Una bandera, una canción, una piedra, una voz
Para cualquier periodista no hay mayor honor que el hecho de que el Estado policial sobre el que ha escrito toda su vida –el mismo Estado que la asesinó mientras hacía su trabajo– acuda en masa a su funeral, golpee salvajemente a los asistentes e intente profanar su cadáver. El periodismo de Shireen ha sido plenamente revalidado.
Shireen Abu Akleh se especializó en cubrir los funerales de los palestinos asesinados por las Fuerzas de Ocupación Israelíes. Informó de docenas de ellos para la emisora de radio La Voz de Palestina (emitiendo desde Ramallah) y para Al Jazeera. Pero ninguno fue como el suyo propio, en el que miles de asistentes se congregaron ante el hospital de San José para acompañar al féretro por las calles de Jerusalén, dos días después de que un francotirador israelí la disparara en la cabeza.
La audiencia que escuchaba a Akleh encontraba su voz reconfortante, incluso cuando describía escenas de horror. Les resultaba familiar e íntima. Una voz que les hablaba directamente a ellos. Una voz que comprendía sus vidas. Una voz que conocía sus calles y vecindarios, sus mercados y escuelas. Una voz que había experimentado las indignidades y las humillaciones diarias, los actos de valor y la violencia repentina que caracteriza la vida en los territorios ocupados.
¿Cómo habría descrito esa voz, que había transmitido empatía e indignación a millones de personas a lo largo de décadas, la escena surrealista que se desarrolló en su propio funeral, cuando la policía israelí con equipamiento antidisturbios cargó contra la multitud, con porras y pistolas paralizantes, arrancó la bandera palestina que cubría el féretro y empujó y apaleó a los portadores tan violentamente que el propio féretro estuvo a punto de caer al suelo?
La policía había advertido al cortejo fúnebre de que no cantaran canciones palestinas, ni eslóganes palestinos. “Si no interrumpen los cánticos y canciones nacionalistas tendremos que dispersarles usando la fuerza y no permitiremos que se celebre el funeral”, gritó un oficial de policía a la multitud a través de un megáfono, poco antes de que los policías antidisturbios cargaran contra el cortejo.
La policía justificó el empleo de mano dura alegando que alguien había arrojado una piedra. Shireen habría apreciado la ironía. Ella conocía el poder simbólico de las piedras en Palestina. Había pasado buena parte de su carrera cubriendo los sucesos de la Segunda Intifada. Una piedra era el símbolo de la resistencia; también la excusa para que las fuerzas de ocupación israelíes abrieran fuego contra las multitudes de manifestantes, incluyendo a niños. Una bandera, una canción, una voz, una piedra. ¿Por qué estas cosas tan simples, casi tan antiguas como las propias Colinas de Hebrón, les ponen tan nerviosos? Shireen nos lo podría haber explicado.
Shireen Abu Akleh fue un problema para las fuerzas de ocupación y el Estado de "Israel" durante toda su carrera de periodista. Era un problema por quién era y por quién no era. Para empezar, Akleh era palestina, nacida en Belén, pero también era una ciudadana estadounidense que había vivido durante años en Nueva Jersey con los parientes de su madre. Era una árabe, pero también una mujer cristiana cuyo funeral se celebró en la Catedral de la Anunciación de la Virgen y cuyo cuerpo fue enterrado junto al de sus padres en el antiguo cementerio anglicano del Monte Sion. Creció bajo la ocupación israelí, pero sus informaciones no estaban sesgadas. Describía lo que veía y lo que oía. Sabía cómo encontrar testigos y sacarles la historia. Sus reportajes estaban imbuidos de un profundo conocimiento y de una claridad que los hacían aún más condenatorios para el Estado israelí.
Pero no se la podía acusar de propagandista, y eso constituía todo un problema para "Israel". Sus crónicas iban más allá de la descripción objetiva. No aceptaba tal cual lo que veía. Akleh se esforzaba por desentrañar el cómo y el por qué. Quería comprender la mentalidad de los soldados de las fuerzas de ocupación israelíes que trataban con crueldad a los niños palestinos y la psicología de los ministros del gobierno que justificaban esas atrocidades. Quería descubrir qué motivaba a los chicos de trece años a lanzar piedras a los soldados israelíes que les apuntaban con armas automáticas y cómo se sentían las familias cuando arrancaban de raíz sus olivos y derribaban sus casas con buldóceres. Su voz era como una piedra.
