Relatos de un Tulipán: Extranjera, cristiana y sola en el Metro de Teherán
En contraste con todo lo que promueve la prensa internacional sobre Irán y especialmente el tópico “trato a la mujer”, se siente realmente lindo pasear sola por Teherán con total libertad en una atmósfera de respeto.
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Relatos de un Tulipán: Extranjera, cristiana y sola en el Metro de Teherán
Teherán. 8:00 am. Acepto el reto de Yavar -quien lleva años viviendo en Irán- de atreverme a moverme sola por primera vez atravesando de punta a punta la línea 1 del metro de Teherán. Lo que plantea la pregunta ¿cómo se mueve una mujer joven extranjera que no habla ni lee farsi en Irán?
Acostada boca arriba mirando al techo me debato entre la procrastinación y el interés en que prevalezca en mí la prudencia y no mi impulsividad. No es lo mismo perderse en el metro de Caracas, de Madrid o de Barcelona, donde hablan español, que en el metro de Teherán.
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El debate mental dio tiempo para que pudiera cruzarme con alguien que me aclara cuál es la estación más cercana, pues las que me señala Google Maps, suponen una peregrinación a pie de cincuenta minutos de distancia.
Me indican que realmente la estación más cercana es Haram-e-Motahar y cinco minutos me separan de ella. Eso me terminó de dar el empujón. Yavar me esperaba del otro lado de la ciudad para mostrarme una zona particular. Yo solo debo ser valiente y resuelta. Desbloquear niveles con todas mis etiquetas: joven, mujer, no musulmana y extranjera.
Llego a la estación, sigo en modo piloto automático las indicaciones precisas que anoté: “A mano izquierda habrá un aparato amarillo. En el tablero presiono uno, luego uno otra vez, luego uno o dos según el número de boletos que desee, paso la tarjeta, marco la clave y tomo el papel”. Pan comido. Incluso grabo, edito y publico una historia en Instagram sin perder ni el teléfono, ni el ticket, ni la tarjeta de débito y se siente como una gran epopeya.
¿De Haram-e-motahar a Tajrish o de Petare rumbo a la Pastora?
Siguiendo una señalización que aun no entiendo, bajo las escaleras mecánicas y en ese momento, todo me parece conocido, algo ya vivido, aunque no tenga sentido, veo los colores que distinguen cada ruta del metro y el riesgo de equivocarme de ruta activa una memoria emocional cuando doce años atrás, recién mudada a Caracas, tomé por primera vez la también llamada “línea 1” del metro (Petare-Propatria). Misma sensación, con distinto contexto y salvando kilométricas distancias.
Logro tomar la ruta hacia ‘Tajrish’, y no hacia ‘Kahrizak’, se va un tren, pero en no más de tres minutos llega el siguiente. Abordo y me siento mirando el mapa del metro nerviosamente. Veinticinco estaciones me separan del objetivo. Respiro y me veo, tenía la opción de tomar un vagón exclusivo de mujeres y niños, pero quiero saber, quiero mezclarme a ver qué es lo peor que puede suceder si me equivoco de vagón o de tren.
Entonces voy sentada en un vagón de uso mixto en la capital de Irán, notificando, cada tanto, a qué altura de la ruta voy, mientras escucho, intentando entender, las indicaciones por el altavoz y aprovecho para leer sobre la historia de un niño europeo huérfano que se convirtió en médico tras viajar a Persia para aprender técnicas de medicina y cirugía junto al sabio Avicena.
Ya en Tajrish, se confirma mi percepción de que Teherán es como un fractal de Caracas. Una especie de lado B. La otra cara de la moneda como ciudad. Comparten, hasta cierto punto, la polución, pero la capital iraní no es tan bulliciosa ni acelerada. Teherán es, aún en invierno, muy amable, risueña, cálida.
Caracas tiene el Waraira. Teherán tiene el Damavand. Las partes más populares de Tajrish se asemejan a la parada del Bus Caracas en La Hoyada. Algunas estaciones de transferencia se parecen a Plaza Venezuela, otras, a la Línea tres que te lleva a La Rinconada en la capital venezolana.
Las diferencias son tan sutiles como importantes. Destaca la higiene y la limpieza que merece un relato aparte porque también tiene que ver con la coherencia ante lo que se estipula en el Corán y que, lamentablemente, no es palpable en otras sociedades identificadas como islámicas, pero tampoco mal llamadas “del primer mundo”.
En contraste con todo lo que promueve la prensa internacional sobre Irán y especialmente el tópico “trato a la mujer”, se siente realmente lindo pasear sola por la ciudad con total libertad en una atmósfera de respeto. Incluso si se me zafa el velo.
Aún en un contexto de premura y aglutinamiento de personas, experimento un exceso de generosidad y de amabilidad, de consideración, y de distancia y respeto al espacio personal, tengan o no tengan mi consentimiento. Disfruto que ese sea el comportamiento de la mayoría y no una excepción a la regla. Yo sabía la teoría, pero ahora tengo la práctica, lo veo con mis ojos, lo experimenta mi cuerpo, y las mujeres occidentales que luchan por espacios y por respeto a sus derechos - lejos de las corrientes de feminismo demócrata o liberal - las que llevan años deseando no ser vistas de forma inquisitiva y abusiva, ni tocadas sin su permiso como muestra de cordialidad, las que esgrimen la consigna “mi cuerpo, mi territorio” y luchan por un mundo seguro para sus hijas, me entenderán.
Ese detalle no tan religioso como cultural es lo que hace que, a ratos, deje de sentir como si estuviera en una Caracas más fría y donde uso hiyab. ¿Algo similar? Hace diez años, a esta muchacha con dialecto propio del interior de Venezuela, también le era difícil entenderse con cualquier local en la capital.