La derecha y la espectacularización de la política
No hay duda de que Javier Milei es quien mejor caracteriza al showman de las derechas contemporáneas. Tirado a lo grotesco, el hombre de la motosierra ha sabido capitalizar una nueva disposición social a la demagogia efectista.
-
El presidente de Argentina, Javier Milei, interviene durante la última jornada del Madrid Economic Forum (Europa Press)
Donald Trump decidió celebrar el evento de homenaje al derechista Charlie Kirk, asesinado el 10 de septiembre de este año, ante una multitud en el State Farm Stadium en Glendale Arizona, y las imágenes de su abrazo compasivo a la viuda circularon por el mundo. Lo mismo que los difundidos videos del certero disparo al líder conservador de la organización Turning Point USA. Todos vimos su veloz muerte desde muchos ángulos, incluso circularon versiones que especulaban sobre la presencia de ciertos sospechosos personajes en la escena. La saturación de la reproducción del crimen asemejaba ese otro momento en que, un disparo dirigido al propio Trump, éste un 15 de septiembre de 2024 en plena campaña electoral por su segundo mandato, regaló al republicano una postal mucho más precisa como fotograma político que el proyectil que laceró su oreja.
Las campañas políticas gringas –como bien sabemos– asemejan el mundo del espectáculo, por lo fastuoso y la producción: estadios, luces, pantallas, efectos visuales, pasarelas, música, por lo que podría no habernos sorprendido ver a Trump en medio Village People cantando Macho Man en el mitin de celebración de su victoria electoral, pero el recurso a la espectacularización de la política parece ser hoy en día un camino de alto rendimiento a la neorreacción de muchas partes del mundo.
No hay duda de que Javier Milei es quien mejor caracteriza al showman de las derechas contemporáneas. Tirado a lo grotesco, el hombre de la motosierra ha sabido capitalizar una nueva disposición social a la demagogia efectista. No importan los escándalos políticos de corrupción, el endeudamiento nacional, la escasa proyección económica o los golpes a la educación y la salud, para un electorado argentino que agarrado a un clavo ardiente confía, al menos en parte, en un hombre que al pararse en un escenario decide dar un concierto de rock –y de un muy mal rock, dicho sea de paso–. Es la política espectáculo que visto desde otras latitudes desnuda el triste espectáculo de la vida política argentina.
La novedad, por supuesto, no radica en la sobreexplotación de la propia imagen. Ya el siglo XX representó el asalto de hombres de la política –obvio, mayoritariamente hombres– que no sólo debían encarnar en sí mismos los valores del proyecto de pueblo o nación, sino que además debían hacerlo con recurso a la mediatización y la propaganda. En ello el fascismo marcó un antes y un después.
En 1935 se estrenó el filme más icónico del nacionalsocialismo, El triunfo de la voluntad, donde se mostraba una convención del partido lidereado por Adolf Hitler. Dirigida por Leni Riefenstahl, quien fuera una de las primeras mujeres cineastas del mundo, se convirtió en uno de los más poderosos productos de propaganda política de la época. A ese celuloide debemos algunas de las imágenes más popularizadas de Hitler. Riefenstahl se había formado como cineasta en el ambiente de vanguardia del Berlín de la década de los años 20; aspiró a representar a Lola Lola en El ángel azul de Josef von Sternberg, pero Marlene Dietrich le ganaría ese protagónico. Después lanzó su primera obra como directora y se volvió nazi a principios de los 30, poco después Hitler la llamó porque su trayectoria lo había impresionado.
En 1933 comenzó la filmación de El triunfo de la voluntad, para el que utilizó técnicas de vanguardia como tomas en movimiento, planos aéreos en grúas y aviones, montaje dinámico y una enorme coreografía, que comunicaba un mensaje de poder, disciplina, dominio y convicción política de corte marcial, mezclados con la exaltación de la figura de Hitler, al que se mostraba como un orador capaz de crear una enorme conmoción en sus escuchas. El filme fue un éxito y fue parte de la estrategia de propaganda política del régimen. Otros recursos muy poderosos en la época fueron los carteles, pues también expropiaron elementos visuales de las vanguardias estéticas como el expresionismo y lograban sintetizar lemas de enorme permeabilidad.
En los EU la propaganda política fue muy importante mucho antes de que en el siglo XX se comenzaran a explotar los recursos cinematográficos. Baste recordar la célebre figura del Tío Sam, que se remonta a la guerra de 1812 entre los EU y el Reino Unido, pero que en la Primera Guerra Mundial sería reconocido por el célebre cartel en el que viejo de sombrero de copa, levita y corbatín señala con el dedo índice al lector y dice: I want you for U.S army. No obstante, el momento cumbre lo representaría la Guerra Fría, cuando la propaganda sería una herramienta fundamental para propagación del antagonismo ideológico frente a la URSS. Para ese momento, la popularización de la televisión permitió un grado de dispersión de los mensajes políticos sin precedentes, que integrados a una red de medios –radio, cine, carteles– daba una gigantesca capacidad de instalación de ideas, imágenes, frases, valores, en suma, discursos, muchas veces perfectamente delimitados y funcionalizados.
