Honduras otra vez
Los sucesos en Honduras nos llevan de regreso nuevamente a conclusiones ya abordadas y conocidas, pero reiteradamente soslayadas.

Por minúsculo e intrascendente que parezca ese país, lo que acontece allí forma parte del continuo esfuerzo de Estados Unidos en alianza con las derechas locales por lograr que la recomposición de su hegemonía mantenga el curso establecido en 2009 cuando Manuel Zelaya sufrió el primer golpe de Estado de la nueva época latinoamericana.
La decisión de Honduras de ingresar en el 2008 a la Alianza Bolivariana para los Pueblos de Nuestra América (ALBA), además de ser un desafío político, fue un paso que significó un giro de la política interna en un país profundamente dependiente de Estados Unidos y estrechamente subordinado a sus intereses regionales.
Al mismo tiempo, fue evidente para Washington que la hegemonía en Centroamérica estaba cuestionada desde el punto de vista estratégico, más cuando en Nicaragua ya gobernaba el Frente Sandinista de Liberación Nacional, y en El Salvador, el Frente Farabundo Martí para la Liberación Nacional fortalecía sus posiciones hasta asumir la presidencia el 1 de junio de 2009.
Si esta situación no fue suficiente para que desde el Norte se intentara abortar el programa nacionalista de Zelaya, quien además analizaba sus posibilidades de reelección, la postura del Presidente hondureño en la Cumbre de OEA de San Pedro Sula en junio de 2009, donde se dejó sin efecto la resolución de 1962 que excluía a Cuba de la OEA, fue la gota que colmó la copa de la paciencia estadounidense.
La decisión de Honduras de ingresar en el 2008 a la Alianza Bolivariana para los Pueblos de Nuestra América (ALBA), además de ser un desafío político, fue un paso que significó un giro de la política interna en un país profundamente dependiente de Estados Unidos y estrechamente subordinado a sus intereses regionales.
Al mismo tiempo, fue evidente para Washington que la hegemonía en Centroamérica estaba cuestionada desde el punto de vista estratégico, más cuando en Nicaragua ya gobernaba el Frente Sandinista de Liberación Nacional, y en El Salvador, el Frente Farabundo Martí para la Liberación Nacional fortalecía sus posiciones hasta asumir la presidencia el 1 de junio de 2009.
Si esta situación no fue suficiente para que desde el Norte se intentara abortar el programa nacionalista de Zelaya, quien además analizaba sus posibilidades de reelección, la postura del Presidente hondureño en la Cumbre de OEA de San Pedro Sula en junio de 2009, donde se dejó sin efecto la resolución de 1962 que excluía a Cuba de la OEA, fue la gota que colmó la copa de la paciencia estadounidense.

Apenas unas semanas más tarde, el 28 de junio, Zelaya fue depuesto por un golpe de Estado que confirmó dos cosas: Estados Unidos aceleraba una ofensiva para barrer con los procesos de cambios latinoamericanos y su vocación integracionista, como parte de una política que trasciende las administraciones de turno; y lo segundo: los mecanismos de integración y la correlación de fuerzas del momento se manifestaron incapaces de dar una respuesta contundente a los planes de Washington.
En lo adelante, los sectores más comprometidos con la trasformación democrática de Honduras incrementaron sus acciones de rechazo al Golpe y sus consecuentes gobiernos, resistieron la represión y se reorganizaron; mientras que las oligarquías y gobiernos de derecha de la región se dieron a la tarea de romper el aislamiento de Tegucigalpa, silenciar los crímenes e impedir que el país cediera ante el influjo de las nuevas expresiones de rebeldía.
Es por ello que el fraude electoral, junto con el reiterado uso del “estado de excepción” y el asesinato sistemático de líderes sociales y políticos, se afianzaron como los recursos más factibles para garantizar el gobierno, gracias también a la corrupción institucional, el poder oligárquico y mediático, y la complicidad de la OEA y Estados Unidos.
Las elecciones de 2013 fueron otro gran campanazo que evidenció la decisión de los sectores más reaccionarios de Honduras de evitar por todos los medios el ascenso de nuevos actores políticos defensores de una agenda cercana a las necesidades sociales con una proyección anti-neoliberal.
