Marcela Otero, nuestra voz en el Chile de Pinochet
Sin ocultar su identidad, a plena luz del día, realizó la cobertura periodística clandestina para Prensa Latina de los últimos años de la dictadura de Pinochet.
El sangriento golpe militar de Augusto Pinochet contra el presidente Salvador Allende impactó mi vida con estupor y dejó una profunda huella de dolor, aunque estaba muy lejos de Chile.
Las primeras noticias del brutal bombardeo del Palacio de la Moneda, el conmovedor discurso del presidente Salvador Allende antes de morir en combate, la sangrienta represión en las calles, las recibí en Ginebra, donde cubría una conferencia mundial azucarera de especial interés para Cuba. En la televisión suiza las imágenes pasaban como otro espectáculo de violencia política.
Eran tiempos diferentes a los de ahora para la información, sin Internet, teléfonos digitales, computadoras personales y otros recursos de comunicación instantánea de hoy. Mi contacto con la Redacción Central de Prensa Latina era la corresponsalía de París, que dirigía el veterano periodista brasileño Aroldo Wall. Allí recibían mis despachos por telex y los pasaban a La Habana por un circuito bidireccional de teletipos. Era la inmediatez de entonces. La desesperación por saber más nos ahogaba.
Durante las primeras horas y días sufrimos a la espera de noticias de nuestro equipo en Santiago de Chile, formado por el argentino Jorge Timossi, el peruano Jorge Luna, los chilenos Omar Sepúlveda y Elena Acuña, el cubano Mario Mainadé y quizás algún otro que no recuerdo. Todos hicieron su trabajo en las primeras horas, mientras fue posible, y poco después debieron abandonar el país.
En esos mismos momentos Marcela Otero Lanzarotti, periodista de larga y prestigiosa trayectoria en la prensa chilena, de 32 años de edad, conocida por su militancia de izquierda y allendista, corrió en busca de sus dos pequeños hijos para ponerlos a buen resguardo y procuró asilo en la embajada de Perú.
El 24 de noviembre de 1973 logró salir con sus niños hacia Perú y el 4 de enero de 1974 arribaron a Cuba, según precisó Rodrigo, el mayor de sus hijos, entonces de 12 años, en una entrevista reciente al diario La Jornada.
En ese momento todavía no había conocido a Marcela. Me encontraba en Berlín oriental, capital de la República Democrática Alemana (RDA), que se convirtió enseguida en el destino del mayor número de exiliados políticos chilenos en el “campo socialista”. Había llegado procedente de Ginebra, vía Praga, para relevar temporalmente al corresponsal Rafael Borges.
Aquella estancia europea me permitió ver y conocer más de cerca la realidad y matices del ambiente político opositor chileno y a algunos de sus principales líderes y su proyección tras el cruento golpe de Pinochet que seguía encarcelando, torturando y promoviendo un enorme éxodo de miles de perseguidos.
En Ginebra, sede europea de Naciones Unidas y varios organismos internacionales pude testimoniar la actitud patriótica del prestigioso embajador chileno Hernán Santa Cruz, uno de los nueve redactores de la Declaración Universal de los Derechos del Hombre, amigo de Allende por más de 40 años, quien hizo fervorosas denuncias del golpe pinochetista.
En Berlín logré asistir a la culminación de un reencuentro organizado en secreto (que luego se haría público) de los principales líderes de la Unidad Popular, entre ellos Luis Corvalán y Volodia Teitelboim, del Partido Comunista, así como el líder socialista Carlos Altamirano, y otros, para trazar estrategias unitarias de enfrentamiento al régimen militar.
No fue hasta finales de 1984 o inicios de 1985 que un día se plantó delante de mi escritorio de Jefe de la Redacción América de Prensa Latina aquella mujer de cuerpo menudo, pero “moldeado mano” –como dicen los cubanos- piel canela, cabellos negros hasta la cintura y unos ojos verdes de mirada paralizante. Me preguntó si yo era el Jefe y, tras asentir, me dijo “mira yo soy Marcela Otero, ya he concertado mi nombramiento con el Director para irme a Chile como corresponsal y vengo a que me digas las orientaciones, las normas y reglas para realizar mi trabajo allí”.
Por un momento quedé mudo. Hipnotizado por aquellos grandes ojos verdes y una sonrisa burlona dibujada en sus labios carnosos rojos, gracias a un maquillaje discreto, pero óptimo. “Tú estás loca”, me atreví a decirle. ¡Cómo está la cosa ahora, con Pinochet ahí! Te matan, le advertí. Pero ella volvió a sonreír, impasible. “No, no pasará nada, ya verás. Dime cómo podemos organizar el trabajo”, y trajo una silla cercana para sentarse y tomar nota.
¡Inolvidable! Me dijo que dispondría de una Press Card de la UIT (la Unión Internacional de Telecomunicaciones) una especie de tarjeta de crédito que podía usar en una oficina de correos de cualquier país y se liquidaba mediante una operación de clearing anual entre los países asociados. Un medio de pago muy útil en la época para trasmitir por télex.