Ya el siglo XX representó el asalto de hombres de la política que no sólo debían encarnar en sí mismos los valores del proyecto de pueblo o nación, sino que además debían hacerlo con recurso a la mediatización y la propaganda. En ello el fascismo marcó un antes y un después.
Era ya tal el alcance de la propaganda y la aparición de la manipulación mediática que hoy sería imposible comprender el impacto social del magnicidio contra John F. Kennedy sin la imagen de Jackie Kennedy trepando hacia la cajuela del Lincoln descapotable para tratar de tomar en sus manos aquello que había saltado hacia atrás de la cabeza del presidente por la fuerza del disparo. La empatía con la viuda y la gigantesca cobertura del funeral de estado no sólo están asociados a los medios de comunicación masiva, sino también a su instrumentalización política. Es la mezcla de ambos elementos lo que resulta el rasgo distintivo del siglo XX.
Hay que tener cuidado, sin embargo, cuando se piensa y estudia la manipulación mediática con fines políticos porque no se debe obviar aquello que el teórico jamaiquino-inglés Stuart Hall enfatizó sobre el proceso de recepción de las llamadas audiencias; esto es que dicho proceso jamás es pasivo, puesto que los sujetos que reciben determinados mensajes siempre interpretan de modo activo, a veces, como rechazo abierto, como negociación que cuestiona, o como aceptación. Lo que significa que es equívoca y altamente sesgada la idea de que la repetición o la amplia cobertura mediática sirven como garantes absolutos de incidencia directa y unicausal en las configuraciones ideológicas, en este caso políticas.
Nada de esto niega el poder de la propaganda, pero sí nos permite complejizar su análisis. La capacidad comunicativa y la influencia del filme de Riefenstahl son innegables, pero el ascenso y poder político del nazismo tienen muchas y complejas causas explicativas; lo mismo puede decirse de la propaganda de los EU durante la guerra fría. Filmes, series, programas de entretenimiento, publicidad comercial, noticieros, etc., reproducían incesantemente una campaña antisoviética, pero ello no fue suficiente para que en ese país se expresaran incontables formas de resistencia al montaje ideológico dominante. Por ello, además de propaganda, las derechas y el conservadurismo requiere de la política para ganar presencia efectiva en las complejas correlaciones y campos de fuerzas.
La popularización de la televisión permitió un grado de dispersión de los mensajes políticos sin precedentes, que integrados a una red de medios –radio, cine, carteles– daba una gigantesca capacidad de instalación de ideas, imágenes, frases, valores, en suma, discursos, muchas veces perfectamente delimitados y funcionalizados.
A eso bien podemos sumar la incuestionable capacidad de dispersión e impacto de las redes sociodigitales, pero es al menos insuficiente suponer que el auge de las derechas y la neorreacción contemporáneas se deba sólo a su incidencia social por estos medios. No cabe duda de que la espectacularización de la política tiene un enorme rendimiento e impacta en las tendencias electorales, pero no es razón suficiente para explicar a las derechas y sus triunfos o derrotas. Es grotesca, simplificadora y síntoma de una profunda despolitización de ciertos sectores de la vida pública, pero pareciera que ella es más bien un resultado y no la causa última. Tal como lo pensó Guy Debord, la espectacularización de la sociedad, al estilo de un programa televisivo, tiene más que ver con la expansión del capitalismo y la enajenación social que le es constitutiva, que con la pericia de unos programadores con inaudita injerencia psicológica. Es la alteración del trabajo para plena explotación y la acumulación del valor lo que subordina nuestro cuerpo, tiempo libre, deseo, o el cambio de nuestra relación con los otros y con el entorno. Y son los efectos sociales de esas determinaciones lo que da cuenta de un tipo de disposición a la espectacularización.
Esto nos puede explicar, en parte, porque en México, hasta el momento, a pesar de los denodados esfuerzos, las grandes sumas invertidas y el alto impacto mediático, las derechas no alcanzan a hacer suelo. Ello no garantiza que no lo logren en el futuro, pero pensarlo nos sirve para recordar que, a diferencia de los ideólogos de derechas al estilo de Agustín Laje, nuestra batalla no es sólo cultural, pues como nos enseña una lectura radical de Gramsci, la transformación cultural tiene sentido porque es al mismo tiempo política. No peleamos sólo por instalar otras narrativas u otras formas del discurso, en la izquierda peleamos por transformar las sociedades hacia un destino justo, igualitario y de libertad para todos, lo que supone otros valores y visión de mundo. Por ello, lo nuestro no es el espectáculo, sino la cultura, es decir, el cultivo crítico de la propia identidad y no la repetición de eslóganes. Contra la espectacularización, nuestra batalla es por transformar la sociedad y no sólo por interpretarla de distintas maneras.
Al Mayadeen Español