Naciones del hecho consumado
¿Nos condenó la historia a vivir en naciones del hecho consumado, donde no tenemos derecho a soñar y somos gobernados por administradores provisionales que ni siquiera saben cuándo terminará su mandato?
En los sectores público y privado, quienes trabajan en economía y negocios suelen utilizar el término "seguridad laboral" como un factor que motiva a los empleados a esforzarse al máximo, cumplir con las leyes y normativas para preservar su estabilidad laboral, ingresos constantes y oportunidades de desarrollo.
Aunque este término tiene connotaciones positivas, a menudo se usa como pretexto para imponer reglas y condiciones arbitrarias que los trabajadores deben acatar para no perder esa supuesta seguridad.
Los gobiernos adoptaron este concepto, imponiendo a sus ciudadanos aceptar las migajas económicas y políticas que se les ofrecen bajo el lema de seguridad y protección.
Esa seguridad y protección se materializaron en la figura de un policía o un agente de inteligencia que oprime al pueblo con el pretexto de proteger a la patria de sus enemigos.
Aunque el enemigo es bien conocido y lleva por nombre la "entidad sionista", no encontrarás a ningún sionista en las cárceles de tu país; el enemigo eres tú si te atreves a exigir tus derechos, especialmente los políticos.
Tu deber es aceptar lo que te ofrecen los gobiernos de facto que se autoproclamaron como tus gobernantes, organizados por divisiones y acuerdos con las potencias coloniales, quienes trazaron para ti fronteras, una bandera y un himno nacional.
Aceptamos lo que el colonialismo nos impuso y nos convertimos en ciudadanos que alaban a quienes nos gobiernan.
Sin embargo, algunos de nosotros se salieron del camino trazado, exigiendo unidad con sus familiares que quedaron del otro lado de la frontera o libertad para liberarse de la subordinación colonial.
A estas demandas se sumó, tras la ocupación de Palestina, el derecho a resistir al enemigo y liberar la tierra usurpada. El destino de esta minoría rebelde fue la cárcel, la tortura y los campos de detención.
La historia de cada uno de nuestros países está repleta de relatos sobre lo que les ocurrió a estos pocos, quienes se convirtieron en una advertencia para el resto. Las naciones volvieron a aceptar el hecho consumado.
Después de aniquilar la resistencia palestina fuera de Palestina, surgió un nuevo amanecer de resistencia en Líbano. Una resistencia que superó el desánimo de la derrota y comenzó a acumular victorias, una tras otra. Expulsó al enemigo del Líbano en el año 2000 y derrotó su invasión en 2006.
Esta resistencia y su líder se convirtieron en un símbolo ovacionado por las multitudes árabes en las capitales de la región, depositando sus esperanzas en ella para lograr la victoria final.
Sin embargo, los guardianes de la seguridad y la protección nos dijeron que esta resistencia pone en riesgo nuestro destino, que tiene agendas externas y es sectaria. Aquellos que apoyan a la resistencia enfrentaron persecución y prisión, y las naciones volvieron a aceptar el hecho consumado.
Nos prometieron que una solución pacífica nos traería leche y miel, que renunciar a una parte de nuestra patria protegería lo que quedaba de ella. Nos negamos y salimos a las calles a protestar.
Las cárceles se llenaron de quienes fueron acusados de perturbar la seguridad y la protección: los aventureros que, según decían, intentaban arrastrarnos a una guerra para la que no estábamos preparados.
No importaba que fuéramos más numerosos y nuestras fuerzas armadas estuvieran mejor equipadas —incluso liderando las listas mundiales de compra de armamento—, porque, según dicen, nuestro enemigo es más poderoso y cuenta con el respaldo de la mayor potencia mundial, una que supuestamente tiene el “99 por ciento de las cartas del juego", como declaró uno de nuestros líderes.
