El nuevo sistema mundial multipolar y el fin de una era
El declive irreversible de la supremacía occidental bajo el liderazgo de Estados Unidos no será un proceso pacífico y sería ingenuo pensar así.
Los diagnósticos actuales afirman que el sistema internacional está atravesando un período de cambios trascendentales. Las placas tectónicas sobre las que descansa el tablero geopolítico mundial se han desplazado, desencadenando profundas modificaciones en la estructura del sistema y en la naturaleza de sus principales actores.
Esto es cierto, pero solo si se reconoce que este viaje ya ha llegado a un punto de no retorno y que las tendencias que han estado operando en los últimos años han madurado hasta el punto de producir un resultado irreversible: la configuración de un tablero geopolítico global marcado por el surgimiento de múltiples actores dotados de diferentes capacidades de poder que pusieron fin a cinco siglos de supremacía occidental sobre todas las naciones. El multipolarismo ha llegado y ha llegado para quedarse.
Esto significa, en términos prácticos, el desorden irreparable del orden hegemónico instituido desde el final de la Segunda Guerra Mundial, el cual estableció una especie de Pax Americana que fracasó completamente en sus intentos expresados de crear un orden internacional más seguro y estable. Lo que caracterizó esta fase final de dominio occidental fue un acontecimiento de enorme importancia histórica: el comienzo del imparable declive del poder relativo de Estados Unidos en el sistema internacional y, en paralelo, el extraordinario ascenso de China como potencia económica de clase mundial y la resurrección de Rusia en la escena universal.
Este cambio de situación se vio agravado por una sucesión interminable de operaciones militares y guerras libradas en los cinco continentes; la desorbitada expansión del belicismo estadounidense, sembrando casi un millar de bases militares a lo largo y ancho del planeta; el agravamiento del atraso y el subdesarrollo en vastas zonas del Sur Global que, en la era actual, se traduce en un torrente interminable de migraciones masivas que están alterando profundamente la composición étnica y cultural de las antiguas metrópolis europeas y de los Estados Unidos.
El declive irreversible de la supremacía occidental, bajo el liderazgo de Estados Unidos, no será un proceso pacífico. Sería ingenuo pensar eso. Pero lo que sí es seguro es que en la actual constelación de actores políticos no hay nadie en condiciones de reconstruir, a su favor, la hegemonía perdida de EE.UU. Esto requeriría: (a) una superioridad económica y tecnológica abrumadora, como la que tuvo en los primeros años del segundo período de posguerra; (b) una primacía militar no menos abrumadora, pero que, como señalan los expertos militares, no ha ayudado a Washington a ganar guerras; y (c) la vocación hegemónica, que en ese país tiene sus raíces en la ideología nacional del "excepcionalismo americano", creencia que confiere a la nación una supuesta responsabilidad de convertirse en defensora de la difusión de la libertad, la justicia, la democracia y los derechos humanos en el mundo.
Llevar a cabo esta misión autoimpuesta requiere un frente interno socialmente sólido y políticamente unificado que permita que la ambición hegemónica se traduzca en la construcción de un orden dominante estable. Estados Unidos ya carece de estos atributos: es un país profundamente dividido políticamente y cada vez más desigual e injusto económicamente.
Hoy en día, ninguno de los grandes actores de la escena internacional cumple estas condiciones.
El formidable progreso económico y tecnológico de China no sería suficiente para convertirla en la nueva potencia hegemónica mundial. Además, no tiene la fuerza militar y, como civilización antigua, ni el credo ideológico de ser como creen los americanos, para ser una nación elegida por la Providencia para hacerlo. Rusia ha expeirmentado una notable reconstrucción económica y, aunque los ideólogos y asesores estadounidenses la daban por muerta en la era postsoviética, ha recuperado su papel como actor importante en la escena universal, pero no está -ni estaba- en sus planes convertirse en un sustituto de Estados Unidos. Por lo tanto, avanzamos hacia el fortalecimiento de esta nueva estructura multipolar que coexiste con creciente dificultad con el "orden mundial basado en reglas", tal como lo construye y publicita la Casa Banca. Este orden es injusto, un desorden que provoca innumerables guerras y conflictos de todo tipo, y de ninguna manera representa el complejo panorama que caracteriza hoy al sistema internacional.