Las recientes elecciones, marcadas por el empeño reeleccionista y anticonstitucional del mandatario Juan Orlando Hernández y por el fraude general, no fueron la excepción.
Sin embargo, la naturaleza y composición de la coalición opositora generó elevadas expectativas en un electorado hastiado por la situación del país.
La Alianza de Oposición Contra la Dictadura, expresión de diversos intereses económicos, políticos y sociales nacionales, fue depositaria de la esperanza de una parte mayoritaria del pueblo. La Alianza agrupa a sectores tradicionales debilitados y marginados del poder, así como a nuevos actores nacidos al calor de la resistencia al Golpe de 2009, encabezados por Zelaya y su partido LIBRE, y el candidato presidencial y comunicador Salvador Nasralla, quien en 2011 fundó el Partido Anticorrupción (PAC) y a todas luces salió ganador en estos comicios.
A pesar de la naturaleza de esta coalición y del fraude gubernamental contra Nasralla, los hondureños han salido a las calles a defender su triunfo. Tegucigalpa y otros puntos del país han sido escenarios de sorprendentes demostraciones de descontento y movilización, valoración que no puede perder de vista la historia de represión y miedo que ha vivido ese pueblo en los últimos años.
En lo adelante, los sectores más comprometidos con la trasformación democrática de Honduras incrementaron sus acciones de rechazo al Golpe y sus consecuentes gobiernos, resistieron la represión y se reorganizaron; mientras que las oligarquías y gobiernos de derecha de la región se dieron a la tarea de romper el aislamiento de Tegucigalpa, silenciar los crímenes e impedir que el país cediera ante el influjo de las nuevas expresiones de rebeldía.
Es por ello que el fraude electoral, junto con el reiterado uso del “estado de excepción” y el asesinato sistemático de líderes sociales y políticos, se afianzaron como los recursos más factibles para garantizar el gobierno, gracias también a la corrupción institucional, el poder oligárquico y mediático, y la complicidad de la OEA y Estados Unidos.
Las elecciones de 2013 fueron otro gran campanazo que evidenció la decisión de los sectores más reaccionarios de Honduras de evitar por todos los medios el ascenso de nuevos actores políticos defensores de una agenda cercana a las necesidades sociales con una proyección anti-neoliberal.
Las recientes elecciones, marcadas por el empeño reeleccionista y anticonstitucional del mandatario Juan Orlando Hernández y por el fraude general, no fueron la excepción.
Sin embargo, la naturaleza y composición de la coalición opositora generó elevadas expectativas en un electorado hastiado por la situación del país.
La Alianza de Oposición Contra la Dictadura, expresión de diversos intereses económicos, políticos y sociales nacionales, fue depositaria de la esperanza de una parte mayoritaria del pueblo. La Alianza agrupa a sectores tradicionales debilitados y marginados del poder, así como a nuevos actores nacidos al calor de la resistencia al Golpe de 2009, encabezados por Zelaya y su partido LIBRE, y el candidato presidencial y comunicador Salvador Nasralla, quien en 2011 fundó el Partido Anticorrupción (PAC) y a todas luces salió ganador en estos comicios.
A pesar de la naturaleza de esta coalición y del fraude gubernamental contra Nasralla, los hondureños han salido a las calles a defender su triunfo. Tegucigalpa y otros puntos del país han sido escenarios de sorprendentes demostraciones de descontento y movilización, valoración que no puede perder de vista la historia de represión y miedo que ha vivido ese pueblo en los últimos años.

Algunas conclusiones
Lo ocurrido en Honduras confirma, una vez más, el rotundo fracaso del modelo político instaurado en las repúblicas latinoamericanas que, por su naturaleza clasista y excluyente y su fisiología corrupta y entreguista, impide encausar los cambios necesarios para alcanzar una verdadera justicia social y soberanía nacional. Ni siquiera el sistema ni las oligarquías permiten tenues transformaciones dirigidas a reformar el modelo dentro de los marcos de lo que se conoce como la democracia representativa.
