Cuba y Estados Unidos en el contexto de una "nueva Guerra Fría"
De acuerdo con el analista cubano, las declaraciones surgidas en Washington desde enero del 2021 demuestran claramente que no tiene la menor intención de volver al proceso de normalización con el cuál el presidente Obama buscó poner fin a este “conflicto de Guerra Fría”.
“He venido aquí para enterrar el último resquicio de la Guerra Fría en el continente americano.” Así definió Barack Obama el propósito de su visita a Cuba cuando habló desde el Gran Teatro de la Habana el 22 de marzo del 2016.
Reflejaba así una concepción común entre políticos norteamericanos: el conflicto con Cuba fue causado por la alianza cubano-soviética después de 1959.
No sería esa la forma en que los cubanos definirían la disputa. La confrontación entre ambas naciones comenzó en el siglo XIX y siguió vigente aún después de terminada la “Guerra Fría”.
Resulta obvia otra interpretación: esta es una rivalidad entre dos naciones vecinas cercanas pero asimétricas que se enfrentan debido a la voluntad hegemónica o de dominación de la más poderosa (o de su clase dominante para ser más precisos) que contradice la aspiración a la autodeterminación de la más pequeña.
Aunque el presidente Obama (2009-2017) se caracterizó por una visión más sofisticada y matizada de la historia de la política exterior de su país, no pudo escapar esta interpretación ideológica que justificó gran parte de las acciones que Estados Unidos llevó a cabo globalmente entre 1947 y 1991: fue una “Guerra Fría” contra un peligro mortal, la existencia de la Unión Soviética y de un campo socialista.
Esa interpretación se solidificó con la Crisis de Octubre o de los Misiles de 1962, que tuvo la defensa de Cuba como motivo principal.
Por otra parte, durante años la diplomacia norteamericana, que tenía como objetivo el “cambio de régimen” en la Habana, no escatimó esfuerzos por legitimar su agresividad en esos términos.
Inclusive llegó a proclamar que la normalización de relaciones con Cuba podía producirse solo si ésta cumplía con condiciones vinculadas a la “Guerra Fría: ruptura de la “alianza” cubano-soviética; retirada de las tropas de la Isla de África Austral (enviadas en 1975 para defender a Angola de la agresión sudafricana); y cese de la “injerencia cubano-soviética” en los procesos revolucionarios centroamericanos de la década de 1980.
Pero no todo lo acaecido en 1947-1991 tenía que ver con esa querella estratégica global. Otro fenómeno clave de las relaciones internacionales en ese período, en el cuál Cuba tuvo cierto papel, fue lo que entonces se llamó proceso de descolonización y de liberación nacional, que condujo al surgimiento de un bloque neutral, el Tercer Mundo, cuya manifestación política central fue el Movimiento de Países No Alineados, del cual Cuba fue fundador.
Un recuento necesario
Durante esa “Guerra Fría”, Estados Unidos desarrolló sus acciones contra Cuba por distintos carriles. Vistas desde la perspectiva de la segunda década del siglo 21, cuando muchos observadores alegan que se está produciendo una “Nueva Guerra Fría”, aunque en condiciones muy distintas, dos componentes de la estrategia de resistencia cubana fueron importantes.
La primera, por supuesto, fue la relación económica privilegiada con la Unión Soviética y el campo socialista europeo, que permitió al gobierno cubano contrarrestar las sanciones económicas, comerciales y financieras que Washington le impuso desde 1962.
La segunda, fue que la Habana logró neutralizar la política de aislamiento diplomático que Washington intentó imponerle. No solo eso, las acciones de solidaridad con los procesos de liberación y descolonización y su efectiva diplomacia en el seno del Movimiento de Países No Alineados y de otras instituciones multilaterales del Sur Global, hicieron prácticamente imposible a la política exterior norteamericana aislar a Cuba y ni siquiera contenerla.
Estos resultados de Cuba en el contexto de esa primera “Guerra Fría” constriñeron las posibilidades estadounidenses de hostilizarla con efectividad y empujaron a la diplomacia de Estados Unidos a buscar un acomodo con Cuba que se materializó en el establecimiento de relaciones cuasi diplomáticas en 1977, mediante la apertura de Secciones de Intereses en las capitales de ambos países.
Con esta medida, que el Departamento de Estado aceptó con reticencia, se decidió establecer un canal de negociación limitado, sin llegar al reconocimiento de la legitimidad de la Revolución Cubana.