Firmaron acuerdos con el enemigo frente a nuestras cámaras de televisión. Vimos a los asesinos de nuestros hijos pasearse y celebrar en nuestras capitales, a veces como turistas, otras como empresarios que saquean las pocas riquezas que nos quedan. Aceptamos el hecho consumado y nos consolamos con el dicho popular: "Solo el Poder Supremo puede con el que tiene poder".
Un día despertamos con la revolución, y nos dijeron que era nuestra primavera, la primavera de los pueblos. Gritamos "¡El pueblo quiere la caída del régimen!". Los mejores de nuestros jóvenes sacrificaron sus vidas y derrocamos al régimen. Pero pronto nos dimos cuenta de que nuestro sueño se había reducido a desear el regreso de los antiguos regímenes, con toda su injusticia y opresión.
Nuestros jóvenes huyeron del infierno de las revoluciones, solo para ser devorados por el mar, que se cobró la vida de miles de ellos en su intento de emigrar.
Quedamos atrapados entre el yunque de la ocupación extranjera, que regresó, y el martillo del terrorismo. La lámpara de la primavera no liberó a un genio que cumpliera nuestros deseos, sino que trajo consigo ocupación en Bagdad, bombardeos en Saná, divisiones en Libia, terrorismo que asola Damasco y conspiraciones contra la resistencia en Líbano y Palestina.
¿La recompensa de consolación? Elecciones "democráticas" que reconstruyeron las estructuras de los antiguos regímenes, pero con un sabor aún más represivo y corrupto.
Una anciana que vendía verduras en una acera de un país donde "triunfó" la revolución me dijo, al preguntarle cómo estaba: "Hijo, es como si la expedición de Abu Zayd nunca hubiese sucedido".
Recordé nuestra ingenuidad cuando celebramos el inicio de la revolución en la plaza de Sidi Bouzid en Túnez, y bajé la cabeza, apesadumbrado y avergonzado por lo que habíamos llegado a ser. Al final, aceptamos el hecho consumado y resignamos nuestras vidas a los nuevos gobernantes como un destino irremediable, salvo por la voluntad de Dios.
La voluntad de Dios llegó el 7 de octubre de 2023, cuando un grupo de jóvenes liberó nuestros sueños al verlos humillar a uno de los ejércitos más poderosos del mundo.
Capturaban a sus soldados como prisioneros, destruían sus vehículos y alzaban la bandera de Palestina sobre la tierra robada. Vimos cómo los aviones huían hacia sus portaaviones.
Las líneas de apoyo avanzaron causando más heridas al enemigo, y el mundo entero clamaba a favor de nuestra causa. Por un momento, creímos que el sueño estaba a nuestro alcance, que solo necesitábamos extender la mano para convertirlo en realidad.
Pero cuanto más grandes eran nuestros sueños, mayores fueron las conspiraciones contra ellos. Los combatientes fueron abandonados a su suerte, rodeados por un bloqueo que los mató de hambre y frío, mientras las enfermedades los diezmaban. Las voces se apagaron, los manifestantes regresaron a sus casas y los líderes discutieron en sus cumbres cómo repartirse las migajas de los cadáveres.
Asesinaron a nuestros líderes; se extinguió la luz que nos iluminaba cada vez que aparecía el Señor de los Mártires, Hassan Nasrallah. Apagaron la llama de Yahya Sinwar. Luego cayó Damasco, el último bastión del sueño. Nos convencieron de que estábamos equivocados y establecieron un nuevo gobierno de hecho consumado.
¿Nos condenó la historia a vivir en naciones del hecho consumado, donde no tenemos derecho a soñar y somos gobernados por administradores provisionales que ni siquiera saben cuándo terminará su mandato?
¿No llegó ya el momento de salir de nuestra lámpara y convertirnos nosotros en el genio que forje nuestro presente y nuestro futuro?
A lo largo de esta extensa historia, hemos demostrado ser una nación capaz de engendrar héroes.
Solo hace falta mirar a Gaza, Cisjordania, el sur de Líbano o Yemen para encender la chispa en cada ciudad y aldea y decirles a quienes nos bloquean el paso: No aceptamos el hecho consumado.