Sin embargo, los obstáculos para superar la supervivencia del antiguo orden institucional son muchos.
Rusia ha estado bajo constante ataque desde el colapso de la Unión Soviética. De hecho, aunque no sea reconocido, es un país en guerra. Las tropas enemigas (OTAN) se están acumulando a lo largo de todo su flanco occidental y en gran parte del resto de su territorio. De acuerdo con la beligerante Guía de Planificación de Defensa (fechada el 18 de febrero de 1992) escrita por el subsecretario de Defensa de los EE.UU., Paul Wolfowitz, el principio organizador de la política exterior de los EE.UU. hacia Rusia debe ser "desangrar y debilitar" a esta gran nación y balcanizarlo como se hizo con la ex Yugoslavia, porque aunque ya abandonó el comunismo, señaló Wolfowitz, es demasiado grande y poderosa y siempre será un obstáculo para la política exterior de Estados Unidos en Eurasia.
La misma filosofía belicista se encuentra en el informe de Rand Corporation de 2019, titulado “Overextending and Unbalancing Russia” con el añadido explícito de que se recomendaba instalar armas letales en la frontera entre Ucrania y Rusia para hacer que este último entrara en guerra con sus vecino y se desangra hasta morir en el esfuerzo. En definitiva, desde hace más de 20 años Rusia es objeto de una guerra híbrida que se expresa como agresión mediática por parte de toda la prensa occidental salvo contadas excepciones; ofensivas diplomáticas; demonización de Vladimir Putin; sanciones comerciales que comenzaron mucho antes del conflicto en Ucrania, y toda una serie de agresiones destinadas a hacer estallarla en numerosas pequeñas naciones independientes, presa fácil para Estados Unidos y sus socios europeos.
Para la paz mundial y la prosperidad de nuestros pueblos es fundamental detener esta ofensiva contra Rusia y la plaga de rusofobia que se está extendiendo especialmente en Europa. Una Rusia desangrada y desgarrada, como quiere el Occidente colectivo, sería una tragedia, porque se perdería la contribución crucial a la estabilidad y el equilibrio del sistema internacional que aporta Moscú. Además, abriría la puerta a un ataque frontal contra China, poniendo en peligro la paz mundial, y a una brutal ofensiva de restauración (principalmente de naturaleza militar) contra países cercanos a Estados Unidos, especialmente América Latina y el Caribe.
Moscú ha reaccionado con extraordinaria prudencia ante estas provocaciones. Refiriéndose al golpe de Estado promovido por la administración Obama en Ucrania en 2014, el profesor de la Universidad de Chicago, John Mearsheimer, observó que si se hubiera producido una situación análoga en la frontera sur de Estados Unidos, es decir, un golpe de Estado que derrocara a un gobierno proestadounidense en México y lo hubieran reemplazado por uno decididamente adverso, las tropas de Washington habrían invadido México pocas horas después de tal incidente. El economista Jeffrey Sachs hizo la misma observación hace unos meses.
Afortunadamente, Rusia actuó de otra manera y recurrió a todos los canales diplomáticos antes de ordenar la "operación militar especial" en Ucrania, pero estos intentos fueron saboteados sistemáticamente por Estados Unidos y sus aliados europeos. A diferencia del compromiso permanente de negociación y acuerdos diplomáticos que caracterizan la política exterior de Moscú, así como la de la República Popular China, la Casa Blanca no habría hecho lo mismo en un caso similar, como señala el profesor Mearsheimer.
Es esta actitud de Moscú y Beijing la que nos permite ser cautelosamente optimistas sobre el futuro del nuevo orden multipolar ya establecido.