Capitalismo y felicidad
Para el autor las grandes tareas de la izquierda actual pasan, por romper en la teoría y en la práctica con las tendencias dominantes. En recuperar los espacios colectivos que se han fracturado y reconstruir una relación sana entre los social y lo individual.
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Capitalismo y felicidad.
Muchas veces nos venden la ilusión del capitalismo como un sistema de realización de los deseos, donde podemos avanzar en una ilimitada búsqueda de la felicidad. La lógica neoliberal refuerza este discurso, enseñándonos, además, que la búsqueda de la felicidad es siempre e invariablemente una cuestión individual. Los grandes relatos han muerto, sostienen, y con ellos la posibilidad de proyectos colectivos. Queda entonces el refugio de una individualidad hedonista, donde la felicidad se reduce a la satisfacción de necesidades individuales, en la forma y los marcos establecidos por el propio sistema.
El derrumbe del socialismo en Europa del Este reforzó los sentidos de lo que el marxista británico Mark Fisher denomina como “realismo capitalista”. Esto es, básicamente, la concepción de que nos hayamos no en el mejor de los mundos posibles, como sostenía un personaje del "Cándido", de Voltaire, sino en el único mundo posible y debemos aceptarlo. Así nos educan las industrias culturales, las redes sociales, los aparatos ideológicos del moderno estado capitalista, para la normalización de las relaciones de producción imperantes y la invisibilización del sistema. El show es una poderosa herramienta de educación e insensibilización política y, al mismo tiempo, es parte de la construcción de un mundo espectacularizado, donde predominan las apariencias sobre las esencias y donde se impone una violenta idea de la felicidad, asociándola de modo casi invariable al éxito y la belleza.
Como resultado de esto, sobre el individuo presionan por un lado estereotipos sociales prácticamente inalcanzables y, por el otro, se le atribuye la responsabilidad sobre procesos que son claramente sociales. Esto último comprende desde la responsabilidad individual con la crisis climática hasta la responsabilidad con su estabilidad laboral. Esto en un mundo donde la verdadera esencia de los problemas medioambientales reside más en la voracidad empresarial y las descontroladas dinámicas extractivistas que con el descuido individual y donde la precariedad del trabajo, oculta bajo la jerga neoliberal del emprendurismo, el “sé tu propio jefe”, etc., realmente ocultan el hecho de que el capital ha avanzado sobre el mundo del trabajo, destruyendo empleos y precarizando las opciones laborales de buena parte de la humanidad.
No es de extrañar que, en este hostil universo, Mark Fisher apunte que se debe tratar a la depresión como una crisis de salud producto del capitalismo, algo que no resulta para nada descabellado cuando se miran algunos indicadores en las sociedades del capitalismo desarrollado contemporáneo. Baste solo como dato marco, señalar que, según el Instituto Tricontinental en 2024 los dos mil 153 multimillonarios más ricos poseían más riqueza que el 60 por ciento de la población mundial, unos cuatro mil 600 millones de seres humanos. La forzada individualización del problema, se refuerza entonces con esta desigualdad estructural, fomentando sentimientos de exclusión y alienación.
Según la Organización Mundial de la Salud (OMS) en torno al cinco por ciento de los adultos en el mundo padecen depresión, unos 300 millones de personas, pero este dato cuantifica solo aquellos casos de personas que se han acercado a recibir atención médica especializada o viven en un país donde tienen acceso a este tipo de servicio. La propia OMS proyecta que, para 2030, la depresión será la principal causa de discapacidad social a nivel global.
Viendo algunos números por país, nos encontramos con que en 2020 en España 2,1 millones de personas sufrían algún tipo de cuadro depresivo, con 230 mil casos graves. En Portugal un 9,8 por ciento de la población ha sido diagnosticada con depresión y en Alemania un 9,2 por ciento de la población. La Unión Europea en general, para 2019, registraba un 7,2 por ciento de la población adulta, unos 30 millones de personas, con síntomas depresivos de diversa intensidad. Las mujeres con más incidencia de esta condición que los hombres.
En Chile, el laboratorio del neoliberalismo durante la dictadura pinochetista, según datos de 2017, unas 844 mil personas mayores de 15 años tenían un diagnóstico de depresión, con una tasa de suicidio de 11 por cada 100 mil habitantes. De hecho, durante el estallido social de 2019 en Chile, una de las consignas sostenidas por los manifestantes fue “No era depresión, era capitalismo”, en clara referencia a la relación entre enfermedad mental y el sistema hegemónico.