Sin embargo, no hubo que esperar mucho para que Estados Unidos pusiera claros límites de su relación con Cuba.
Como parte de los procesos diplomáticos que acompañaron los años de distensión de la “Guerra Fría” entre 1985 y 1991, Cuba y Estados Unidos estuvieron involucrados en dos procesos negociadores multilaterales exitosos que pusieron fin a conflictos que eran considerados por la elite norteamericana como parte de la “Guerra Fría”, los del África Meridional (Angola, Sudáfrica, Cuba y Estados Unidos) y de Centroamérica.
Ello motivó una propuesta surgida en el seno del propio Departamento de Estado de que quizás sería beneficioso entablar una negociación directa con la Habana ya que la “Guerra Fría” estaba agonizando. La respuesta del secretario de Estado James Baker en marzo de 1989 fue terminante: Estados Unidos no negociaría nada con Cuba que legitimara o beneficiara a su gobierno, salvo si se trataba de un asunto de seguridad nacional.
Muy pronto, en 1992 y 1996, el Congreso estadounidense aprobó dos leyes que codificaban las medidas coercitivas unilaterales contra Cuba, las conocidas como Torricelli y Helms-Burton. Pero no fue sólo eso. En 1991 las fuerzas armadas norteamericanas llevaron a cabo maniobras militares amenazantes en el Caribe.
En la década del 2000 el Departamento de Estado aprobó dos medidas claramente encaminadas al derrocamiento del gobierno cubano: la creación de una Comisión “Para Ayudar a una Cuba Libre” y la designación de un alto funcionario con el pomposo título de Coordinador de la Transición Cubana.
La “Guerra Fría” en el Caribe gozaba de entera salud. Ello demuestra que en el imaginario de las elites norteamericanas el concepto implicaba la “rendición incondicional” del adversario. Es una lucha a vida o muerte que se diferencia de una guerra abierta en que se usan otros métodos de carácter más sutil e indirecto.
Esta visión norteamericana de “Guerra Fría” contra sus adversarios es la que ha sido entronizada nuevamente no sólo por la administración (Donald) Trump (2017-2021) que no esperó mucho para revertir el proceso de normalización con Cuba impulsado por el presidente Obama, si no con gran entusiasmo por el grupo que integra el gobierno de Joe Biden desde 2021.
El conflicto se agudiza
Las declaraciones que surgen de Washington desde enero del 2021 demuestran claramente que no tiene la menor intención de volver al proceso de normalización con el cuál el presidente Obama buscó poner fin a este “conflicto de Guerra Fría”.
Se ha vuelto a lo dicho en el Memorándum Baker de marzo de 1989. Ni hablar siquiera de emular con Obama y producir un alivio limitado de las medidas coercitivas unilaterales o bloqueo.
Esta posición está basada en la falsa percepción, estimulada por la crisis que vive Cuba y las manifestaciones anti gubernamentales del 11 de julio de 2021, de que el gobierno cubano puede ser doblegado o derrocado por la vía de la presión máxima en el plano económico combinado con el amplio financiamiento a grupos opositores.
Pero no es solo con Cuba que se observa una terca hostilidad del Washington de Biden, hay una agudización de la agresividad en la política exterior general mediante una vuelta a las viejas posiciones de la “Guerra Fría” contra las dos potencias más importantes que lo desafían en el plano internacional: Rusia y China.
No es este el lugar para evaluar esta estrategia que persigue recuperar la posición dominante de Estados Unidos en el sistema global. Lo que sí está claro es que tienen muchos rasgos en común con la política prevaleciente en 1947-1991 y en particular la utilización de un argumento ideológico extremo: es una lucha entre “la democracia” y el “autoritarismo”.
Por supuesto, ello perjudica a Cuba, que tiene menos alternativas que en 1959-1991 para resolver sus enormes desafíos en el plano económico. Lo que se hace evidente es que no parece previsible un respiro en el plano de las sanciones económicas ni en la presión política contra el gobierno.
Las autoridades de la Habana tendrán que buscar alternativas a su desarrollo en el plano interno probablemente acelerando y siendo más creativas en la inevitable reforma económica. Cuentan sólo con el beneficio de una sólida posición internacional, fortalecida ahora por la nueva ola progresista que se viene produciendo en América Latina y el Caribe.