Ernesto "Che" Guevara, el hombre que creyeron matar
“Seremos…” dijeron muchos al lado de quien, siendo adulto y Jefe, fue el principal pionero guevariano.
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Ernesto "Che" Guevara, el hombre que creyeron matar.
A cada rato, América Latina siente, como a cada uno sus incontables hijos, el guerrillero caído aquel octubre. Dejó a toda una generación y, a la postre, fue encargado, por su hermano Fidel, en la multitud, de asumir la misión imposible: ser como el Che.
Miles de personas grabaron su edad con el tiempo de su ausencia, marcando aspiraciones propias con hazañas del Comandante Amigo.
Así llegan ahora muchos a los 58 años junto a los suyos y comprueban lo que otros predijeron desde el principio: el Che que creyeron matar sigue más vivo que nunca.
Pero, ante la utopía generosa que alumbró, es necesario decirlo de nuevo: Fidel acertó al sembrar en Cuba millones de jóvenes la “audacia” de desafiar la modestia de aquel hombre que se entregaba por completo sin glorificar su nombre.
“Seremos…” dijeron muchos al lado de quien, siendo adulto y Jefe, fue el principal pionero guevariano.
Es obvio que la mayoría no alcanzó la altura prometida, y también que algunos fueron más bien el envés de su luz; pero la meta honra, porque señala, más que ángulos individuales, hacia dónde mira un pueblo.
Hay que mirar al Che entre rayos verdaderos y entre las crecientes ilusiones de otras “luces”. Así como Cuba guarda mil chispas de héroes en sus faros, el mundo en pleno requiere cada vez más la presencia fecunda de estos hombres del tiempo de los titanes.
El Che no puede esconderse, no puede ser escondido, porque al marchar en Cuba y el resto del mundo sigue cabeceando nubes.
No, “el ser humano más completo de nuestra era” —como lo llamó Jean-Paul Sartre— no se amolda a lo oscuro. Treinta años intentaron ocultarlo y solo consiguieron que el mundo lo viera más.
La honra tiene sus marcadores genéticos. Un Comandante que se ponía uniforme y botas de soldado, un Jefe que compartía la mesa a trozos iguales, lo mismo que la trinchera; un dirigente entregado a la fidelidad pero alérgico a la adulación; un sentenciado que dijo al verdugo: “Respira, apunta bien que matarás a un hombre…” no pasa inadvertido, por modesto que sea.
Hay maneras de explicarlo: “Es como un relámpago de oro en la conciencia”, diría Ludovico Silva. Convencido que el Che no empezaba ni acababa en aquel cuerpo de verde serenidad, José Saramago lo definió como “lo que tantas veces vive adormecido dentro de nosotros”.
Y cuando en Bolivia segaron su vida y mutilaron sus manos, Julio Cortázar solo hallaba sentido a las suyas ofreciéndolas a Ernesto para nuevos actos y otras escrituras. Dilo al fin: ¿cuántos otros juraron seguirte, Comandante?
A la vera de su marcha triunfal es posible mirar la “peligrosa costumbre de seguir naciendo” que un día descubrió Eduardo Galeano.