De lo que se trata entonces es de consolidar, en medio de la lucha constante y en consonancia con las realidades concretas de cada país, una correlación de fuerzas en torno a un programa político unitario y verdaderamente representativo, capaz de poner los intereses sociales, nacionales y regionales por encima de los de la oligarquía trasnacionalizada y del imperialismo estadounidense.
Nadie podrá negar que se hace indispensable ocupar cada vez más los espacios institucionales que permitan crear las condiciones para superar el modelo establecido en aras de una democracia real, incluyente y saneada. Sin embargo, esta tarea se hace más difícil cuando se soslaya la imprescindible participación activa, masiva, organizada y consciente de los sectores excluidos y desfavorecidos históricamente.
Para los desalentados de la región, trémolos ante el ímpetu de la ofensiva imperial, la respuesta del pueblo hondureño reafirma la confianza en las masas y los movimientos sociales, y en su capacidad de trascender la lucha reivindicativa - justa y necesaria – hacia derroteros más ambiciosos y radicales, siempre que la unidad programática marque la pauta.
La renovación del accionar político, tanto en lo organizativo, movilizativo, formativo y mediático, así como su unidad, más que una demanda, es una necesidad histórica de los procesos y movimientos progresistas y de izquierda regionales.
Solo así se potenciará su capacidad para responder a los nuevos desafíos, actuar en consecuencia frente al momento histórico nacional y regional, y desarrollar un programa que supere los marcos de la cultura política establecida, cargada de manipulaciones, intereses personales y grupales, y falta de compromiso de cambio.
Esta necesidad se acrecienta por la crisis moral y política que viven los partidos tradicionales ante lo cual las oligarquías, respaldadas por sus padrinos del Norte, continúan remozando sus instrumentos de dominación, y recurren cada vez con más sistematicidad a los estólidos y brutales métodos del pasado debido a su desesperación, tal y como sucede hoy con el martirizado pueblo de Honduras.
Lo ocurrido en Honduras confirma, una vez más, el rotundo fracaso del modelo político instaurado en las repúblicas latinoamericanas que, por su naturaleza clasista y excluyente y su fisiología corrupta y entreguista, impide encausar los cambios necesarios para alcanzar una verdadera justicia social y soberanía nacional. Ni siquiera el sistema ni las oligarquías permiten tenues transformaciones dirigidas a reformar el modelo dentro de los marcos de lo que se conoce como la democracia representativa.
De lo que se trata entonces es de consolidar, en medio de la lucha constante y en consonancia con las realidades concretas de cada país, una correlación de fuerzas en torno a un programa político unitario y verdaderamente representativo, capaz de poner los intereses sociales, nacionales y regionales por encima de los de la oligarquía trasnacionalizada y del imperialismo estadounidense.
Nadie podrá negar que se hace indispensable ocupar cada vez más los espacios institucionales que permitan crear las condiciones para superar el modelo establecido en aras de una democracia real, incluyente y saneada. Sin embargo, esta tarea se hace más difícil cuando se soslaya la imprescindible participación activa, masiva, organizada y consciente de los sectores excluidos y desfavorecidos históricamente.
Para los desalentados de la región, trémolos ante el ímpetu de la ofensiva imperial, la respuesta del pueblo hondureño reafirma la confianza en las masas y los movimientos sociales, y en su capacidad de trascender la lucha reivindicativa - justa y necesaria – hacia derroteros más ambiciosos y radicales, siempre que la unidad programática marque la pauta.
La renovación del accionar político, tanto en lo organizativo, movilizativo, formativo y mediático, así como su unidad, más que una demanda, es una necesidad histórica de los procesos y movimientos progresistas y de izquierda regionales.
Solo así se potenciará su capacidad para responder a los nuevos desafíos, actuar en consecuencia frente al momento histórico nacional y regional, y desarrollar un programa que supere los marcos de la cultura política establecida, cargada de manipulaciones, intereses personales y grupales, y falta de compromiso de cambio.
Esta necesidad se acrecienta por la crisis moral y política que viven los partidos tradicionales ante lo cual las oligarquías, respaldadas por sus padrinos del Norte, continúan remozando sus instrumentos de dominación, y recurren cada vez con más sistematicidad a los estólidos y brutales métodos del pasado debido a su desesperación, tal y como sucede hoy con el martirizado pueblo de Honduras.