En Canadá, para 2021, el 15,2 por ciento de los adultos, unos 4,7 millones de personas, reportaron síntomas depresivos. Entre los jóvenes de 15 a 24 años la cifra alcanza el 20 por ciento. En Australia, en el otro extremo del mundo, entre 2020 y 2021 aproximadamente el 17,8 por ciento de los adultos reportaron síntomas de ansiedad y depresión. Entre los indígenas australianos, históricamente explotados y desfavorecidos, estas tasas se elevan hasta un 30 por ciento.
En el propio imperio norteamericano los datos no son menores. En 2021 el 18,8 por ciento de los adultos, unos 47 millones, experimentaron síntomas de depresión en algún momento. Entre los jóvenes de 18 a 25 años la cifra se eleva hasta el 24 por ciento. Tanto estos datos, como algunos de los anteriores, por las fechas que se manejan, pudieran considerarse, en lo fundamental, como indicadores del momento pandémico más que del sistema. Sin embargo, un análisis más cuidadoso, desmonta esta falsa impresión.
En su excelente investigación "Esclavos Unidos. La otra cara del American Dream" (Ciencias Sociales, Cuba, 2022) la periodista de RT Helena Villar documenta voces y datos diversos que dan un panorama completo y complejo de la sociedad Norteamérica actual. En diálogo con una investigadora del Instituto Brookings, esta identifica la pobreza y las presiones económicas de la sociedad norteamericana como una de las principales causas de depresión.
“Hay algo de ser pobre en este país que es super deprimente. Vienes aquí y vas a lugares desfavorecidos, y, por encima de todo, del crimen o de todo aquello que no tienen está lo siguiente:
- la falta de esperanza,
- la falta de respeto a sí mismos
- y el distanciamiento del resto de la sociedad.
- Para mí, el mayor coste de ser pobre en Estados es el coste psicológico.”
A pesar de que el problema es evidente y está frente a los ojos, lo ocultan una serie de estructuras ideológicas, entre ellas la concepción médica predominante en buena parte de la medicina actual, que trata el problema de la depresión como producto, fundamentalmente, de un desbalance en la química cerebral, desconociendo las implicaciones sociales de este trastorno.
En otras palabras, sumado a las presiones económica y la iniquidad estructural, sumado a la violenta individualización de responsabilidades colectivas, sumado al estridente y constante espectáculo que nos impone modelos de vida y modelos humanos inalcanzables por irreales, sumado a las ilusiones de un sistema que te convence de que cualquiera puede hacerse rico, pero al mismo tiempo destruye empleos y precariza los existentes, los individuos deben lidiar con una cohorte de psiquiatras y sicólogos que atacan las consecuencias del problema, pero son incapaces de llegar a la raíz de sus causas. El resultado es una infelicidad anestesiada, que es la que predomina en muchas de nuestras sociedades contemporáneas.
Las grandes tareas de la izquierda actual pasan, entonces, por romper en la teoría y en la práctica con estas tendencias dominantes. En recuperar los espacios colectivos que se han fracturado y reconstruir una relación sana entre los social y lo individual, al tiempo que se plantea seriamente la superación efectiva del orden de producción y propiedad imperantes. Esto implica pensar y buscar modelos post capitalistas efectivos. No limitarse a ser la conciencia crítica del orden imperante, que al final contribuye a su mejoramiento al apuntar los nudos más álgidos de la contradicción sin hacer absolutamente nada por cortarlos, al mejor estilo alejandrino.
En la tradición marxista y revolucionaria, la respuesta que se ha buscado ha sido siempre colectiva, entendiendo que solo desde el punto de vista de la totalidad social es posible alcanzar una plena conciencia para la transformación del sistema. Y esa totalidad sólo se alcanza en las estructuras colectivas de una clase con potencial revolucionario. Esa clase, todavía hoy, sigue siendo el proletariado.
Desde los soviets hasta los consejos obreros, pasando por los consejos de fábrica turineses y otras muchas y múltiples formas de asociación, la búsqueda de estas alternativas ha sido heroica y en ella se combinan éxitos y fracasos. Marx, influido por los datos concretos aportados por la realidad, encontró en la Comuna de Paris como forma de organización del proletariado urbano y la comuna rural rusa como forma de organización de la producción los posibles modelos para configurar un horizonte comunal que permitiera, en los hechos, superar el orden capitalista con todas sus taras.
En el mundo de hoy, impregnado de realismo capitalista, de fines de la historia y otras fantasías neoliberales, se alza, entre otros proyectos alternativos, la Venezuela Bolivariana, desde cuyo seno se impulsa un gran proyecto comunal. Y si algo he aprendido en numerosas conversaciones con comuneras y comuneros es que la transformación que se vive al interior de las estructuras comunales, el paso de objetos a sujetos de cambio en el marco de un proyecto colectivo y solidario de superación de las relaciones capitalistas, le devuelve al ser humano una felicidad que yacía aletargada. La felicidad de construir su propia emancipación frente a la enajenación depresiva del capitalismo.