Hablamos de la extensión de los despachos noticiosos o cables, el lenguaje objetivo, pero no imparcial, libre de adjetivos, de fuentes seguras o confiables, los comentarios basados en hechos, libres de estilo doctrinario. Ella se mostró muy atenta, seria. Concordamos los horarios, le pedí que siempre pusiera att Editor Jefe a la cabeza, para que me entregaran una copia. Yo seguiría su trabajo para hacer las recomendaciones pertinentes.
Era obvio que no sentía miedo o temor por su vida. Se lo insinué de algún modo. Sonrió y me dijo ya yo estoy herida de muerte. El cáncer no perdona y allá dentro hay muchos jugándose la vida. No seré la única. Desde entonces recuerdo su rostro asombrando, iluminado por su sonrisa y aquellos ojos verdes seductores.
Sentí una emoción tremenda cuando recibimos su primera nota. Todos los días preguntaba por sus envíos, en cuanto llegaba a la Redacción. Tenía un teléfono y trasmitía por telex. No podía imaginar cómo hacía, pero cada día escribía más y poco a poco se adentraba en los temas más complicados o comprometedores.
Unos meses después, en 1985, nos reunimos de nuevo en Buenos Aires, a donde llegué junto con el fotógrafo Miguel Viñas, en una misión que incluyó Uruguay, Bolivia y Perú. Marcela estaba radiante. Nadie podría pensar que estuviera soportando el avance de un cáncer. Me contó que escribía en su casa y trasmitía por telex desde un correo cercano. “Soy tan buena clienta, me dijo sonriendo, que el encargado me reserva un sitio privilegiado y son todo atenciones. No tienen ni idea de para quien escribo”. Yo me estremecía de pensar que la pudieran apresar. Ella mostraba un aplomo increíble. Almorzamos juntos en un restaurante de la avenida Corrientes. Supe que su hijo Rodrigo había regresado a Chile y que eso le daba ahora una motivación más fuerte. Quería estar allí, lo más próxima posible. No la vi más. Ella regresó a Chile.
En enero de 1987 viajé como corresponsal a Perú y ahí conocí a su hermano Hugo Otero, quien actuaba como asesor del presidente Alan García. Hablamos de Marcela una vez, era muy parco. Ahora solo veía sus notas en el “cast” de Prensa Latina, sin firma, pero identificables por su estilo.
Su hijo Rodrigo, incorporado a la lucha armada que libraba el Frente Patriótico Manuel Rodríguez (FPMR), sería uno de los jefes del comando que tendió una emboscada y realizó el más temerario y costoso intento de ajusticiar al dictador Augusto Pinochet, en vísperas del 13 aniversario del golpe contra el presidente Salvador Allende. El y sus compañeros salieron ilesos. La poderosa escolta de Pinochet sufrió varios muertos, heridos y mutilados.
Marcela ya tenía 44 años y el cáncer minaba sus huesos, pero en el momento del atentado al dictador estaba ahí, con serenidad y estoicismo, para ayudarlo en lo que fuera necesario.
La renombrada periodista Maruja Torres, corresponsal de El País, refiere en un conmovedor testimonio que la conoció en Santiago de Chile, tras el atentado a Pinochet.
“Marcela era una mujer y estaba a solas nada menos que con su inteligencia, su sensibilidad, su incapacidad para engañarse, su solidaridad y una lucidez que la hizo regresar a Chile desde Cuba…Nunca perdió la ternura, y no dejó de trabajar ... Luchó por la vida hasta el final.”
En un extenso reportaje titulado “Morir es la noticia. La Marcela Otero que conocimos”, disponible en Internet, Maruja Torres, Virginia Vidal y Lidia Baltra evocan la vida de la autora del mayor reportaje anónimo de la dictadura.
Según narró Gustavo González, entonces director de Inter Press Service, “Marcela Otero actuó con audacia e inteligencia, acreditándose como corresponsal del Diario 16 ante la Asociación de Corresponsales de Prensa Extranjera”.
Otro antiguo amigo, Hernán Soto, subdirector de Punto Final, recordó que "En su casa de Macúl, a pocos metros de Irarrázaval, instaló un telex. Reporteaba, revisaba la prensa y transmitía diariamente a la central de Prensa Latina, a veces más de un boletín cuando se justificaba, como en 1985 y 1986, en vísperas del “año decisivo”.
En ese tiempo tuvo un rebrote violento del cáncer óseo, con perspectivas de muerte cierta, pero no interrumpió su trabajo. Marcela Otero Lanzarotti falleció en Santiago de Chile, el 4 de diciembre de 1990, a diez días del primer aniversario del Gobierno democrático. En una justa valoración de su trayectoria, su amiga y excorresponsal de El País, Maruja Torres, destacó que “Con sus despachos periodísticos para la agencia Prensa Latina, Marcela Otero rompió el bloqueo informativo de la dictadura y puso a disposición del mundo un flujo de información no oficial sobre Chile”.