Hace cosa de quince años recibí una llamada telefónica de Shireen. El difunto Uri Avnery le había regalado un ejemplar de nuestro libro The Politics of Antisemitism y quería hablar conmigo de mi capítulo sobre el ataque del ejército israelí contra el buque USS Liberty en 1968. Lo que más recuerdo de nuestra conversación es que, a diferencia de muchos periodistas de lo que podríamos llamar los “medios de comunicación progresistas”, no dio por sentado que los hechos habían ocurrido tal y como yo los presentaba. Por supuesto, la historia de aquel ataque resulta casi inconcebible, más aún si consideramos lo poco que se conoce dentro de Estados Unidos. ¿Cómo pudo ocurrir algo así?, me preguntó. ¿Cómo pudieron los políticos tolerar un acto como ese? ¿Por qué fue ignorado por la prensa? Nunca llegué a ver su artículo sobre el ataque al buque militar de EE.UU., si es que llegó a escribirlo. A lo mejor solo quería satisfacer su propia curiosidad sobre aquel terrible episodio. Eso habría sido muy propio de ella. Cuando fue abatida por el disparo de un francotirador israelí, Shireen había estado estudiando hebreo. Pensaba que le ayudaría a comprender los matices de la forma de pensar israelí y cómo construyeron sus propias versiones de la ocupación y de su trato a los palestinos. Al igual que todos los grandes periodistas, cuanto más aprendía, más deseaba saber.
La mañana del 11 de mayo, Shireen Abu Akleh se encontraba en Jenín, cubriendo otro asalto de las fuerzas de ocupación israelíes contra esa ciudad de Cisjordania, tal y como había hecho tantas veces con anterioridad. Existen dos Jenín: la ciudad de 45 mil habitantes y el campo de refugiados de Jenín, hogar de más de 10 mil refugiados palestinos. Tanto una como el otro han sido blanco favorito de los ataques de las fuerzas de ocupación israelíes desde el comienzo de la Segunda Intifada. En 2002, invadieron el Campo de Jenín, masacraron a docenas de residentes, encarcelaron a otros cientos y situaron el campo bajo ocupación militar durante dos semanas. Desde entonces, las fuerzas de ocupación israelíes han lanzado ataques regulares contra el campo con casi total impunidad. En el último mes, dichos ataques han sido prácticamente diarios. Las fuerzas ocupantes dicen estar a la caza de terroristas. Al menos 28 personas han muerto.
Akleh ha presenciado muchas de estas caóticas escenas, como periodista y como residente. Suelen estallar en casi cualquier lugar de Palestina y en cualquier momento. Como ocurre en la mayoría de las ocupaciones, los periodistas no gozan de ningún estatus de protección allí. De hecho es probable que se conviertan en blancos oficiosos de la potencia ocupante. Los territorios ocupados son uno de los lugares más peligrosos del mundo para un periodista; en realidad para cualquiera. Las fuerzas de ocupación israelíes han asesinado al menos a 45 periodistas desde el comienzo de la Segunda Intifada en 2000 y 144 periodistas palestinos han sido heridos por esas mismas fuerzas solo desde 2018. En abril, la Federación Internacional de Periodistas presentó una denuncia formal ante la Corte Penal Internacional acusando a las fuerzas de ocupación israelíes de apuntar directamente contra los periodistas. La denuncia citaba cuatro casos ilustrativos, los de los reporteros Ahmed Abu Hussein, Yaser Murtaja, Muath Amarneh y Nedalk Eshtayeh. Shireen había informado sobre este mismo caso. Conocía los riesgos mejor que nadie.
“Por supuesto que tengo miedo”, declaró Akleh a un entrevistador de la cadena de radiotelevisión árabe An-Najah NBC en 2017. “En determinado momento olvidas ese miedo. No nos arrojamos a la muerte. Cuando llegamos, tratamos de encontrar un lugar desde donde trabajar y proteger al equipo que me acompaña, antes de pensar cómo voy a salir en pantalla y qué es lo que voy a contar”.
Shireen nunca fue una periodista “oficialista”. No informaba desde los márgenes, si es que eso es posible en Yenín. Ese día estaba con un pequeño grupo de otros periodistas cuando las fuerzas de ocupación israelíes comenzaron su incursión en el campo de Jenín. Llevaba puesto un casco y un chaleco azul brillante con la palabra “PRENSA” estampada por delante y por detrás. Iba “armada con cámaras”, en palabras de un portavoz de las fuerzas de ocupación israelíes.
Los periodistas estaban como a unos cien metros por detrás de los soldados cuando entraron al campo y entonces comenzaron a recibir los disparos. La periodista que estaba más cerca de Shireen era Shatha Hanaysha, una reportera de Ultra Palestine y Middle East Eye.
Cuando comenzó el tiroteo, el grupo de periodistas se agachó tras un muro. Pocos segundos más tarde, Shireen gritó: “Le han dado a Ali. Le han dado a Alí”. Se refería a Alí al Samoudi, su productor de la cadena Al Jazeera, que había recibido un disparo en la espalda de un francotirador israelí.
