empapado en sangre; decenas y decenas de bolsas blancas llenas de cuerpos, sábanas apretadas que contienen restos humanos reunidos como basura; llamas que consumen vidas aún conscientes; hambre, sed.
Esta es la documentación inequívoca del genocidio en curso, y la imagen del pequeño Mahmoud, premiada como Foto de Prensa Mundial del Año 2024, encaja perfectamente en este flujo incesante de horror, en gran medida censurado por los titiriteros de la desinformación y convenientemente ignorado por marionetas liberales con bajos umbrales de "sensibilidad", para quienes cinco minutos de un presentador de noticias alineado con el poder durante la cena son, en definitiva, suficientes.
El premio otorgado a esta fotografía, al igual que el del año pasado a la llamada "Piedad de Gaza", es un gesto simbólico, una fachada de caridad política otorgada por una fundación con sede en Ámsterdam, apoyada por importantes firmas multinacionales especializadas en consultoría estratégica y legal para negocios y finanzas, cuyos productos son consumidos principalmente por un público occidental.
Sin embargo, a tráves su circulación mediática, la imagen tiene el efecto de reforzar una conmemoración anual de la hipocresía, cuando, en esencia, el público se muestra indiferente, insensible o protegido por la distancia geográfica que lo separa del lugar del crimen.
Esto se evidencia en los numerosos comentarios en redes sociales que han circulado en los últimos días: la brutalidad sistemática se absorbe a través de una especie de neutralidad funcional, filtrada a su vez por los medios hegemónicos que configuran una conciencia pseudocolectiva del problema. Por lo tanto, indignarse o conmoverse semel in anno (una vez al año) u ocasionalmente por una fotografía premiada no es empatía, sino un auténtico acto de desacato de responsabilidad.
La foto del pequeño Mahmoud, obra de un hábil fotoperiodista, se convierte también en parte de una forma de consumo instantáneo: un ritual emocional que mezcla fugaces conmociones con debates, incluso distantes, sobre las cualidades técnicas y estilísticas de la imagen. La imagen se observa, quizá incluso se llora, se analiza, se disecciona, se comparte y luego se olvida rápidamente, brindando una sensación de alivio confortable ante cualquier obligación moral o política de actuar concretamente.
La compasión que estas imágenes puedan suscitar, si no se traduce en posturas firmes, presión política y rechazo a la complicidad (en armas, alianzas, narrativas), carece por completo de sentido. Y así, las fotografías que conservan su belleza en su tragedia se reducen a meros adornos del arrepentimiento burgués: en definitiva, justo lo que el sistema desea, incluso a través de sus supuestos "premios".