Hanaysha y Alkeh estaban en esos momentos agachadas mientras una lluvia de balas les llegaba desde arriba. Hanaysha se agachó para protegerse del fuego y se cubrió la cabeza. Cuando levantó la vista vio caer a Shireen. Al principio creyó que solo estaba caída, pero no se levantaba. Hanaysha cuenta que quería ir hacia ella, pero que el tiroteo era muy intenso y las balas chocaban contra el árbol tras el que se escondía. La sangre se acumuló alrededor de la cabeza de Shireen. Cuando por fin pudieron recuperar el cuerpo, vieron que había recibido un tiro junto a la oreja, justo por debajo del casco. La llevaron al hospital Ibn Sina en Jenín, donde declararon su muerte.
Cuando se difundieron las noticias de la muerte de Shireen, el gobierno israelí se apresuró a rechazar cualquier responsabilidad y, siguiendo la táctica habitual, culparon de su asesinato a los propios palestinos. El primer ministro israelí Naftali Bennett tuiteó: “Según los datos que tenemos en este momento, es muy probable que fueran palestinos armados, que disparaban a mansalva, quienes provocaron la desafortunada muerte de la periodista”. Por su parte, el ministro de comunicación Yoaz Hendel reiteró esta afirmación en una entrevista para el diario Israel Hayom.
Shatha Hanaysha refutó estas afirmaciones. “Los disparos no provenían del lado palestino”, dijo al Comité para la Protección de los Periodistas. “La calle en la que estábamos estaba llena de coches en movimiento. No había enfrentamientos, ni siquiera neumáticos ardiendo, y por esa razón habíamos seguido avanzando, para acercarnos a la acción y cubrir lo que estaba ocurriendo”. Incluso las fuerzas de ocupación israelíes admitieron que ningún soldado israelí resultó herido en la operación. Un examen del lugar donde Shireen fue abatida por parte del diario israelí Haaretz reveló la existencia de varios edificios entre dicha localización y el lugar donde se encontraban los palestinos con los que se habían enfrentado las fuerzas de ocupación israelíes.
Pero las afirmaciones de la complicidad palestina tenían un propósito táctico: distorsionar la cobertura mediática de los tiroteos. Y funcionó. Tanto la BBC como el New York Times describieron las circunstancias del asesinato de Shireen como poco claras. Hablaron de "enfrentamientos" entre "hombres armados" palestinos y las fuerzas de ocupación israelíes.
El Departamento de Estado de EE.UU. siguió su ejemplo. Con un discurso que hacía pensar en un recién graduado de la Escuela de Locución de Susan Collins (1), Anthony Blinken expresó su “preocupación” y pidió cautelosamente una “investigación” sobre las circunstancias del asesinato de Shireen. Era lo mínimo que podía decir. ¡Después de todo, Shireen era una ciudadana estadounidense y era cristiana! Fue asesinada por un ejército que recibe el 20 por ciento de su financiación de EE.UU. Aunque nada de eso debería importar y al final no lo hará. El gobierno y el ejército que han cometido tal atrocidad no sufrirán sus consecuencias. No existe ningún grupo de presión palestino. Nadie que haga responsable al gobierno de EE.UU. por su complicidad pasiva en crímenes contra sus propios ciudadanos. Cualquier político o periodista estadounidense sabe que incluso la crítica más sutil a Israel se considera ahora antisemitismo y pocos quieren arriesgarse a tener que limpiar esa mancha de sus currículos. Así que, una vez más, Blinken sigue el mismo modelo utilizado después de que Rachel Corrie fuera atropellada intencionadamente por una excavadora de las fuerzas de ocupación israelíes y después de que Omar Assad fuera amordazado, atado, maltratado y abandonado hasta su muerte por las fuerzas de ocupación israelíes hace sólo unas semanas: agitar un dedo tembloroso, guiñar un ojo y esperar a que todo se calme.
No obstante, en el momento del funeral de Shireen, la historia inicial de las fuerzas de ocupación israelíes se había desmoronado y hasta el ministro israelí de defensa, Benny Gantz, se vio forzado a admitir que era “más probable que un francotirador de las fuerzas de ocupación israelíes fuera el responsable de su muerte”.
Una de las razones para atacar un funeral es desviar la atención de un crimen más atroz que acabas de cometer. Otra razón es que sencillamente no puedas evitarlo. Para eso es para lo que te han programado. En otras palabras, el ataque al funeral de Shireen es parte del mismo crimen que su asesinato, como el asalto a Jenín y la propia ocupación israelí.
Para cualquier periodista no hay mayor honor que el hecho de que el Estado policial sobre el que ha escrito toda su vida –el mismo Estado que la asesinó mientras hacía su trabajo– acuda en masa a su funeral, golpee salvajemente a los asistentes e intente profanar su cadáver. El periodismo de Shireen ha sido plenamente revalidado.
(1) Nota del T.: Susan Collins es una senadora republicana de Estados Unidos que mantiene su escaño desde 1997.